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La pequeña muerte de Henrike Knörr
OPINIÓN

La pequeña muerte de Henrike Knörr

«La muerte de ambos nos sobrecoge pero también nos exige e invita a mirar, en su conjunto, la pedagogía de su actividad y actitud en la generación y en consideración de la cultura en el tiempo».

FÉLIX MARAÑA

Lunes, 12 de mayo 2008, 03:44

La muerte de Henrike Knörr nos sobreviene cuando aún no nos hemos repuesto del desgarro por la pérdida de otro de nuestros grandes hombres de la cultura, don José Ignacio Tellechea Idígoras. Knörr asistió a las honras fúnebres del querido historiador, y advirtió, como hemos advertido otros, el escaso tratamiento y consideración que de la figura de Tellechea se había hecho en las más diversas instancias del País Vasco, para no señalar con el dedo a ninguna de ellas. Knörr nos pidió -«Te lo pido por favor»- que hiciéramos una estampa de Tellechea Idígoras. Prometimos hacerla, e incluso le dimos título al artículo -«Trapero de la Historia»-, título que Knörr celebró y lo estaba esperando. Pero nadie había previsto que se precipitara su deceso, aunque acudió a aquellas honras fúnebres con la salud muy quebrada. La muerte de ambos nos sobrecoge pero también nos exige e invita a mirar, en su conjunto, la pedagogía de su actividad y actitud en la generación y en consideración de la cultura en el tiempo.

Esta conducta hay que explicarla, parándose en hechos concretos, que nos ayuden a comprenderla también. Este artículo sólo pretende poner énfasis en algo elemental: Knörr ha sido uno de esos hombres necesarios, cuya vida y conducta pueden servirnos de pauta en el futuro.

Por sólo resaltar uno de los empeños que explican esta trayectoria, y en los que Henrike Knörr puso en práctica su pedagogía discreta -no espectacular-, y efectiva de la acción cultural, nos referimos a los Cursos de Verano de Aramaio. Los Cursos de Verano de Aramaio eran para Henrike Knörr un punto de encuentro en el crucero del País: Besaide. Una apuesta de un intelectual urbano para des-urbanizar la cultura, que no significa otra cosa que el esfuerzo por acercar eso que se llama la oferta cultural a otros enclaves, más allá de la metrópoli, y que tienen una significación patrimonial, cultural auténtica, histórica, y no meramente coyuntural -palabra horrorosa-, de política menor o pequeña. La fuerza centrífuga de las ciudades ha marcado entre nosotros una conducta torpe, al considerar sus dirigentes -los políticos, los universitarios, los de ese sector de grandes almacenes de la cultura, museos y demás- que hay que llevar a la gente a las ciudades, y no los valores de las ciudades a la gente. Y han opuesto antropología a modernidad, arte a «instalaciones», ciencia a primeras páginas de la prensa, poesía a happening y exhibición. Y así han logrado -ya lo han logrado, desgraciadamente- que la cultura sea cantidad y haya dejado de ser entraña.

Pero traicionaríamos el esfuerzo, sentido de entrega, generosidad, forma práctica de convocar y generar entusiasmo en torno a una idea -valores de los que Henrike Knörr era estandarte, aunque siempre discretamente-, si no dijéramos aquí que, en este como en otros asuntos, tuvo que bandearse como un francotirador. Y en el trayecto dejó mucho esfuerzo, muchas ideas, mucho desgaste, porque la generación de ideas desgasta, claro que desgasta. Y, aunque él nos pediría que administrásemos el vocabulario, porque era hombre de entendimiento, pero no por ello hombre sin criterio, cuesta trabajo pensar que fuera verdad, y lo es, que a Henrike Knörr no se le recibiera en el Palacio Foral de Álava, no cuando le viniera en gana, sino cuando pedía audiencia para tratar de asuntos de la comunidad que, como los Cursos de Verano de Aramaio, forman parte del patrimonio más dinámico de la cultura vasca. Y resulta estridente, por demás, o por lo mismo, que los representantes institucionales -que han proclamado su amistad con el difunto en las televisiones-, se hayan resistido, no ya a resolver asunto de esta naturaleza, sino a recibir a Henrike Knörr, hombre que lo había dado todo. Sin duda, priva en esta conducta sectaria todo lo contrario que para mí representaba la vida, la humanidad, el sentido cívico del amigo.

