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El éxito a tientas
Cinco historias de superación

El éxito a tientas

«Soy absolutamente feliz, no cambiaría nada por recobrar la vista. No sigo los avances médicos», clama el esquiador paralímpico Jon Santacana

FRANCISCO APAOLAZA , DIARIOVASCO.COM

Viernes, 1 de noviembre 2013, 12:44

Nació en uno de los inviernos más duros de la historia de España, pocos días antes de que se rindiera Teruel.Algo bueno tuvo aquel diciembre de 1938 en el que el gobierno de Burgos, en plena Guerra Civil, dio cobertura a las distintas asociaciones de invidentes que buscaban un futuro digno para los que vivían a oscuras. Los cupones Pro-Ciegos (así se llamaban) tenían solo tres cifras.Con el tiempo, sobre todo en los años 80, debajo de las siglas de la ONCE fue creciendo una ambiciosa organización, una estructura única en el mundo y que acompaña a los discapacitados visuales y a los ciegos de todos los estratos sociales. Este año han laureado esa trayectoria de 75 años con el premio Príncipe de Asturias de la Concordia, un galardón que recibió el 25 de octubre. La ilusión de cada día no es solo la de los millones de personas que compran el cupón. Detrás están los 3.500 españoles que cada año se afilian a la ONCE para hacer frente a las tinieblas: los ciegos y aquellos que han perdido al menos un 90% de la vista, que no pueden leer ni siquiera con las gafas más potentes. Ellos lo tienen un poco más difícil que los demás, pero en este mar de biografías hay más victorias que derrotas. No sientan lástima; lo aborrecen. Estas son cinco historias de dignidad, esfuerzo y determinación; cinco historias luminosas de los que alcanzaron el éxito a tientas.

Manuel López

Rector de la Universidad de Zaragoza

Una vida entre lupas y lentes para poder leer

Hace un par de semanas, este hombre estuvo en el foco de los informativos. Manuel Pérez López (Melilla, 1946) había suspendido la apertura del curso de la Universidad de Zaragoza con el ministro José Ignacio Wert para evitar posibles incidentes. Al verlo andar por los pasillos, nadie diría que el rector no ve más que el 2,5% de un ojo y que del otro es ciego. Puede moverse sin bastón ni perro. «Mi familia siempre me animó a estudiar». Les hizo caso: ha empollado mucho. En la facultad de Farmacia de la Complutense se echó novia, Merche, que es hoy su mujer y la madre de sus cuatro hijos. Entre los apuntes de uno y de otro, terminó la carrera con honores. Siempre se sentaba en primera fila, pero ni con esas era capaz de discernir las fórmulas de la pizarra. «Sabían que era cegatón, pero no me hacían bromas porque no llamaba la atención».

Con el tiempo fue él quien se subía al estrado como catedrático de Bioquímica y Biología Molecular, una profesión que sigue ejerciendo cuando no gobierna una institución con más de 30.000 estudiantes. «Les aviso a los alumnos de que si me los cruzo por los pasillos, es muy probable que no les salude, porque no les veo, claro. Para cuidar los exámenes necesito a un colaborador, pues saben que conmigo solo, pueden copiar lo que quieran», bromea.

Ver poco, más bien casi nada, es un obstáculo para alguien que pasa la mayor parte del día leyendo informes, cartas, propuestas, actas, exámenes y estudios científicos. El rector, que perdió la visión por una atrofia hereditaria del nervio óptico, utiliza pantallas que aumentan las letras, monitores de alta resolución, pequeñas lupas (en la fotografía de abajo) que multiplican por diez el tamaño de las imágenes y gafas de cinco aumentos con las que él no es capaz de descifrar las letras del periódico. «He pasado la vida leyendo sin ver, pero he recibido muchas ayudas instrumentales de la ONCE», agradece.

Tony Romero

Músico de Chambao

El teclado de Casio y las canciones de Camarón

A los 5 años perdió la vista de un ojo por un glaucoma y a los 9, la del otro por un desprendimiento de retina, aunque la efeméride más importante del Tony Romero niño (Málaga, 1973) fue aquel día que, estando en el hospital, mientras aún contaba las horas para recuperar algo de luz, su padre le regaló un teclado infantil de marca Casio con el que se ha entretenido el resto de su vida. Era uno de aquellos pequeños instrumentos que se tocaba con una mano. Palpó las teclillas, sacó las melodías de Camarón para su madre «imagínate cómo sonaba eso» y así se fraguó uno de los mejores músicos que hay en España. Tony acaricia a Una, su labradora guía, y recuerda que llegó un momento en el que dejó de esperar un milagro que le devolviera la vista, y así se convirtió en arreglista, productor y teclista de Chambao.

