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Gran parte de los participantes en el Congreso de Arantzazu posaron en la escalera de acceso a la Basílica. /ARCHIVO DE EUSKALTZAINDIA
40 años de euskera unificado
AL DÍA

40 años de euskera unificado

El 5 de octubre de 1968, Euskaltzaindia dio carta de naturaleza en Arantzazu al nacimiento del euskera batua, una vieja aspiración que levantó muchas ampollas

NEREA AZURMENDI

Domingo, 5 de octubre 2008, 04:55

DV. En los primeros días de octubre de 1968, se especulaba con la posibilidad de que Anquetil fichase por el Fagor, un apartamento «de lujo y con vistas» en Alderdi Eder costaba poco más de un millón de pesetas y una «chica de servicio con referencias» trabajaba todo el mes por 3.500 pesetas. Un profesor de idiomas cuyo nombre no ha pasado a la historia ambientaba el Congreso Mundial de Lingüística que iba a celebrarse en Alicante revelando que «en el mundo se hablan 2.796 lenguas, de las que más de 1.000 se hablan por los indios de America, aunque sólo hay trece de gran importancia».

El 5 de octubre de 1968, una de esas lenguas, el euskera, emprendía oficialmente en Arantzazu el camino hacia la unificación, un viejo objetivo que ya se contemplaba en la creación de Euskaltzaindia, constituida 50 años antes, que incluía entre sus objetivos fundacionales «trabajar por llegar a la lengua literaria común, tanto en el léxico como en la grafía y la gramática».

El académico de numero José Luis Lizundia -vicesecretario de Euskaltzaindia desde 1969 hasta su jubilación, hace cinco años-, era en 1968 un joven de 30 años ya muy vinculado a la promoción del euskera y la cultura euskaldun que, como otros, fue requerido por el entonces secretario de Euskaltzaindia Juan San Martín para «echar una mano en la organización» del Congreso que la Academia tenía previsto celebrar en Arantzazu y la Universidad de Oñati -donde nació en 1918- para conmemorar sus bodas de oro.

Lizundia afirma que, para entender qué sucedió en Arantzazu y cuáles fueron sus consecuencias, es crucial comprender el contexto en el que los miembros de Euskaltzaindia «y otros muchos euskaltzales» se reunieron durante tres días en el Santuario para dar carta de naturaleza a un proceso que venía de lejos, provocó tensiones y enfrentamientos y, en menos de una década, era ya irreversible.

Una situación excepcional

En octubre de 1968 la situación era excepcional, incluso en el estricto sentido del término, ya que desde que ETA mató el 2 de agosto al jefe de la Brigada Político-Social Melitón Manzanas, Gipuzkoa estaba bajo la ley de Excepción. Desde el punto de vista práctico, el estado de excepción y la situación política condicionaron el Congreso de Arantzazu. Algunas personas cuya presencia habría sido importante -entre otros, un José Luis Álvarez Enparantza en el exilio o un Xabier Kintana que hacía el servicio militar en Burgos y no obtuvo permiso para viajar- no pudieron estar en Arantzazu, y muchos no tuvieron sueños muy tranquilos durante las noches que pasaron en la Hospedería -hubo quien prefirió alojarse en algún establecimiento más discreto-, donde se reunía lo más granado del mundo euskaldun, no precisamente afecto a un Régimen que, aquellos mismos días, celebraba con los fastos habituales el aniversario y la onomástica del Caudillo.

La situación política impidió también que el Congreso se celebrara conforme a lo previsto, ya que se contaba con organizar un gran acto de clausura en la Universidad de Oñati, cuna de Euskaltzaindia, que finalmente no pudo ser. «Por una parte -recuerda Lizundia-, teníamos permiso verbal del gobernador para celebrar las reuniones en Arantzazu, pero carecíamos de él para organizar un acto público en Oñati. Por otra, los oñatiarras habían boicoteado las fiestas de San Miguel, que se celebraban aquellos días, y los fastos de Euskaltzaindia habrían merecido el rechazo popular».

Pero, con el franquismo enfilando su recta final, también era excepcional el dinamismo del euskera: abrían sus puertas las ikastolas; se extendían las campañas de alfabetización; renovaba la canción; llamaba a la puerta una nueva generación de escritores e intelectuales que, cultural e ideológicamente, estaban bastante lejos de muchos de sus precedesores, más vinculados, salvo excepciones, a una Iglesia post-conciliar también en pleno cambio y a los sectores más tradicionalistas que a las nuevas ideas que se abrían camino, a veces a golpe de adoquín, en una Europa cada vez más cercana.

