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Las diez noticias clave de la jornada
Najwa posa junto a sus hijos en la caseta prefrabricada en la que viven en el campo de refugiados de Pipka, en Mitilene
«Casarnos fue nuestra sentencia de muerte»

«Casarnos fue nuestra sentencia de muerte»

A Najwa Al Hassan, iraquí kurda, le cambió la vida cuando el ISIS degolló a su marido, sirio árabe

b.campuzano / m. mangas

Domingo, 5 de febrero 2017, 08:03

En la isla, cuando parece que un testimonio no puede ser más cruel y desgarrador, llega Najwa Al Hassan, abre la puerta de su casa prefabricada y relata su vida. Una vida llena atrocidades. Aunque la expresión de su rostro demuestre lo contrario, esta mujer iraquí de origen kurdo ya no tiene miedo. Quiere dar la cara, para que su pasado se conozca y en el futuro no se reproduzcan historias como la suya.

Najwa Al Hassan acaba de recibir una buena noticia: tras seis meses de espera en diferentes campos de refugiados en Lesbos, esta semana será por fin trasladada a un apartamento en Atenas, junto a sus tres hijos. «InshaAllah», clama. Pero no puede olvidar de dónde viene: «Estábamos en casa en Mosul. Hace ya tres años. Era de noche, cuando de pronto llegó el ISIS y degolló a mi marido delante de mí y de nuestros dos hijos mayores. Mourad dormía y fue el único que no lo vio», relata en voz baja para evitar que sus hijos revivan aquella escena.

Ahmed y Omar, de 16 y 14 años, padecen una enfermedad crónica que les impide andar y hablar con propiedad. Su estado se agravó desde aquella noche de 2013, cuando además de hacerles entrar en estado de shock, el ISIS les propinó descargas eléctricas de las que aún conservan cicatrices en los brazos. Al mayor también le partieron las piernas. «Y todo esto porque yo soy kurda y me casé con un sirio árabe. Fue nuestra sentencia de muerte», lamenta Najwa, que se toca el corazón y contiene las lágrimas.

Tras aquel sádico episodio, Najwa Al Hassan, de 40 años, emprendió una huida a ciegas para proteger a sus hijos. «Primero fuimos a Erbil -capital del Kurdistán iraquí- pero allí no teníamos familia ni amigos», narra.

Sus recuerdos se entrelazan y vagamente consigue explicar cómo terminaron en Estambul, donde durante dos años vivieron en la calle, buscando cobijo por la noche en un kiosko y vendiendo botellas de agua a cambio de veinte céntimos. «Vivimos así hasta que conseguimos el dinero para pagar el viaje a Europa. Después, desde Estambul, la mafia nos llevó en una furgoneta hasta la costa de Izmir», relata mientras mira de reojo a su hijo mayor, tumbado en la cama desde hace días. No tiene apetito. Está raquítico. «Conseguimos cruzar hasta Lesbos la segunda vez. Antes, hubo un intento fallido», prosigue. Los guardacostas turcos interceptaron la embarcación en aquel primer amago. Los detuvieron y encarcelaron durante varios días. «Cuando nos liberaron, volvimos a echarnos al mar. No podíamos quedarnos en Turquía», cuenta y acaricia a su gato, Shushu, que les ha acompañado estos últimos meses.

La llegada a Lesbos fue traumática, y vivir en Moria durante cinco meses aún más. «Es inhumano. Al final, vieron que dos de mis hijos son dependientes y nos trasladaron a Pipka», dice. El relato de Najwa refleja que el umbral del dolor y la capacidad de sufrimiento del ser humano no entiende de límites. Hoy, todavía hay quien le desea suerte para su nueva vida en Atenas. Pero ella ya no cree en esa palabra.

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