Con 13 años, en su casa de Málaga, empezó a tocar el piano y a estudiar solfeo. La música era ya algo serio, pero todavía no sabía hasta qué punto. A los 15 fundó un grupo propio (Hasta el final) y hoy, con 39, trabaja con artistas de la talla de Raimundo Amador. No cree que la ceguera le haya afectado a su carrera, si acaso le molesta la dificultad para manejar un buen programa de edición informática que pueda controlar él mismo. De momento, cuando graba, tiene que contar con la ayuda de otra persona.

A cambio de la luz, Tony tuvo otros regalos. «Veo la música». En un alarde de cierta sinestesia (la facultad que tienen algunas personas para mezclar la percepción de sonidos, colores y formas), Romero visualiza los tonos y escucha imaginando formas. Y viceversa. «Es un poco difícil de explicar». Casi todo es complejo de compartir entre alguien que no ve y otro que sí.Son escalas distintas, pero pongamos que cada nota tiene un color. «El Do es amarillo» y cada sonido se trasforma en gráficos y texturas. «El bombo es negro o pardo. Los platos tienen color plateado y la guitarra eléctrica se ve en líneas que varían de color y texturas». ¿Y Lamari de Chambao, de qué color es? «Entre rojo y burdeos». Uno de sus proyectos es crear, con la ayuda de un equipo de ingenieros, un programa informático para plasmar sus sensaciones.

Vicente Campos

Empresario

Separado, ciego y sin una perra

A Vicente Campos (Valencia, 1965) le vinieron todas juntas. La vida le hizo un tres por uno: perdió el trabajo, el dinero y la vista. Tenía 32 años (de aquello hace quince) y su empresa de distribución de alimentos, con la que trabajaba en Mercavalencia, saltó por los aires por un impago derivado de una sociedad del grupo Rumasa. Se quedó con una mano delante y otra detrás, y para completar el panorama entró a formar parte del grupo de los que se quedan a oscuras por culpa del síndrome de Beçhet o de la ruta de la seda, una enfermedad rara que origina hemorragias en las partes blandas del cuerpo. A él le destrozó la vista. «Me vi separado, ciego y sin una perra».

Vicente, como todos los que participan en este reportaje, atravesó un mal momento, después se recuperó y llegó mucho más allá de lo esperado. Puso un pie en la cara luminosa de la luna cuando José María Lluch, encargado de compras de Mercadona, le llamó para que moviera la carne de vacuno extranjero. «Eso me salvó». Vicente no veía, pero no había perdido el olfato para los negocios. Actualmente, se dedica a representar a mataderos extranjeros y abastece a grandes cadenas de alimentación. También tiene una empresa de explotación de naranjas y uvas en Valencia, otra que nutre a importantes cadenas de restauración (distribuye 300 toneladas de carne por semana) y una asesoría fiscal, contable y jurídica. El año pasado dejó dos restaurantes por falta de tiempo.

Ahora nadie se extraña cuando aparece con su perro (la labradora Eashta murió hace dos años) o su bastón en las reuniones de negocios. «Ni se lo preguntan». En otros tiempos las cosas fueron más difíciles, pero ya han pasado. «La mayor parte de los días no me planteo si soy ciego o no. Sencillamente hago las cosas y no lo vivo como un problema». A veces, dice, es mejor. «Enfoco las cosas de otra manera, creo que puedo hacer más desde que no veo; ahora me concentro mejor y pienso de otra forma». Su última apuesta es COMO Natural Food (@comofood), una nueva empresa de procesamiento de vegetales, caldos y frutas sin aditivos, y participa en la creación de un sello nacional de carne con los mayoristas Martínez Loriente.

Marta Estrada

Escritora

La novela de Julio Verne que le leyó su padre

Marta Estrada (Espluges de Llobregat, Barcelona, 1967) comenzó a leer cuando se quedó ciega. Paradojas de lavida. Quizás porque había perdido la vista de un ojo y en el otro sufría una miopía terrible. Los libros le atraparon cuando con 11 años se hizo la oscuridad. Joan, su padre, que era un mecánico cargado de horas extras y no tenía mucho tiempo de meterse en novelerías, se sentó a su lado y comenzó a recitar las palabras de La vuelta al mundo en 80 días, de Julio Verne. «Quizás sin darse cuenta me estaba descubriendo un universo. La literatura me abrió muchos mundos». El regalo fue inmenso. Durante años compartieron aquel momento íntimo de la lectura en casa, en el campo, en cualquier lado. Los dos, a su manera, habían entrado en los libros juntos. Estrada aún recuerda el impacto que le produjo Éxodo, de León Uris, que ha revisitado con frecuencia. «Mi padre me leía historias de adultos y eso creaba situaciones graciosas. Creo que le puse en algún aprieto con mis preguntas de niña», rememora con cariño.