Henrike Knörr, además, y entre otros muchos añadidos, estaba atento y muy preocupado por la manera en que en el País Vasco, en Vasconia, se iba liquidando el patrimonio. Pertenecía, como se sabe, a una sociedad ejemplar, Landázuri -tan ejemplar como desasistida del poder-, agrupación de voluntades cívicas que en los últimos quince años se han preocupado de mantener vivo el fervor elemental, crítico y de criterio sobre la cultura patrimonial, no sólo de Álava, sino de todo el País Vasco. Cierto es que ese tipo de sociedades, que no forman parte del organigrama controlado por la política, son instituciones muy incómodas para el poder, aunque muy positivas para lo que es la dinámica y la evolución de la cultura. Knörr sabía cuáles eran los criterios de patrimonio que, por ejemplo, se desarrollaban en Europa, pero también en otros lugares del País, como en el Museo Naval de San Sebastián, a cuya exposición sobre la ciudad de Baroja hubiera enviado por decreto a toda la Universidad del País Vasco, comenzando, claro está, por sus colegas, incluido el rector, si estas cosas se pudieran disponer por decreto rectoral. Pero no iba con Henrike Knörr la imposición: su pedagogía fue siempre la del contagio, la de la complicidad. No conozco a nadie que escribiera más cartas y ninguna de ellas inoportuna.

En todas las instituciones en las que Knörr ha participado, y servido, se ha sentido su hacer, su criterio, su entrega: Universidad del País Vasco, Sociedad Landázuri, Euskaltzaindia, Eusko Ikaskuntza, Baraibar, Fundación Sancho el Sabio, Real Academia Española (Seminario de Lexicografía), National Endowment for the Humanities (Washington), Instituto Cervantes, entre otras, que pueden, y deben, dar testimonio razonado de la conducta intelectual y cívica de Knörr, y coadyuvar a que su memoria y los valores universales de su entrega y dedicación a su tiempo, se extiendan en el futuro y no se conviertan en asunto o trámite inmediato o de funeral.

Porque si la personalidad de Henrike Knörr era sobresaliente, no lo es porque haya muerto. Los elogios post mortem de quienes no le amaron como se mereció, o no se apercibieron de sus valores, resultan estridentes y deberían graduarse. Pero tampoco hay que entretenerse en este asunto. Se ha dicho que Henrike Knörr fue el puntal de la acción efectiva y positiva del euskera en Álava. Pero esto, aunque es verdad, a él le hubiera abrumado que se dijera. Knörr siempre tuvo una actitud abierta a los demás, y se deshacía por atender al desarrollo de proyectos e iniciativas ajenas que consideraba de valor y sentido cultural e histórico. Knörr se dedicó, más allá de sus cargos y empleos en la Universidad o en la Academia, en los que siempre cumplió, por supuesto, a esas otras tareas que no se ven, pero que van construyendo el mundo: apoyar un programa, escribir una carta al director de esta o aquella institución, solicitar una rectificación, siempre ponderada, pero rigurosa, de algún criterio o falsedad expresada en los medios de Comunicación, preocuparse por la salud de un amigo cuando era la suya la que se consumía, reunir a grupos de personas que pudieran entenderse. Y eso cuesta tiempo y dinero, hablando en plata.

Porque Knörr era un intelectual de guardia permanente. Hace unas semanas enmendaba la plana a un escritor madrileño -de esos que vienen por el País Vasco, se dan un garbeo, hablan con los intelectuales domesticados, y escriben un libro sobre la verdad de todo-, haciéndole saber sus graves y torpes inexactitudes sobre la lengua vasca. A Knörr la sociedad vasca debería haberle asignado sueldo y plaza por todo ese servicio que cumplió fielmente. Y es que nadie hacía eso, ni siquiera las instituciones, tal como les demanda su elemental servicio a la sociedad. Claro está que, por esa forma que tenía Knörr de asomarse a las Cartas al Director, resultaba molesto para unos y otros, pero a mí me gustan mucho las gentes que molestan, que estorban razonadamente como Henrike, y si un intelectual no estorba -y sólo sirve para aplaudir al poder en el Euskalduna-, a mí no me interesa. Es el mismo Knörr solidario, que participó, entre otras causas dignas, en la defensa del olivar de Chamartín.

Mientras entendamos que las ideas por las que Henrike Knörr trabajó tienen sentido, ni su tarea, ni el porvenir, está acabado. Knörr tuvo siempre un decidido empeño por tender puentes al entendimiento, haciendo esfuerzos particulares por integrar en proyectos a ciudadanos de la más diversa condición. Invirtió en ello muchas energías y sufrió mucho, demasiado. Su sentido liberal de la vida, y su pan-humanismo le llevó en ocasiones a renunciar a cargos, honores y premios que le correspondían, en justa reciprocidad con sus valores intelectuales y personales -muy superiores a tanta condecoración que se entrega a intelectuales acomodaticios-, sin duda en el deseo de mantener su independencia. Dice un proverbio oriental que no muere el amigo cuando deja tanta memoria. Cuando un hombre como él nos deja tanto, su muerte es, aunque dolorosa, una «pequeña muerte», como diría el poeta.

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