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ALBERTO MOYANO
Lunes, 19 de octubre 2009, 11:39
En (Editorial Huacanamo), Karmelo C. Iribarren (Donostia, 1959) reúne medio centenar de poemas en los que se mantiene fiel a su estilo directo, conciso y alejado de las florituras. Autor de obras como (1993), (1995), (1999) o la integral (2005), Iribarren es desde hace tiempo una referencia en el ámbito de la poesía contemporánea y ha realizado lecturas de su obra por todo el país. Su nombre figura en numerosas antologías y recopilaciones, mientras su obra se extiende entre los lectores mediante el procedimiento boca/oreja.
- En los últimos tiempos, publica un libro por año. ¿Se ha vuelto más prolífico o es que crece entre las editoriales el interés por su obra?
- Bueno, lo que sucede es que con los años empiezan las recopilaciones -poesías completas, antologías varias...- y eso engorda la nómina de títulos. Yo he publicado en total doce libros, que pronto serán trece, porque hay uno a punto de entrar en imprenta. Es un libro de poemas para niños, que saldrá en diciembre o por ahí. Y sí, a ciertos editores les interesa lo que hago. Es lógico, supongo, son años ya dándole a la tecla.
- ¿Existe en el ámbito de la poesía eso que se llama éxito literario?
- Sí, pero hablamos de un éxito relativo, claro..., la poesía tiene un público minoritario, nada que ver con la novela, por ejemplo. Ahora bien, salvo en casos puntuales -Gil de Biedma, Ángel González...-, el éxito en poesía tiene que ver mucho, o todo, con ciertas afinidades... Hay que reunir o cumplir determinados requisitos, estar en las listas, dar el perfil, que dicen ahora... Ser buen chico, o chica... Si no es el caso, sólo te queda ahondar en el divino fracaso... Ahí tienes, un pareado con Cansinos al fondo.
- 'Atravesando la noche' reúne medio centenar de poemas escritos en los últimos años. ¿Qué criterios aplica para realizar la selección?
- Una cierta coherencia de tonos y temas, que en mi caso no es difícil, porque toda mi poesía es casi o sin casi una etopeya, esto es, la descripción de un carácter, de un personaje que ve pasar la vida y lo cuenta, desde lo más nimio en apariencia a lo más trascendente; a veces, por cierto, estos términos se confunden, como en la vida misma.
- Su poesía aprovecha materiales que rara vez aparecen en la literatura: escenas de madres con sus hijos, los ancianos en el parque. ¿Es algo buscado o se trata de algo parecido a un instinto?
- Entre «Los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa» y «Lo que pasa en la calle», como Machado me quedo con esto último, que está mucho más cerca de la poesía, aunque parezca menos literario; lo otro, más que una pedantería, es lisa y llanamente una gilipollez. Eso en el plano formal. Y luego, bueno, es que yo, como W. Carlos. W. , creo que las ideas están en las cosas, en lo que sucede, al menos las que a mí me interesan, las que quiero transmitir... Están ahí mismo, al cabo de la calle, moviéndose, llamándome... Son reales, no sustancia psíquica indefinible, aunque esto último sea lo que produce en parte la lectura de un poema.
- También introduce abundantes referencias a geografías urbanas de San Sebastián -el Buen Pastor, el Hotel Londres, la isla de Santa Clara, el Urumea.- ¿Qué papel juegan estas localizaciones?
- Nací en Donosti y vivo en Donosti, es lógico que aparezcan rincones o lugares de la ciudad. Pero en los títulos las referencias sirven además para completar el poema, para hacerlo más real, más vivo. Es, podríamos decirlo así, el lugar donde suceden los hechos
- Comentaba en una entrevista de hace años que el bar era el territorio de su obra. ¿Sigue siendo un buen lugar desde el que observar la vida?
- Sin duda, sólo que la mirada ha cambiado. Ahora el personaje no lleva el peso de la acción, es más un espectador que mira y levanta acta de lo que ve: una mujer sola, otra que ya no está, tipos a los que la vida les ha pasado de largo y ni se inmutan... Los bares son el corazón, los latidos, el alma de las ciudades. «Akerbeltz, Etxekalte, Ensanche, Lanbroa, Hamabost, Nido... Presente, viva historia: cuánto Donosti en la memoria».
