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KEPA OLIDEN
ARRASATE.
Domingo, 17 de diciembre 2017, 01:12
«Fusilamos lo preciso. Nada más que lo preciso. Hay muchos revoltosos. Si en cada pueblo se fusilara a dos o tres de los que arman ruido, se quedaba esto como una balsa de aceite». El cura Santa Cruz, legendario guerrillero carlista, era un hombre ... sin duda severo. Pero las tropas liberales contra las que combatía -a las que despectivamente llamaban 'beltzak' (negros)- tampoco se distinguieron por su magnanimidad. La brutalidad y las atrocidades fueron el pan de cada día durante la II Guerra Carlista (1872-1877).
El general en jefe del bando carlista, Antonio Lizarraga (Pamplona 1817-Roma 1877), y por tanto superior jerárquico de Santa Cruz, «decía que fusilábamos mucho. ¿Qué íbamos a hacer, acorralados como estábamos, cuando cogíamos a un confidente? A muchos perdonábamos, pero algún escarmiento ya teníamos que hacer para defendemos». Nikolas Lasa, alias Mikoles Itxaso, antiguo miembro de la partida del cura, rememoraba sus peripecias juveniles como guerrillero a las órdenes de don Manuel en un serie reportajes que escribió en 1930 el legendario periodista Vicente Sánchez-Ocaña (1895-1962) para el diario Ahora. Entrevistó durante un mes a los 7 últimos supervivientes de las partida del cura guerrillero elduaindarra, a los más con ayuda de un traductor porque solo hablaban euskara.
Martín Azurmendi, por entonces un jovencísimo guerrillero de 16 conocido como Martintxo, le relató al reportero un episodio que aúna magnanimidad y tragedia y que tuvo como protagonista y víctima a una mujer de Aretxabaleta.
-Demonio!...¡Andando sin parar por los montes entre la nieve! ¡Cómo nevaba!. Y nosotros, de Bizkaia a Gipuzkoa, allá por los riscos y los bosques, de noche, agazapados como lobos... los espías y los confidentes -¡malos pajarracos, a modo de cuervos son!- rondándonos y las columnas detrás de ellos, fusilando al desgraciado que se rezagaba...
-También ustedes fusilaban ¿no?
-¿Y qué íbamos a hacer? ¿Qué quiere usted que hiciéramos: dejarnos vender como corderos?... Fusilábamos. ¡Ya lo creo que fusilábamos!. Fusilábamos espías: fusilamos uno de Etumeta que ganaba de confidente de los liberales cinco duros diarios, y otro que al que llamaban artzaia y al alcalde de Anoeta, que había hecho quedarse tísico a su hijos a fuerza de tenerlo escondido debajo del puente de Anoeta observando nuestros pasos para luego contárselo a los 'negros', y a uno de Leintz-Gatzaga que lo cogieron partes para la tropa, y a una mujer de Aretxabaleta que ya le habían perdonado dos veces...
Una vez estaban en Villabona y esa mujer «andaba por allí alrededor nuestro, mirándolo todo y hablando con unos y con otros. Don Manuel y se fijó en ella, y le pregunto qué hacía. Ella, bajando la cabeza humilde le contestó:
-Aquí pidiendo dinero me ando... Que soy viuda y tengo hijos...
Pero el cura no se fiaba y encomendó a una mujer mayor que la desnudara y la registrara. Al poco salía la vieja con unos papeles en la mano y se los presentaba a don Manuel.
-Llevaba esto en las sayas, nuestro amo-le dijo la anciana.
Eran tres partes de la guarnición de San Sebastián a la de Tolosa.
Ella lloraba.
-Señor, tengo que buscar pan para mis hijos...
El cura echó mano a una cartera grande que llevaba en bandolera, sacó una moneda de oro y se la dio.
-Ten, mujer. Da de comer a tus hijos y come tú de esto. Cuando se te acabe, pide, con humildad, que Dios te dará. Pero no vuelvas a hacer lo de hoy que te fusilo...
A lo dos meses o así la encontramos en Lekunberri detrás de una burra que llevaba un saco de trigo.
En seguida la reconocieron y se lo comunicaron a don Manuel.
-Es aquella mujer de Villabona...
La pararon, la examinó una mujer del campo y no le encontró nada.
A preguntas del cura contestó que estaba sirviendo en Irurzun y que iba al molino.
-¿Y los hijos?
-Me los han recogido en una casa de gente buena.
¡Bien...bien! -dijo don Manuel. Y le dio dinero.
Pero mientras ellos hablaban, unos compañeros más viejos y con más malicia abrieron el saco y ¡zas! Se tropezaron con un oficio de Irurzun para la tropa.
-Bueno, bueno -dijo el con ceño- contigo no se puede tratar más ¡No tienes salvación!
Mandó al alcalde de la localidad que la mantuviera encerrada y la dejara salir durante el día a pedir limosna para mantenerse, y por la noche al calabozo.
El alcalde se la llevó e hizo lo que le había mandado el cura: aquella noche la tuvo encerrada, y a la mañana siguiente la soltó para fuera a pedir. Pero no volvió...
Pasó el tiempo y ¡otra vez que nos la tropezamos en un cruce de caminos entre Beasain, Segura y Ormaiztegi!. Llevaba en la mano una torta de pan negro, relataba Martintxo.
-Pidiendo... dijo ella.
El dura Santa Cruz desconfiaba de la mujer y ordenó a otra que la registrara. Pero no le encontraron nada. Entonces llamó a otra mujer vieja, que la volvió a registrar y nada le encontró, igual...
-Bueno -dijo don Manuel-. ¡Más vale así!. Al malo que se arrepiente hay que perdonarlo-sentenció.
Y la dejó ir.
Pero en el camino la mujer se encontró con unos voluntarios de la partida del sacerdote guerrillero, que la reconocieron.
-¡Otra vez por aquí!
Y ella les contestó:
-Ya me han registrado y no me han encontrado nada.
-Ah, bueno...
Y también la dejaron ir.
Pero cuando se marchaba, se fijaron en la torta de pan negro que llevaba en la mano y les entró gana de probarla.
-Danos pan de ese.
-No puedo; es para mis hijos.
-Nosotros te damos pan blanco a cambio; es por comer de esa torta que hace tiempo que no la catamos...
Pero uno de los chicos se la quitó y la partió, y ¡zas!. Cayeron al suelo unos oficios que llevaba metidos entre la masa... Eran para la tropa vieja de Beasain y Bergara...
La llevaron delante del amo y él le ordenó.
-Confiésate.
La confesó el señor cura de Eskoriatza y camino de Aretxabaleta la fusilaron los guerrilleros de la partida del maestro de Ibarra.
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