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POLÍTICA

Y a ellos, ¿quién los juzga?

Poco cabe esperar del correcto funcionamiento del Estado de Derecho, mientras el órgano que gobierna a los jueces siga en este lastimoso estado

JOSÉ LUIS ZUBIZARRETA

Domingo, 31 de enero 2010, 04:43

La presidente de la sala que juzga a Otegi por enaltecimiento del terrorismo -la magistrada Ángela Murillo- está demostrando un desparpajo verbal muy poco común en el desempeño de su oficio. A cualquiera que esté siguiendo el juicio no hará falta recordarle el contexto exacto en que la juez ha pronunciado frases tan poco habituales en procesos judiciales como «la sala no ha entendido ni papa», «por mí, como si quiere beber vino», «hombre, si fuera El Quijote..., pero para ese poquito...», «ya sabía yo que no me iba a contestar» y otras de parecido tenor. Tan graciosa está siendo la señora magistrada, y tan simpática parece estar cayendo a mucha gente, que un grupo de divertidos internautas le ha creado en la red un club de fans para que la jaleen.

A mí, en cambio, el comportamiento de la juez, junto con el desarrollo general de la vista, me parece deplorable. Flaco favor hacen, en efecto, a la consolidación del Estado de Derecho en esta parte del país en que tan debilitado se encuentra unas ocurrencias judiciales que, más que en un tribunal de justicia, encontrarían su contexto más apropiado en una pista de circo.

Y, si algunas de ellas pudieran ser atribuibles al personal carácter jocoso de la magistrada y resultar, en esa medida, excusables, otras denotan tales dosis de prejuicio, en el sentido literal del término, que podrían poner en entredicho la imparcialidad de todo proceso. ¿A qué viene, por ejemplo, el exabrupto del «ya sabía yo» sino a fomentar la sospecha de que, independientemente de lo que diga o calle el procesado, el tribunal tiene ya prejuzgada la sentencia que se propone dictar?

El problema se torna aún más grave por no ser aislado. Asistimos estos días a otro proceso -conocido como caso Egunkaria- en el que los dislates procedimentales, por no entrar en las cuestiones de fondo, han comenzado a rebasar los límites de lo escandaloso.

Resulta ahora que buena parte de los documentos en que se basa la acusación estaba mutilada o tergiversada por el traductor, hasta el punto de quedar el sentido de los textos radicalmente pervertido. Del hecho nadie, al parecer, se había percatado en los siete años que el caso lleva rodando por las salas de la Audiencia Nacional, desde el inicio de la instrucción hasta la apertura de la vista oral.

En otro nivel, y entrando ya en interpretaciones de orden más subjetivo, llama la atención la bajísima calidad de algunos autos judiciales que, como el más reciente del juez Garzón, sirven para procesar a ocho ciudadanos por nada menos que el delito de integración en banda armada. No es sólo -que también- la desidia que se percibe en una redacción a duras penas inteligible por la falta general de sintaxis y el abuso o el mal uso de gerundios que, faltos, como por su naturaleza están, de concordancia de género y número, buscan al buen tuntún un referente al que vincularse, a costa del significado preciso que -es de suponer- pretendían transmitir.

Es además, y sobre todo, la debilidad de unos razonamientos que, o bien no justifican en absoluto la grave decisión del procesamiento, o bien conducirían, si se siguieran las reglas de la lógica, a la conclusión exactamente contraria a la que de hecho se llega en el auto.

Son los de arriba tres casos traídos a colación por su candente actualidad. A ellos podrían añadirse otros más antiguos y ya casi olvidados, como, por mencionar solo uno, el zigzagueante proceso judicial que persiguió a De Juana Chaos desde su prevista puesta en libertad hasta que de hecho abandonó la cárcel.

De todos ellos podrá concluir quien sea proclive a dudar del correcto funcionamiento del Estado de Derecho en nuestro país que, por lo que se refiere a la lucha contra el terrorismo, todo vale, y no sólo en el terreno policial, sino incluso en el judicial. Por el contrario, muy crudo lo tendrá para llevarle la contraria quien se resista a aceptar esa duda.

Porque, al haberse convertido la ligereza, la desidia y la falta de rigor en norma de buena parte de los procesos que se siguen en el campo de la lucha antiterrorista y sus aledaños, pocos y difíciles de encontrar serán los argumentos de los que el ciudadano virtuoso pueda echar mano para mantenerse firme en sus convicciones.

Alguien debe poner remedio a esta lastimosa situación. Pero es precisamente ahí, en la función de vigilar al vigilante, donde el escepticismo se torna desesperanza. No hace falta, en efecto, más que echar una mirada al deplorable estado en que se encuentra el órgano encargado de gobernar a los jueces para perder cualquier residuo de confianza en que exista hoy por hoy ese alguien que esté dispuesto a asumir la amarga responsabilidad de controlar y corregir.

Y «esperar contra toda esperanza» es algo que Pablo podía exigir del cristiano común, pero que nadie puede atreverse a pedir ni al más virtuoso de los ciudadanos.

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