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Uno de los cuatro fósiles que, desde hace unas semanas, habita en las escaleras que ascienden al Paseo Nuevo. /FOTOS: GONTZAL LARGO
La curiosidad de tiempos remotos. remotísimos
SAN SEBASTIÁN

La curiosidad de tiempos remotos. remotísimos

El azar, caprichoso él, ha colocado unos fósiles de 120 millones de años en la misma puerta del Aquarium. Miden un palmo y tienen forma de caracola

GONTZAL LARGO

Domingo, 27 de julio 2008, 03:39

DV. Lo habitual es que las incógnitas que campean por estas páginas no tengan más de uno o dos millones de años de antigüedad. A lo sumo, pueden remontarse un par de siglos atrás, como podría ser el caso de algún que otro agujero de bala de la Guerra Civil; un guiño al recinto amurallado que, antaño, rodeó la Parte Vieja o alguna inscripción enigmática en el castillo de la Mota. Por una vez, vamos a hacer una excepción porque la ocasión lo merece: viajaremos 120 millones de años en el tiempo para hablar de una curiosidad geológica que, no es broma, tiene mucho de enigma urbano, de aquellos sobre los que nos gusta hablar.

Todo comenzó hace pocas semanas, cuando Luis Ignacio Viera, del Departamento de Geología de la Sociedad de Ciencias Aranzadi, paseaba con su esposa por el oriente de la bahía de La Concha. A Luis Ignacio le conocimos unos años atrás, cuando solicitamos su ayuda y conocimientos para resolver otra curiosidad donostiarra, la del icnofósil escondido en las arrugas del Peine del Viento. El paleontólogo y su cónyuge estaban ascendiendo las escaleras que conducen al paseo Nuevo cuando ésta se percató de unas curiosas marcas en los peldaños de piedra. ¿Qué eran aquellas siluetas blancas cuyas formas semejaban una espiral? La sorpresa de ambos fue máxima pues se encontraban ante un grupo de cuatro fósiles de caracolas que el azar había colocado ahí.

Situémonos en el tiempo y en el espacio. Como sabrán, ese rincón de la bahía ha estado en obras durante los últimos meses y fue hace relativamente poco cuando se instaló el nuevo tramo de escaleras que separa las dos dependencias del Aquarium donostiarra: el edificio clásico, por un lado, y el moderno, por otro. Es justo en el lugar por el que se accede al segundo, donde se hallan los peldaños de oscura piedra caliza con los fósiles prisioneros. Son cuatro en total, de unos tamaños que oscilan entre los 15 y los 20 centímetros, con lo que son fácilmente visibles y apreciables para no iniciados en el mundo de las Ciencias.

Tras el hallazgo, Luis Ignacio se puso en contacto con nosotros para hacer público este caso de, según sus propias palabras, «paleontología urbana» y facilitarnos un fantástico escrito en el que nos regalaba todos los datos necesarios para comprender la historia: «Estamos ante los fósiles de unas conchas marinas que vivieron hace unos 120 millones de años, millón arriba, millón abajo, en una época conocida como Cretácico. Una época en la que nuestros montes, de los que ahora se extrae la roca con fines constructivos, eran fondos marinos repletos de vida. Una época en la que los Dinosaurios se paseaban por tierra firme y dejaban fosilizadas las huellas de sus pisadas. Es decir, por si alguien no lo ha captado, estas caracolas son de la época de los Dinosaurios ¡y las tenemos en unas escaleras para poder pisotearlas a voluntad!».

Pero los hechos insólitos no acaban ahí, pues el aterrizaje de las caracolas en la geografía donostiarra se debe a una sucesión de casualidades encadenadas, es decir, que tras pasar millones de años engullidas en el interior de una roca, la maquinaria de la empresa correspondiente realizó el corte justo «por el eje longitudinal de los moluscos, dejando expuestas a la vista las secciones internas de sus conchas», las más vistosas para el espectador y paseante. Y no sólo eso: en el colmo de los sucesos azarosos, los bloques calizos fueron a parar a las puertas del Aquarium donostiarra.

Más de un lector y un donostiarra -por lo general, celosísimos del patrimonio de su ciudad- se habrán echado las manos a la cabeza: ¿cómo es posible que semejante tesoro permanezca a la intemperie, desprotegido ante las suelas de los miles de lugareños y turistas que deambulan por allí? Luis Ignacio Viera nos tranquiliza: «Existen suficientes fósiles de invertebrados recuperados y guardados en las colecciones de los centros de investigación y, por tanto, la importancia de éstos es, como todo, relativa». A su vez, el paleontólogo lanza una recomendación para visualizar mejor este prodigio de tiempos remotos: «Les animo a que vayan a verlas, y si ha llovido y la piedra está mojada, mejor que mejor: la calcita blanca de las conchas resaltará aun más sobre el fondo negro de la roca. Pero ante todo, cada vez que pasen por esos peldaños, piensen que están caminando sobre antiquísimos barros del fondo del mar de la época de los Dinosaurios. Si así lo hacen se habrán convertido en paleontólogos urbanos, uno de esos tipos raros que van mirando al suelo esperando que las rocas les cuenten las historias de otro tiempo». Lo dicho: aprovechen, pues. Quién sabe si, dentro de otros 120 millones de años, seremos nosotros los que aparezcamos adosados a una roca en el San Sebastián del futuro.

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