- Aunque sus versos no tienen rima, sí que tienen un ritmo muy personal, que de alguna forma se ha convertido en sello de la casa.
- En los poemas se dan a la vez dos ritmos, el lingüístico o sintáctico, y el métrico o del verso, esto es, el clásico. En mi caso -si bien preponderando el primero- se entrecruzan, porque escribo en verso libre -que es el menos libre de todos los versos, por cierto-. De ahí ese ritmo peculiar, que es casi la huella dactilar del poeta. Yo utilizo mucho además una especie de rima interna irregular, siempre asonante, que hace que el poema se deslice produciendo una música característica. Los acentos, ahí está el quid. Todo esto, claro, el lector no tiene por qué percibirlo.
- También es una característica suya, acentuada en los últimos tiempos, esa mirada como distanciada sobre la realidad.
- Sí, sucede un poco lo que he dicho ahí arriba, antes era el protagonista, ahora estoy más cerca del espectador. Es la vida.
- En muchos de estos poemas, está presente de forma más o menos explícita la sensación de amenaza. ¿De donde procede? ¿Quizás esa amenaza permanente y difusa forma parte de la vida?
- Creo que sí, que es como dices. Lo efímero, lo frágil que es todo, el vértigo que produce el paso del tiempo a nada que te pares -nada recomendable- a pensarlo un poco, todo eso junto produce una sensación de provisionalidad, de inminencia, de amenaza latente, insoslayable... a la que es imposible sustraerse.
- ¿A qué responde que sus poemas se hayan hecho cada vez más afilados?
- Siempre he sido bastante epigramático: poemas breves, afilados, como bien dices, en los que la reflexión se desprende del cierre, que suele ser muchas veces mate, anticlimático. Es la poesía que me gusta, directa, sin retórica hueca, al grano. De ahí ese despojamiento, esa falta de adjetivación, esa desnudez... Mis poemas no pretenden que la gente se quede en babia, mirando al techo, pensando qué querrá decir... Mis poemas buscan que la gente piense en lo que digo, y sienta, y se ría, o llore... Yo me la juego en cada texto, no me escondo, ni detrás del artificio enrevesado y falaz, ni detrás de la vaguedad pseudo-poética... Tendré que recordarme aquellos versos de Bartrina: «Si quieres ser feliz, como me dices, no analices, muchacho, no analices». Es que funciono por elipsis, escribo el poema y luego voy quitando todo lo que puedo, hasta dejar sólo el esqueleto, el corazón de la anécdota.... Pero eso sí, duro, de bronce, perdurable, como quería Homero.
- ¿Le anima el mismo impulso a escribir que cuando empezó?
- Recuerdo, allá por el año 76, la mañana que me compré, de Jaime Gil, en la librería Lagun. Fue uno de los acontecimientos de mi vida. Me fui a casa y empecé a leer y no paré, de hecho no he parado... Yo quería hacer aquello, escribir así... Luego el tiempo me puso en mi lugar, obviamente. Aquella fuerza, aquel impulso de entonces, ha desaparecido... Es normal. Pero sigo escribiendo. Es casi una adicción. Que tiemblen mis enemigos.
- En todo caso, pocos escritores permanecen tan fieles a su universo literario a lo largo del tiempo. En su caso, ¿por qué es así?
- Porque, aunque estemos hablando de poesía, de literatura, para mí la autenticidad es fundamental, un sello o marca de la casa. Si yo ahora me pusiese a hacer florituras líricas, eso se quebraría, y lo peor es que yo mismo me estaría traicionando. Yo quiero que el lector vea, sienta en lo que escribo una verdad, la mía, que puede ser o no compartida, claro, eso es otra cosa. Mi mundo literario es en realidad el mundo real, visto desde muchos ángulos, acercando la lupa aquí, o mirando con cierta displicencia más allá. La ciudad, el tráfago humano, el sentimental... Por ahí me muevo yo, doblando esquinas, como una sombra...
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