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KEPA AULESTIA
Sábado, 12 de diciembre 2009, 03:14
La situación en la que se encuentra Aminatu Haidar ha hecho aflorar contradicciones que afectan a las relaciones internacionales, a la legalidad, a la moral solidaria y, cómo no, al proceder de la propia activista. Haidar es la primera responsable de la decisión que tomó de declararse en huelga de hambre. Las autoridades marroquíes la expulsaron de su territorio de una forma que cuestiona radicalmente la naturaleza democrática del régimen alauí. Pero ni siquiera tan autoritaria arbitrariedad permite a Haidar traspasar a Rabat la responsabilidad sobre las consecuencias de su ayuno. Sencillamente porque pudo adoptar cualquier otra determinación ante el atropello sufrido. Sus manifestaciones públicas resultan conmovedoras dado el estado de debilidad en que se encuentra debido a una huelga de hambre que se acerca al mes de duración. Pero el contenido de las mismas hubiese sido igual de respetable -o igual de criticable- si ingiriera alimentos.
El resuelto anuncio de que regresará a El Aaiún «viva o muerta» no debería ser sacralizado, sin más, como muestra de una entereza personal llevada al límite. Porque la frase también podría considerarse absurda -nadie regresa de la muerte- e incluso inviable -es poco probable que Rabat se aviniese a repatriar el cadáver de alguien a quien no ha permitido regresar en vida a su casa-. Su negativa a la supervisión forense de su estado de salud, y su radical oposición a que llegado el caso se fuerce judicialmente su alimentación no deberían confundirse con los derechos de un paciente afectado por un mal irreversible y de diagnóstico fatal. La huelga de hambre es un acto de voluntad reversible que siempre tiene un final: la muerte, o la componenda bendecida por el alivio general porque se evite la muerte. El reverencial respeto que ha merecido la actitud de Haidar tampoco puede acabar censurando las voces de quienes pueden pedirle, también con respeto, que deje ya la huelga de hambre. Solicitud que en ningún caso supondría violentar su libre albedrío, y que podría estar en la base de una eventual resolución judicial. Puesto que hay un bien superior en juego: el de su propia vida, de la que Aminatu Haidar es titular, pero de cuya defensa no puede hacer dejación el Estado de derecho.
El testimonio de Haidar ha vuelto a mostrar la corriente de simpatía que genera la causa saharaui. Aunque hay algo singular en esta compasión virtual hacia los habitantes del desierto; como si desde hace años dicha causa se hubiese convertido en reserva indiscutible para una práctica solidaria que concita las motivaciones más diversas. En la sociedad española persiste una especial atracción hacia quienes habitan poblados que, distantes entre sí, emulan al sur de Argelia las provincias originarias del Sahara Occidental. El reiterado incumplimiento de las bienintencionadas resoluciones de la ONU para la libre determinación del Sahara se debe tanto a la cerrazón marroquí, a la imposibilidad de acordar el censo de quienes tendrían derecho al voto en un referéndum, como a la manifiesta falta de interés de las potencias más relevantes en forzar una solución que conduzca al traslado de la llamada «República Árabe Saharaui Democrática» de Tinduf a la franja atlántica. El paso del tiempo no favorece tal solución, y por eso mismo resta también crédito a la eventualidad de que al suroeste de Marruecos pudiera constituirse un régimen de autogobierno real para los saharauis. Todo apunta a que los refugiados en el sur argelino continuarán allí con la ayuda de una cooperación incesante, que se vuelve muy limitada al actuar sobre tan inmenso secarral. Se trata de una situación sin salida real en el plano de la geopolítica y frente al amplio consenso que en Marruecos existe en relación a la soberanía sobre el Sahara Occidental.
Por todo eso merecería la pena hablar más claro sobre el futuro de los saharauis. Porque no hay relato más insolidario que el de la mentira piadosa. Nosotros podemos, confortablemente, desear que los originarios y oriundos del Sahara Occidental consigan lo imposible. Lo podemos desear además en la seguridad de que el Polisario no volverá a tomar las armas contra Marruecos. Pero resulta moralmente cuestionable que pretendamos alimentar el sueño de la tierra sin mal entre los pobladores del secarral de Tinduf. Podemos ejercer de verdaderos republicanos tratando de que el Rey Juan Carlos se involucre más allá de lo que establece la propia Constitución para interceder ante Mohamed VI. Incluso podemos formar un coro de voces anunciando que Marruecos «tendrá que ceder», con la irresponsabilidad de que a nosotros no nos va a pasar nada a causa de semejante bravata. El desistimiento forma parte del tabú de los privilegiados. Pero no nos engañemos en aquello de lo que Aminatu Haidar debe ser perfectamente consciente: las presiones sobre Marruecos, incluidas las estadounidenses, sólo pueden aspirar a una solución de compromiso y a un control menos escandaloso del activismo afín al Polisario en el territorio del Sahara Occidental. En el mejor de los casos, no cabe esperar nada más.
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