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VICENTE CARRIÓN ARREGUI PROFESOR DE FILOSOFÍA
Domingo, 13 de septiembre 2009, 05:29
Leo en estos primeros días de septiembre dos noticias fechadas en Vitoria y en Donostia que dan cuenta de esa maldición diaria referida al maltrato femenino. Y me estremece un detalle, no sé si más o menos casual: la corta edad de los maltratadores. 21, 25, 26 y 21 años tienen cuatro de los cinco detenidos en Vitoria el pasado día 1 de septiembre, 25 el detenido en la madrugada del día 7 en Donostia. ¿Casualidad? Pudiera ser, pero sospecho que estamos ante una evidencia: el discurso que atribuía la violencia masculina al tradicional machismo rancio y cateto de quienes no habían sabido adaptarse a los tiempos del divorcio, la democracia y la igualdad de la mujer, ya no es suficiente para explicarnos cómo pueden actuar así estos individuos que hace unos pocos años todavía cursaban la ESO.
Sí, estos jóvenes recién detenidos probablemente llevaban gorra, pendientes, pantalones caídos y deportivas anchas. Nada que ver con la imagen del clásico cazurro analfabeto. Hablamos de chavales guays, con auriculares en la oreja, escolarizados hasta los dieciséis años por lo menos, convencidos de que el mundo está rendido a sus pies, habitantes de lonjas, clientes de comida rápida, bebedores de botellón y consumidores de porros que ellos pueden dejar cuando quieran, como explican a sus madres cuando éstas les echan la bronca, pues pocas veces hay un padre a mano. Chicos rápidos a la hora de exigir sus derechos, hábiles discutidores a veces en las clases de ética, educación ético-cívica o educación para la ciudadanía o como quieran llamarse esos momentos educativos en donde se explica, se lee, se reflexiona y se discute sobre la violencia de género, la terrorista, la de bandas, hooligans o neonazis. Y la pregunta es obvia: ¿De qué ha servido, para qué sirven tales ocupaciones didácticas? ¿Está el sistema educativo ayudando a nuestros jóvenes a controlar sus impulsos, a comprender que merece la pena el esfuerzo de intentarlo antes de que llegue el desastre?
Evitaré la tentación de exculpar a la escuela de su responsabilidad aun sabiendo lo poco que podemos hacer los profesores en muchos casos en que la desestructuración familiar o psicológica, la nefasta influencia de los medios de comunicación, el consumismo idiota de marcas, gasto irresponsable, móviles y otras maquinitas, la marginación social, la excesiva permisividad de los mayores y tantas otras frustraciones de la vida cotidiana nos hacen impotentes para que el chaval o la chavala comprenda que lo que ofrecemos en clase puede ayudarle, y mucho, a vivir mejor, a ser más dueño de sus decisiones y de su vida.
Aun a riesgo de tirar piedras contra mi propio tejado, quiero insistir en la enorme responsabilidad docente respecto a la educación ciudadana. Igual que los sanitarios han de hacer todo lo posible por la salud de sus pacientes aun sabiendo que ésta no depende completamente de ellos, creo que a los profesores nos pagan por hacer todo lo posible por transmitir a los alumnos el gusto por las cosas bien hechas, en general, pero muy en primer plano por el valor de la convivencia amable y respetuosa entre mayores, menores e iguales. Y ello no se refiere únicamente al tiempo de clase. Pasillos, comedores, patios, recreos, entradas y salidas del centro son muchas veces escenario principal de todo tipo de conflictos (acoso, peleas, consumos tóxicos de chuches y otras drogas, etcétera) de los que no podemos desentendernos los profesores digan lo que digan los convenios, los sindicatos o la decimonónica idea de la responsabilidad docente que tengan todavía algunos.
Más allá de las estériles polémicas propiciadas en su día por la Iglesia y el PP, los profesores de Filosofía y de Educación para la Ciudadanía estamos curricularmente obligados a desarrollar en clase los temas referidos a Derechos Humanos, escalas de valores, pluralismo cultural, sexual, ideológico y demás, pero no creo que sea una tarea exclusiva, ni mucho menos. Sería hora de revalorizar para la acción el concepto de , uno de esos palabros que se ha hecho repulsivo por abuso de la jerga psicopedagógica en las diversas reformas educativas. Especialmente los profesores de Ciencias Sociales y Lenguas, todo el día a vueltas con textos y comentarios, tenemos al alcance de la mano el abordar en profundidad el tema de la violencia, esa pulsión tan característica de los humanos por la que estropeamos todo por las ganas y prisas que teníamos de arreglarlo. También aplicando las TIC (Tecnologías de la Información y de la Comunicación) tenemos la posibilidad de ayudar a los jóvenes a desentrañar toda esa carga de mensajes implícitos en la publicidad, el cine, internet y las teleseries de culto. Pero también la Estadística, la Física o las Ciencias Naturales son susceptibles de atender en sus problemas y ejercicios al tema del control de los impulsos y de la agresividad con que mucha gente afronta las contrariedades, incluida la protagonista de , esa novela sorprendentemente ejemplarizada por el Consejo del Poder Judicial.
No pretendo dar lecciones a nadie ni hacerme el original: en el acuerdo suscrito entre las consejerías de Educación y de Sanidad del Gobierno Vasco hace más de ¡diez! años para impulsar el Plan de Educación Afectivo-Sexual en ¡todos! los centros escolares de la Comunidad ya se hablaba de todo esto pero me temo que ha quedado en agua de borrajas.
Espero que no ocurra lo mismo con el Plan de Educación para la Paz que están alumbrando no ya dos sino ¡cuatro! Consejerías en lo que es de temer un parto largo y complejo. Por eso, desde aquí, animo a la comunidad escolar a fomentar todo tipo de iniciativas educativas orientadas a reducir, limitar y controlar todo tipo de acciones violentas, racistas, machistas o etnicistas así como su justificación ideológica o emocional. Si nos lo proponemos, no necesitamos permiso parlamentario para ello.
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