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Guerra y beligerancia

«Aunque sea lastimoso decirlo, la persistencia de 'socializar el dolor' es vía inequívoca para la consecución de los objetivos que se propone cualesquier organización subversiva».

MIGUEL CHAVARRÍA *

Lunes, 10 de julio 2006, 02:00

El valor relativo de las acciones de atrición es uno de los factores que sirve para distinguir entre guerra propiamente dicha y el concurrido mundo de las beligerancias.

Atrición, recordemos, es palabra que nace dentro de la literatura ascética para designar el desistimiento de una conducta pecaminosa, no por aversión al mal en sí, sino por temor a sus consecuencias desfavorables. Despojado de su sentido ético, el vocablo pasa al vocabulario de la psicología de la guerra para referirse a aquellas acciones encaminadas principal o exclusivamente a inducir en la población del país enemigo un estado de ánimo desfavorable que le obstaculice o impida la continuación de la lucha.

Es obvio que, así consideradas, las acciones de atrición han existido siempre, pero sólo alcanzan su verdadero significado cuando, coincidiendo con el industrialismo y la implantación de la moral pragmatista, la teoría de la guerra moderna borra la antigua distinción entre combatientes y no combatientes, entre población civil y militar, entre personal movilizado y personal no movilizado, entre recursos materiales para la paz y recursos materiales para la guerra, y una vez que la Psicología ha alcanzado un desarrollo suficiente para sostener aplicaciones prácticas que se consideran fiables. En principio, la guerra seguirá teniendo su escenario clásico en los frentes de batalla, pero la acción destructora que antes se ejercía exclusivamente sobre éstos y sobre la retaguardia propiamente militar, pasa a ser ejercida «de oficio» contra la población enemiga en general y contra la totalidad del territorio correspondiente.

En la guerra propiamente dicha, las medidas de atrición son puramente complementarias, lo cual significa que, de ninguna manera pueden anteponerse y mucho menos sustituir al esfuerzo propiamente militar que se concreta en aniquilar a los ejércitos enemigos, destruir sus sistemas de aprovisionamiento y devastar su entramado industrial armamentístico. En la guerra, las medidas de atrición no aseguran la victoria, ni su ausencia se convierte en vaticinio de derrota.

Todo lo contrario acontece en la beligerancia revolucionaria o subversiva. Para entendernos, habrá que aclarar que se da el nombre de beligerancia revolucionaria al llamado vulgarmente terrorismo y cuya características consiste en la capacidad de desarrollar una actividad enemistosa que, ejerciéndose organizadamente contra el orden formal establecido, se sustancia en 1º) actos esporádicos y coordinados de destrucción y muerte; 2º) en el establecimiento de un sistema parafiscal basado en aportaciones regulares y en derramas esporádicas de contribuyentes voluntarios u obligados; 3º) estas acciones se completan con secuestros que exigen contrapartida política o económica y con acciones de asalto y robo si lo permiten las circunstancias. Dejemos para otra ocasión explicar porqué utilizamos el término beligerancia evitando la palabra guerra para este tipo de actuaciones. Baste ahora decir que el terrorismo, que es la beligerancia a que nos referimos aquí, parte del supuesto de que el enemigo -entiéndase en éste caso la sociedad organizada de una forma y según principios no satisfactorios para los revolucionarios-, terminará plegándose a las exigencias de éstos si las medidas de atrición son aplicadas sin otra intermisión que las impuestas en determinados momento por las exigencias de la propia beligerancia o por las conveniencias del momento político.

Los logros en materia de beligerancia revolucionaria son, pues, inseparables de la aplicación persistente e implacable de las medidas de atrición. Es lo que ha sido definido en nuestro propio patio con la expresión de «socialización del dolor» como condición sine qua non de la consecución de los objetivos revolucionarios.

