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MACARENA TEJADA
Martes, 11 de octubre 2016, 08:07
Cada vez que su reloj digital, de color grisáceo, marca las 14.00 horas, María Díaz de Cerio se toma sus pastillas. Son unas cuantas y no puede dejar ninguna en la mesa porque «si un día no me tomo uno de los comprimidos que tengo recetados mi cuerpo lo nota. Me siento rara, como si me faltara algo. Aparte de la mente, el organismo me pide la medicación. Si no te la tomas lo único que te haces es daño a ti misma», explica la joven de 27 años.
Esta arrasatearra es una de las 2.450 personas que tiene esquizofrenia en Gipuzkoa. Desde hace un mes vive en uno de los pisos tutelados de la Asociación Guipuzcoana de Familiares y Enfermos Psíquicos (Agifes) en Irun, pero hasta llegar a esta situación de estabilidad «mi madre y yo hemos vivido una auténtica odisea. Hemos sufrido lo que no está escrito y más». Ella pone voz a los 25.000 guipuzcoanos que hay en la actualidad diagnosticados de algún tipo de patología mental y que, como cada 10 de octubre, hoy conmemoran el Día Mundial de la Salud Mental.
Todo comenzó con la mayoría de edad de María. Arantxa Urra, su madre, nunca olvidará aquel agosto de 2007, cuando su hija tuvo el primer intento de suicidio. «Hasta entonces pensábamos que era depresión, pero cuando cumplió los 18 años fue cuando se demostró que tenía alguna enfermedad mental». Fue tras esta primera tentativa de quitarse la vida -lo ha intentado en tres ocasiones- cuando empezaron a contactar con profesionales.
«Al principio no tienes ni idea de dónde acudir. Cuando consigues dar con asociaciones como Agifes, en este caso, y los expertos te dicen que tu hija tiene esquizofrenia, se te cae el mundo encima», relata Arantxa con un hilo de voz un tanto entrecortado. «Es muy difícil -continúa- pero hay que asumirlo cuanto antes. El tiempo que pasas sin aceptarlo es tiempo perdido».
María le mira con cara seria. Se agarran de la mano y no tarda en añadir que «como persona que tengo una enfermedad mental, estoy de acuerdo en que lo más importante es ser consciente de lo que te pasa. Eso sí, a mí me costó una barbaridad... No quería seguir el tratamiento». Hubo incluso ocasiones en las que Arantxa tuvo que «cogerle literalmente» para llevarle a urgencias, «y María mide 1,80 metros, imagínate».
Los síntomas de la esquizofrenia son muy diversos, pero entre ellos destacan los frecuentes altibajos emocionales, la depresión, las paranoias visuales y auditivas y las autolesiones. María ha vivido en carne propia todos y cada uno de estos males. Su ingreso más largo fue con 23 años. Estuvo dos años en el hospital Aita Menni de Mondragón. «Vimos que juntas no podíamos vivir. La convivencia era horrorosa», cuenta Arantxa.
«Sentía que me vigilaban»
Por aquel entonces, María creía que le «perseguían» y que le «vigilaban». No quería ni bajar a comprar el pan a la panadería de al lado de su portal. «No quería ver a nadie. En aquella época lo pasé muy mal. Iba por la calle y sentía que la gente se me quedaba mirando, que me perseguían y que hablaban mal de mí», relata la joven sin titubear. «Me ponía a pensar y decía: ¿cómo puede ser la gente tan mala? Son pensamientos que no son reales pero que tú te los crees. Cuando tienes una enfermedad como ésta crees que todo lo que pasa a tu alrededor es verdadero», explica.
También ha tenido algún episodio agresivo, «era como un elefante en una cacharrería», pero el momento más duro que se les viene en mente es «el día en el que no reconocí a mi madre».
Antes de ser ingresada, tenían una campanita en casa para que, cuando María se encontrara mal y no le salieran las palabras, avisara a su ama haciéndola sonar. «Era de noche, escuché el tintineo y corrí a su habitación. Solo gritaba que yo no era su madre, que yo era 'uno de los otros'. En esos momentos es bueno sacarle del entorno en el que está», explica Arantxa.
Este fue uno de los puntos de inflexión en su vida. Aunque «costó mucho», tuvo que llevarle a Aita Menni. «Nunca voy a olvidar cuando le dejé ahí. Dormía atada a la cama», rememora Arantxa sin poder contener las lágrimas. Otro de los peores momentos que recuerda es «la primera vez que estuvo ingresada durante una semana. Fue en Santurtzi y al salir del centro me hundí, hice el viaje de vuelta a casa sin parar de llorar».
Decisiones «muy duras»
Separarse la una de la otra es lo que más les ha costado a madre e hija, pero «ha merecido la pena. Ahora me valgo por mí misma, soy yo quien tiene el control sobre mi vida», indica María. Aún y todo, los primeros años «la culpa de todo se la achacaba a la ama, ella siempre era el poli malo para mí».
Las decisiones que ha tomado Arantxa desde que le diagnosticaron esquizofrenia a su hija han sido «muy duras». Además de su madre, es su tutora legal, lo que implica que ha sido ella quien ha tenido en sus manos decisiones esenciales para la vida de María, como las referentes a su incapacidad judicial o a la ligadura de trompas que tuvo que hacerse. «Su sueño era formar una familia pero el médico nos recomendó que no lo hiciera, que se sometiera a esta operación para evitar problemas», explica su madre. La joven se lo echó en cara en diversas ocasiones pero «por fin lo entiendo. Me costó mucho razonar, pero ahora soy consciente de todo».
Discriminación
Este tipo de decisiones son «muy complicadas», pero «he aprendido a pasar de la gente. Ante el desconocimiento, la mayoría de personas se asustan y te dejan sola. Tanto la familia como los amigos», lamenta Arantxa y recuerda, junto a María, su cuadrilla del colegio. «He llegado a tener la casa llena de catorce chiquillos en 'Maritxus' y ahora está vacía. Es muy triste».
Una de cada cuatro personas sufrirá algún tipo de trastorno mental a lo largo de su vida, por eso, «no hay que discriminar tanto. Es importante que la gente sepa que de estas enfermedades se sale, como es mi caso. Porque cuando se enteran de que tienes esquizofrenia y se alejan de ti te hacen mucho daño, pero esta es una enfermedad más, como la diabetes. Somos personas normales, quitémonos los estereotipos de encima».
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