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PPLL
Viernes, 14 de julio 2006, 02:00
¿Hay vida tras la muerte? ¿Y aventuras? ¿Puede un muerto protagonizar una novela de aventuras? El Cid, el héroe castellano por excelencia, protagonizó una tras fenecer pero, desgraciadamente, nadie se preocupó de inmortalizarla. De haberlo hecho, ésta habría quedado más o menos de la siguiente forma. He aquí el Cantar post-mortem del Mío Cid.
En el año 1099, la ajetreada vida del Cid tocó a su fin y los restos del héroe fueron enterrados en la catedral de Valencia. Difícilmente iba a imaginar Don Rodrígo en vida lo que iban a sufrir (y viajar) sus huesos tras la muerte. Tres años después del óbito, la presión de los almorávides sobre la ciudad fue motivo más que suficiente para que la viuda del Cid, doña Jimena, recogiera los bártulos y los restos de su marido y marchara con ellos al monasterio de San Pedro de Cárdeña, muy próximo a Burgos.
Dado que don Rodrígo había sido lustrosamente embalsamado y su cuerpo lucía decentemente, se decidió exponer al difunto para que fieles y devotos rindieran culto al héroe castellano. Diez años duró la exhibición temporal del fiambre cidiano.
Aunque se ignora cuánta gente desfiló ante su cuerpo, la crónicas cuentan que acabó «cayéndosele al Cid el pico de la nariz» debido al ajetreo, de ahí que se procediera a enterrarlo. Así fue y el caballero conoció, por fin, la oscuridad de la tumba pero sólo por doscientos años pues el rey Alfonso X el Sabio, en 1272, decidió que tanto el Cid como Jimena debían de contar con un sepulcro que estuviera a la altura de su leyenda. Tras la obras de mejora, el Cid y esposa pudieron descansar durante casi seiscientos años hasta que las tropas francesas en 1808, cabreadas tras la derrota de Bailén, arribaron a la provincia de Burgos y con saña y mala leche desterraron los restos del Cid e hicieron todo tipo de tropelías con ellos. Uno de los generales napoleónicos, Thiebault, montó en cólera al enterarse de la profanación y él mismo se encargó de volver a juntar los restos, aún cuando muchos de ellos se encontraban ya lejos de Burgos. En los años siguientes, las migajas del Cid alternaron lechos y lugares hasta, finalmente, recibir sepultura con honores militares bajo el crucero de la Catedral de Burgos. Era el año 1921 y Don Rodrigo Díaz de Vivar (o lo que quedaba de él) por fín podía descansar. El problema surgió años después: un hueso cúbito del héroe apareció sin avisar cuando el cemento de la lápida de la Catedral ya se había secado. ¿Qué hacer para no abrir el sepelio por enésima vez? Exponerlo en el arco de Santa María de la capital burgalesa cual reliquia santa. Recientemente, se descubrió en el palacio checo de Kynzvart otra reliquia que, presuntamente, claro, perteneció al Cid. ¿Cómo llegó allí? Nadie lo sabe. Si por un casual, usted encontrara otro resto, no dude en comunicarlo.
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