Era una generación que, también desde el punto de vista de la herramienta con la que trabajaba, el euskera, necesitaba soluciones que superaran la fragmentación dialectal que tanto dificultaba la comunicación. Se ha recordado con frecuencia la situación un tanto surrealista en la que, en 1960, ingresó en Euskaltzaindia Jean Haristchelhar, que presidió la Academia entre 1989 y 2004. En el acto de ingreso el donostiarra José María Lojendio, entonces presidente, le dio la bienvenida en guipuzcoano; el académico René Lafont le presentó en suletino y el nuevo miembro de número leyó su discurso de ingreso en Bajo Navarro; tal vez, incluso, en la subvariedad de su Baigorri natal...

Lo que pudo ser una anécdota -que no lo fue tanto porque tuvo repercusiones dentro de la propia Academia- era un problema serio y una alternativa muy poco operativa -además de inadmisible para los convencidos de la necesidad de «Herri bat, hizkuntza bat» («Un pueblo, una lengua»)- cuando se trataba de elaborar libros de texto para las ikastolas, material para la alfabetización y la incipiente euskaldunización, desarrollar una obra literaria con aspiraciones de llegar a todos los euskaldunes o redactar textos para las revistas cuya difusión ya excedía los límites geográficos de las variedades dialectales. La necesidad de un euskera literario unificado, sin embargo, no era nueva.

Un 'acuerdo de mínimos'

Ya en el siglo XVI el pastor protestante Joanes Leizarraga, a quien la reina de Navarra Joana de Albret encargó la traducción al euskera del Nuevo Testamento para difundir la fe que ambos profesaban, topó con los dialectos como obstáculo para cumplir un encargo que, por definición, tenía como objetivo llegar al mayor número posible de lectores. Leizarraga apostó por basarse en el dialecto labortano e incorporar palabras de otras variedades, en una fórmula que no cuajó pero se convirtió en referencia.

Nada más nacer y para cumplir con uno de sus objetivos fundacionales, Euskaltzaindia encargó a Arturo Campión y Pierre Broussain una ponencia sobre la unificación que no llegó a completarse, y en los años 40 tanto Federiko Krutwig -que proponía unificar el euskera tomando como base el labortano clásico- y Severo Altube presentaron a Euskaltzaindia sendas ponencias que no tuvieron mayor trascendencia práctica, al igual que ocurrió con el de Azkue.

El ambiente de los años 60, sin embargo, hizo que algunos precursores pasaran de la teoría a la práctica. Sorprende comprobar qué cerca está del actual euskera batua el poemaa publicado en 1960 por Gabriel Aresti, precoz y encendido antecesor del proceso que recibiría su bautizo oficial en Arantzazu ocho años más tarde. A principios de 1968, fue precisamente Aresti el autor de la propuesta de dedicar a la unificación de la lengua literaria el Congreso que Euskaltzaindia iba a celebrar en otoño en Arantzazu con motivo de su 50 cumpleaños.

No obstante, tanto el euskera unificado como las tensiones en torno al mismo ya estaban aflorando bastante antes del aniversario. En los años previos al mismo, Txillardegi había dirigido a Euskaltzaindia diversas propuestas en ese sentido, que la Academia consideró precipitado llevar más lejos. Txillardegi -para Lizundia, uno de los protagonistas de la unificación junto con Mitxelena y San Martín-, fue también uno de los principales motores de la Euskal Idazkaritza Elkartea constituida en Bayona en 1964. Más conocida como Baionako Idazkaritza, no sólo socializó la necesidad del euskera batua, sino que proporcionó las herramientas necesarias para utilizarlo, referidas a cuestiones como la declinación, el verbo, la ortografía o la lista de palabras que deberían llevar la de la discordia... La propuesta obtuvo una gran acogida en muchos ámbitos, siendo a juicio de no pocos el germen de lo que, cuatro años después, se puso en marcha en Arantzazu.

Para cuando se abrió el Congreso, cuya ponencia principal elaboró la autoridad que todos reconocían, Koldo Mitxelena, las posturas en torno a la unificación estaban bastante claras. Los escritores más jóvenes se habían posicionado claramente a favor, y también los resistentes al cambio mostraban sus credenciales. Tanto en las doce ponencias que se presentaron en Arantzazu como en los encendidos debates se advertían posiciones muy discrepantes, pero finalmente se acordó una declaración que algunos han considerado de mínimos, en la que Euskaltzaindia concluía que «a juicio de todos, la unificación nos es necesaria» y, reconocía que no era tarea que podía asumir en solitario «y menos aún que pueda hacer la inmediatamente». Así, y escogiendo «para comenzar, una vía media» sobre el tema más espinoso, el referido a utilización la la letra , se abrió oficialmente la puerta a un proceso que todavía no puede darse por cerrado.

nazurmendi

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