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PAISAJE Y PAISANAJE

SASIOLA EN EL OLVIDO

Sasiola fue el corazón del valle del Deba, cruce de calzadas y tráficos fluviales, paso de peregrinos, comerciantes, ferrones, marinos y soldados. Entre el olvido voraz sólo asoman las ruinas de un convento y la memoria del viejo Pedro.

ANDER IZAGIRRE

Domingo, 5 de agosto 2007, 02:20

Entre Deba y Mendaro, a orillas del río, se levanta una gran nave de piedra. Queda unos metros por debajo de la carretera, atosigada por el estruendo del tráfico y la polvareda de una cantera cercana, ignorada, corroída por los siglos, profanada por los ladrones. La maleza se va tragando los muros medio derruidos, los arcos cegados, los contrafuertes y los arbotantes.

Es el convento franciscano de Sasiola, una de las ruinas más desconocidas de Gipuzkoa. Quien lo visite por primera vez sentirá admiración, incredulidad, pasmo. Al final seguramente se marchará triste y descorazonado. Y el convento sólo es una pieza, la más vistosa, de todo el conjunto de Sasiola, un paraje que durante siglos constituyó una de las encrucijadas más importantes de toda Gipuzkoa. Al margen de documentos y archivos, esa memoria de Sasiola pende de un único hilo: la voz de Pedro, 77 años, habitante del caserío Sindika junto al convento.

Los ladridos de la perra avisan a Pedro. Se asoma enseguida un hombre espigado y de ojos muy claros, con chaqueta de lana y boina. «¿Se puede ver el convento?». Pedro suspira: «Está como para no verlo». Se calza unas botas de goma, agarra un palo largo y sale con la llave.

Los franciscanos construyeron el edificio en 1503, en terrenos donados por María Ibáñez de Sasiola y Juan Pérez de Licona, señores de la cercana casa torre de Sasiola. Levantaron un convento con iglesia y claustro, además de un almacén, un establo, plantaciones de huertas y frutales y un hospital en el que daban cobijo a pobres y peregrinos jacobeos. Ese edificio sigue en pie, al otro lado de la carretera, mutado en el caserío Ospitalea. Tras la desamortización de Mendizabal (la subasta pública de terrenos de la Iglesia), los franciscanos abandonaron Sasiola en 1840. Y desde entonces el convento se ha deteriorado sin remedio, salvo algunos parches para evitar derrumbes y algunas tareas de limpieza de jóvenes voluntarios.

El asombro de Chillida

Pedro abre la puerta y entramos a la iglesia. La primera impresión es tremenda: estamos en una inmensa nave en tinieblas, atravesada por chorros de luz que se cuelan por las rendijas y por un rosetón trasero. Cuando los ojos se acostumbran a la oscuridad, hace falta levantar por completo la cabeza para contemplar, allá arriba, una bóveda con nervios góticos. Mejor dicho: la tercera parte de la bóveda, porque sólo queda el tramo situado sobre la cabecera del templo. El resto se derrumbó y destrozó las losas del suelo, bajo las que yacían docenas de esqueletos de monjes. Hoy en día la cubierta es un tejado provisional y el suelo está alisado con cemento. Pero más adelante aún perduran las losas originales, a los lados del pasillo central, y Pedro, que sabe dosificar los golpes de efecto, levanta una de ellas: aparecen un fémur y unas cuantas costillas.

El tesoro de este convento no está bajo tierra sino bien a la vista: el enorme retablo barroco del siglo XVIII, tallado en madera de nogal. «Nogal negro», explica Pedro, «secado de una manera especial para que no se pudra ni entren termitas. Todo es de nogal, los santos, los ángeles, una maravilla. Un día vino Chillida, se quedó plantado en mitad de la iglesia mirando el retablo y empezó a decir: ¿Qué maravilla, qué maravilla! No se me olvidará nunca. Estaba entusiasmado».

En el centro del retablo, un San Antonio sostiene en su mano izquierda la figura de un niño, chapuceramente atada con un cordel. «Ese niño era de otra estatua, pero es un maramia. ¿No sabes lo que significa? Un trasto, un niño travieso, que aparece y desaparece. Las palabras también se pierden». Se pierden muchas cosas, por dejadez o por maldad. Al retablo, mutilado aquí y allá, se le han caído piezas y además ha sufrido varios saqueos. Pedro va desgranando las pérdidas: «¿Ves aquel ángel con una guitarra? Pues al lado tenía otro igual. Se lo llevaron. Y mira allá arriba, cinco cabezas de ángeles, cada uno representa un continente. Pues había un sexto, el mestizo. Se cayó y ahí está», y señala una cabeza mofletuda de madera, con una mejilla cascada por el golpe. Hay varios santos desmembrados y uno que a Pedro le duele especialmente: «¿El pobrecito Asís! ¿Sin mano y sin cabeza!».

En el lateral derecho de la nave, los arcos de salida a la sacristía y al claustro están tapiados para que no vuelvan los ladrones. Contra la pared izquierda se han arrimado los bancos de la iglesia, un confesonario y una gran cruz de madera. En el fondo de la nave, el arco que sostenía el coro -ya no hay coro- cruza de pared a pared como una costilla roída. Y en el centro de la iglesia se amontonan unos grandes bultos cubiertos por plásticos negros. Pedro destapa uno de ellos con el bastón y queda a la vista una imagen estremecedora: una escultura de Jesús arrodillado y angustiado en el huerto de Getsemaní, rezando ante un ángel que porta un cáliz.

