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LUIS HARANBURU ALTUNA
Sábado, 9 de mayo 2009, 04:58
Hay quien se ha quejado a cuenta del juramento de Patxi López como lehendakari por haberse referido a la ciudadanía y no al pueblo vasco, al tiempo que omitía la referencia a Dios. Lo cierto es que tanto con la omisión del nombre de Dios, como en la referencia a la ciudadanía el nuevo lehendakari ha puesto de manifiesto la profundidad del cambio operado en la cabeza de la principal institución vasca.
Al omitir el nombre de Dios, a quien no se ha de nombrar en vano, Patxi López ha puesto de relieve el carácter democrático de la institución que preside y circunscribe al ámbito de lo privado sus opciones religiosas. La secularización de la política es una conquista de la modernidad y la invocación a Dios tiene mal encaje cuando se trata de construir el relato secular y democrático de la política. El que los lehendakaris jeltzales hicieran en el pasado mención expresa a Dios es históricamente comprensible, pero en nada ayuda a explicitar el carácter democrático de sus mandatos. La ausencia de una referencia al pueblo vasco, es también una muestra del nuevo paradigma que de la mano del nuevo lehendakari se ha instaurado. Son, en efecto, los ciudadanos los protagonistas de la sociedad democrática y la referencia al pueblo no hace sino subordinar a las personas en aras de un pueblo de difusa formulación política.
La soberanía reside en la ciudadanía y no en un pueblo de difusos contornos. La Constitución española dice que la soberanía reside en el pueblo español y parece claro que dicho colectivo no es sino la suma de todos los ciudadanos españoles. En el caso vasco, sin embargo, el pueblo es una entidad más amplia que rebasa a la ciudadanía de la Comunidad Autónoma. Cuando en euskara decimos Euskal Herria, nos referimos a una entidad cultural que rebasa los límites geográficos de Euskadi. Las provincias hermanas del País Vasco francés e incluso Navarra forman parte de la Euskal Herria cultural, que en su día se expresaba en euskara, pero dicha entidad no existe ni a ha existido, jamás, en su calidad de comunidad política. Cuando Patxi López ha prometido respetar la ley ante los representantes de la ciudadanía, ha definido con claridad el ámbito de su competencia política, al tiempo que indicaba el carácter quimérico del presunto pueblo vasco, convertido por el nacionalismo en el sujeto de su ensoñación. El nacionalismo vasco ha confundido, interesadamente, el pueblo cultural que los vascos conformamos, con la comunidad política articulada en torno al Estatuto de Gernika y es muy sano el que desde el primer momento Patxi López haya despejado cualquier ambigüedad al respecto. Una cosa es la ciudadanía política y otra la pertenencia cultural. Muchos vascos nos sentimos identificados con la cultura tradicional de Zuberoa o Navarra y nos sentimos miembros activos de la comunidad euskaldun expandida en siete provincias, pero no por ello dejamos de asumir políticamente, la plural realidad histórica que ha devenido a ser nuestro pueblo.
La sociedad democrática se construye de abajo arriba y es en el ciudadano concreto, en la singular persona, desde donde arranca la soberanía genuina. La persona y el ciudadano no están al servicio de un supuesto pueblo atávico y mítico que encadena a los individuos y se convierte en oscura deidad que suplanta a las personas. La comunidad democrática la conforman los ciudadanos libres, mientras que el pueblo remite a la potestad comunitaria y a la servidumbre.
Se ha dicho, con razón, que el nacionalismo es una suerte de religión política y así lo atestiguan las recurrentes invocaciones al ser y al decidir; así como las liturgias civiles que son trasunto de ritos religiosos del pasado. Invocar al dios asimilado a la patria y apelar al pueblo, abstracción hecha de la ciudadanía, es para el nacionalismo un ejercicio político premoderno y romántico, que tiene difícil acomodo en la sociedad democrática que es la nuestra. Es por ello que el juramento de Patxi López nos parece apropiado, ya que responde a un nuevo modelo político que hace valer a la ciudadanía en detrimento del oscuro dios invocado en el nombre de pueblo.
El llamado conflicto vasco, se nutre fundamentalmente en la existencia entre nosotros de al menos dos paradigmas o modelos políticos que se articulan de forma contradictoria. Existe por un lado el modelo comunitario de los nacionalistas, que persigue la quimera de una nación conclusa, que hace abstracción de las personas reales que vivimos en Euskadi; y existe otro paradigma, que fundamentado en la igualdad y en la libertad de las personas singulares busca la convivencia y la articulación de una sociedad abierta. El viejo Lehendakari Ibarretxe representaba al paradigma basado en el pueblo soñado y el nuevo Lehendakari representa a la sociedad vasca real y abierta a la historia. Utilizando el viejo esquema agustiniano, cabría decir que el nacionalismo representa a la Ciudad de Dios con sus viejas querencias sagradas, mientras que las formaciones vascas que apoyan al nuevo Lehendakari representan a la Ciudad de los hombres emancipados de lo sagrado.
El pensador católico M. Gauchet, define a la sociedad democrática y moderna, como aquella donde la religión ha salido ya del ámbito de lo político, sin que por ello sus valores dejen de estar presentes en la conciencia secular. El humanismo sería la concreción de las virtudes, que el cristianismo ha secretado a los largo de la historia. El humanismo es hoy patrimonio común del pensamiento moderno y en el beben tanto el liberalismo político como el social. Con el juramento de Gernika, Patxi López ha puesto de relieve el nuevo proyecto de sociedad vasca liberada de ancestrales querencias y abierta a seculares expectativas. Una sociedad liberada de sus viejas religaciones, es una sociedad secular y humanista donde las mejores virtudes cristianas se han encarnado en su secular proyecto.
Mas allá del disgusto actual y de las desabridas maneras de abandonar las poltronas política, es urgente, para la sociedad vasca, el recuperar a un nacionalismo democrático inspirado en ideales humanistas al modo de José Antonio Aguirre y Ajuariaguerra. La deriva pre-democrática y pre-moderna del nacionalismo vigente durante el mandato de Ibarretxe, solo es explicable por la emulación del radicalismo del MLNV por parte del nacionalismo institucional. Revindicar la quimera, le ha supuesto al PNV la perdida de la centralidad política y ello se ha traducido en la salida del Gobierno Vasco.
Un nacionalismo enraizado en las virtudes democráticas y libre de adherencias sacrales es hoy indispensable para la salud política de Euskadi, de su recuperación depende la instauración de un tiempo nuevo donde la alternancia y la cohabitación política sean norma. El MLNV se ha convertido en la rémora de todo el nacionalismo vasco y finalmente ha acabado por hipotecar su futuro. Es deseable que liberado de la impronta radical de quienes persisten en las antiguallas ideológicas gratas a ETA, el PNV se reconvierta en el partido de Agirre, Ajuariaguerra, Ardanza e Imaz que supo atenerse a la realidad histórica y a la complejidad de la sociedad vasca. Bajo el árbol de Gernika han sonado nuevos aires y se han dicho palabras nuevas, es de esperar que, con generosidad e inteligencia, el nuevo Lehendakari sepa guiar a la sociedad vasca hacia nuevas metas y nuevos compromisos. Iparragirre lo predijo, cuando bajo el mismo árbol dijo aquello de «Eman eta zabal zazu».
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