Con el tiempo aquella costumbre se fue apagando. Joan murió hace dos años, pero Clara seguía enganchada al vicio de escribir y leer: 35 años después de aquella novela de aventuras de Julio Verne, Marta ha publicado su primer libro, El refugio de Clara (Destino), la historia de una mujer maltratada que termina guareciéndose en la cabaña de un hombre sordo. «No es autobiográfico, pero supongo que lo tiene todo de mí», explica. Y es que al tiempo que visitaba nuevos universos a través de los balcones de la literatura, comenzó a crear los suyos propios. «Leo e imagino todas las descripciones.Recuerdo proporciones, formas, colores y paisajes».

Cuando terminó el original, lo mandó a varias editoriales y a los amigos. Los segundos quedaron encantados y las editoriales, lo de siempre. Todas menos una. Una amiga le había entregado el ejemplar de El refugio de Clara a un ejecutivo de Destino, que se lo dio a su vez a un lector y la suite de la historia ya se conoce. «Me dicen que se vende muy bien».

Su profesión, en cambio, está en otra parte. Es muy difícil vivir de lo que se escribe, aunque en sus primeros años de actividad laboral en la ONCE, Marta trasladó a muchos ciegos al mundo infinito de las letras. Trabajaba como instructora de lectura Braille. Hoy en día vende cupones en un quiosco en la calle de Sant Pere de Ribes, cuarenta kilómetros al sur de Barcelona, frente a una pastelería que la vuelve «loca». De momento, no va a contar otra historia. Tiene «demasiadas ideas» en la cabeza.

Carlos Cazallas

Inspector de la CNMV

El hombre que controla a los bancos

Carlos Cazallas (Viso del Marqués,Ciudad Real, 1980) siempre quiso ser financiero, pero se le nubló la vista cuando le detectaron un problema médico con 7 años.A los 20, la perdió de manera definitiva. Para ese momento ya sabía que sería economista, estudiaba en la Universidad Complutense de Madrid. También «sabía que podía tener dificultades a la hora de encontrar un empleo». Hoy en día sigue pensando que a igualdad de formación, aunque todo depende de quién contrate, la mayoría de los empresarios le darían la plaza al que ve. Él probó suerte en la empresa privada en distintas compañías, pero su despegue llegó en 2009, cuando hizo la apuesta de su vida y opositó a un puesto técnico en la ComisiónNacional del Mercado de Valores. No ve lo que se le cruza por la calle, pero en horario laboral vigila las operaciones bursátiles de bancos y entidades financieras en España.

«Sabía que no lo iba a tener fácil, sobre todo por la tecnología».En el mundo de las finanzas, Cazallas casado y sin hijos precisa que lo importante es que las aplicaciones que usa el trabajador ciego (además del software JAWS, que lee lo que figura en la pantalla y que utilizan la mayoría de los deficientes visuales) sean accesibles para ellos. «La informática puede resultar una gran ayuda o una enorme barrera».

Jon Santacana

Esquiador paralímpico

Excursiones a la nieve en la autocaravana

He aquí dos hombres que se tiran por una pista de esquí a velocidades mayores de lo que puede concebir la adrenalina. El de delante se llama Miguel Galindo y ve como cualquiera.Aprecia las banderas que tiene que salvar, el desnivel de cada punto, los matices de la calidad de la nieve que tienen que pisar sus esquís. Atrás, a unos metros, vuela otro hombre ajeno a la blancura cegadora de la pista. Se llama Jon Santacana (SanSebastián, 1980) y si mira de frente a un autobús a cuatro metros tal vez no lo vea. Jon sigue a Miguel con una confianza ciega en el sentido más literal de la expresión.Se comunican con un sistema de micrófonos por bluetooth por el que Miguel le canta el trazado que viene, como un copiloto de rally.A veces, de pronto, en el fragor de la bajada, entre curvas y cambios salvajes de rasante, Jon pierde a su compañero... Entonces cumple como puede con las instrucciones que le acaba de dar: «Es fuerte. Es como entrar en una habitación a tientas... Pero a 120 kilómetros por hora».

En la vibración extrema de la carrera, Santacana es uno de los mejores de la historia.El esquiador ha ganado dos oros, dos platas y dos bronces en los últimos dos juegos paralímpicos y seis oros en los últimos dos campeonatos del mundo. Vive de su beca como deportista.

«Es cierto que cuando Dios cierra una puerta, abre una ventana». Cuando perdió la mayor parte de la vista con 8 años, sus padres compraron una autocaravana y comenzaron a hacer excursiones.En invierno, iban a la nieve.«Esquiaba de manera autodidacta». Después leyó un artículo sobre una esquiadora paralímpica y el resto es trabajo y medallas, rematados este año con la rotura del tendón de aquiles izquierdo y la esperanza de volver a la pista en febrero.

Da los consejos justos: «Hay problemas más o menos graves. El más grave es morirse, los demás son relativos». A su vida actual le haría pocos retoques. «Soy absolutamente feliz, no cambiaría nada por recobrar la vista. No sigo los avances médicos, ni las noticias sobre los remedios.Estoy satisfecho, no me preocupa».

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