¿Qué hay de verdad en este planteamiento que de entrada parece exagerado y triunfalista? La experiencia dice, que, a poco que se persista con claridad en los objetivos políticos, y éstos sean de naturaleza limitada -o sea que de momento no impliquen el desmontaje de la sociedad entera con lo cual se despertarían todos los perros dormidos-, la aplicación implacable y persistente de las medidas de atrición, asegura el logro de las pretensiones perseguidas por las organizaciones subversivas. Para ser aún más claros, y aunque sea lastimoso decirlo, la persistencia en la tarea de «socializar el dolor» es vía inequívoca para la consecución de lo objetivos que se propone cualesquier organización subversiva.

Estudiemos las razones en que se funda este aserto. En primer lugar, se debe tener en cuenta que toda sociedad organizada lo está dentro de un entramado institucional presidido por el Estado. Este entramado institucional funciona necesariamente como una realidad vectorial que, por una parte garantiza la estabilidad y permanencia de la sociedad, y, por otra, delimita y concreta su actuación según directrices preordenadas y, por tanto, previsibles, que están contenidas en la Constitución o textos equiparables, en las leyes, en los reglamentos y en disposiciones administrativas. Incluso la ideología, en caso de tenerla las actuaciones que se vehiculan en este marco, se manifiesta a través de programas políticos conocidos de antemano.

El Estado está, pues, destinado a actuar públicamente. Es lo que subraya la expresión «luz y taquígrafos». Y esta publicidad aboca a que todas sus actuaciones estén inevitablemente expuestas a la crítica, al ser fácil contrastarlas con los referentes legales en que debe basarse toda acción de Gobierno.

En contraste con todo esto, las organizaciones subversivas actúan como sociedades secretas. y sus únicos actos conocidos del público -y eso tan sólo una vez perpetrados- son precisamente aquellos que están encaminados a «socializar el dolor» y cuya ejecución debe ser ampliamente divulgada a fin de que el mensaje de atrición llegue todavía caliente e impactante a los más amplios sectores de la sociedad afectada.

El conocimiento y divulgación de esos actos se producirá, además, gratuita, espontáneamente, y bajo el amparo de las libertades sostenidas por el sistema como son el derecho a la información, el derecho del periodista a conservar en secreto sus fuentes de información y el derecho a la libertad de expresión. Como por otra parte, la divulgación de los actos de esta socialización perversa está en consonancia con la innata curiosidad humana que, en nuestra sociedad del espectáculo, adquiere carácter dominador y excluyente, se establece una verdadera simbiosis entre la gran sociedad atacada y la pequeña organización subversiva que la ataca.

Las organizaciones subversivas aspiran a configurar una nueva estructuración política. Para conseguirlo, se apoyan en la misma normalidad que pretenden destruir y que a la vez le sirve de parapeto. Esto se traduce en que, bajo su acción, la convivencia continúa con normalidad aparencial, aunque para algunos se haya convertido en conmoriencia. Víctimas y victimarios están juntos, en una proximidad que no es solamente geográfica, sino vital y operativa. Así se explicará el lector la dificultad real que en estos casos existe para que el Estado y sus órganos, los ciudadanos y sus organizaciones, reconozcan a las víctimas su condición de tales. Sucede que las víctimas, con ser necesarias para la acción revolucionaria, dejan hecha añicos esa falsa sensación de normalidad que es tan útil para la beligerancia subversiva; como lo es para quienes la combaten; empeñados éstos en demostrar que, pese a los esfuerzos de la subversión, la sangre no llega al río. En consecuencia, unos y otros coinciden tácitamente en que hay que ocultar a las víctimas, soterrarlas como hacen algunos animales con su excremento. De allí la connaturalidad de la sospecha expresada en frases como «¿Algo habrán hecho!» ó «¿Por algo será!» , que convierten a los victimarios en justicieros. Cuando este juicio llega a ser admitida sin rubor propio o ajeno, se puede pensar que las acciones de atrición en que consiste la socialización del dolor, ha comenzado a recoger sus frutos.

(*) Coautor de la obra en 8 tomos 'Armamento y Poder militar'. Sarpe, Madrid 1983.

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