Todo es ruina, olvido y ausencia -la de las dos chalupas que colgaban del techo, ofrenda de los marinos de Deba, por ejemplo- pero de pronto reparo en un pequeño síntoma de vida: al pie del retablo se alinean unas cuantas velas que parecen recientes. «Algunos conocidos de Deba me piden que las ponga de su parte. Yo les digo que sí, que las pongo, excepto en época de angulas. Cuando salgo a coger angulas, los favores los pido yo primero», se ríe Pedro.

Se lamenta de las porquerías que vierten las fábricas de Eibar y que han asfixiado el río. Todavía pesca angulas -nombra algunas zonas, sin dar detalles- pero no tiene nada que ver con las capturas de su juventud. «Cuando quería acercarme a San Sebastián, para ir al cine, al fútbol o a ver la Vuelta a España, pescaba un montón de angulas y así me pagaba el viaje».

Pedro es un filón de historias. Desde la pesca de angulas durante la mili en Melilla hasta los bombardeos napoleónicos en el monte Arno, pasando por aquel peregrino que venía desde Chequia caminando o el meteorito abollado que había junto al caserío Antzuitza, al otro lado del río: «Los gentiles cogieron una roca gigante y la tiraron desde Deba, con una honda, contra el convento. Pero un fraile la paró con el codo y cayó en la otra orilla; por eso la piedra tenía ese hueco, del codo del fraile, como si le hubieran metido el dedo a un pan a medio cocer. Eso contaba mi padre».

Las anécdotas nos van llevando al exterior del convento. Al pie del caserío Sindika queda en pie una pared alargada: una cancha de rebote, «el padre del tenis». El suelo de la cancha está elevado, como demuestran los contrafuertes junto al río, y aún se aprecian la mesa y el banco de piedra del árbitro. Ahora crece una hierba muy alta y algunas cebollas plantadas por Pedro. También cultiva tomates, lechugas, pimientos, calabazas y vainas entre las ruinas del claustro, entre piedras labradas hace medio milenio, y un limonero, un melocotonero, un nogal, un peral. «Antes tenía hileras de frutales, pero el polvo de la cantera y el humo de los coches me los asfixian».

En la trasera del convento, junto al río, quedan algunos muros cariados, unas ménsulas huérfanas y la traza de unos recintos comidos por las zarzas. Esto debía de ser una galería cubierta, encima estaría el comedor -en la pared del primer piso se ven los huecos donde cocinaban-, aquello era el establo A Pedro le mosquea un poco el almacén, los muros de un metro de grosor. «¿No te parece demasiado muro para guardar simplemente trigo? Hombre, el trigo era un elemento sagrado para los vascos, pero a mí me da que aquí guardarían cosas más valiosas».

En el muro se abren unos huecos que dan al río: por ahí descargaban las mercancías directamente al embarcadero. Y una de las piedras aparece perforada: allí amarrarían las chalanas o quizá atarían un cable que iba hasta la otra orilla y guiaría a algún pequeño transbordador. También existía una lonja, de la que no han aparecido restos porque probablemente estará debajo del convento. Pedro tiene razón, aquí no sólo se almacenaba cereal. En Sasiola descargaban el hierro que venía de Somorrostro para abastecer a las ferrerías de Lastur y del Alto Deba, y luego cargaban los productos ya fabricados: herraduras, aperos, armas. El río era navegable con chalanas hasta Altzola, diez kilómetros tierra adentro, y por allí circulaban el hierro en bruto y sus productos acabados, la lana de Castilla, el cereal o el bacalao que se exportaba a Vitoria y Logroño. Pero la mercancía principal era la lana de Castilla, en su ruta de exportación a Flandes. Con las tasas sobre la lana se pagó parte de la iglesia de Santa María en Deba.

Río y calzada

Todo ese tráfico en los alrededores de Sasiola tiene raíces muy antiguas. Desde tiempos remotos, este entorno tuvo que ser un punto de encuentro para los habitantes desperdigados por el valle del Deba. La razón es muy sencilla: aquí se encontraba el mejor paso para cruzar el río en su parte baja. Lo demuestra el nombre del cercano barrio de Astigarribia (vado del arce). Allí, en épocas medievales, usaban gabarras para vadear el río cuando bajaba con demasiado caudal como para hacerlo a pie. Después construyeron un puente de madera y en el siglo XVI lo sustituyeron por otro de piedra, que duró hasta el XVIII y cuya base puede apreciarse, entre la vegetación, a un centenar de metros río abajo del convento de Sasiola. En Astigarribia aún se encuentran nombres como los de Molletxua -el pequeño puerto- o el caserío Astillero. Y el tráfico fluvial se cruzaba en Sasiola con un intenso tráfico terrestre, porque la ruta natural hacia Vizcaya de caminantes y carreteros aprovechaba estos vados y puentes. Por aquí se tendió la calzada medieval, cuyas losas aún se ven perfectamente junto al claustro y la huerta de Pedro, bajando hacia la orilla.

Con todos estos elementos no es difícil imaginar un momento de esplendor en Sasiola. Una chalana baja por el río cargada de lana; sus tripulantes saludan a los de otra embarcación que está amarrada junto a la lonja, descargando hierro; los herreros de Lastur llegan con sus carros de bueyes a recoger el mineral en bruto y a dejar un cargamento de herraduras y arados; repican las campanas del convento mientras los frailes trabajan en la huerta o atienden a los peregrinos en el hospital; algunos mozos salen de los hornos o del molino y juegan una partida en la cancha de rebote. Un antepasado de Pedro pesca angulas o salmones

Pedro sabe que allí existió un barrio grande y pujante, entre otras cosas porque su caserío Sindika tiene el número 11. ¿Dónde están los caseríos de los demás números? Pedro apunta en silencio a los terrenos comidos por la carretera y la cantera. Y luego señala el convento, con media sonrisa de resignación: «A quién le van a importar estas ruinas».

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