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ALBERTO MOYANO
Viernes, 1 de septiembre 2006, 02:00
Cuando los productores de la película Alatriste acudieron al teniento coronel José Manuel Guerrero, para que fuera el asesor militar del proyecto, el subdirector del Museo del Ejército lo tuvo claro: reclamó a su lado a José Carlos Iribarren (Irun, 1944), especialista en armamento de época y, al fin y al cabo, «uno de los poquísimos españoles que ha disparado alguna vez con un arcabuz de mecha del siglo XVI». Iribarren trabajó en los campos de Cuenca durante mayo y junio del año pasado con casi un millar de extras en el rodaje de las batallas de la película. El maestro armero de Alatriste sabe que en su elección pesó la circunstancia de que «el teniente coronel Guerrero estaba muy impresionado por el hecho de que yo haya participado durante 35 años seguidos en el Alarde de Irun. Cuando un pueblo es capaz de poner a 8.000 hombres en armas, perfectamente encuadrados en compañías y bajo una disciplina que no procede de arriba, sino de abajo, igual que sucedía en los Tercios, es que se saben hacer las cosas».
«El equipo de producción de la película fue por Cuenca 'reclutando' a todos los tipos duros y malencarados que encontró para que hicieran de extras como soldados de los Tercios». ¿El resultado? «Bueno, allí se juntaron melenudos, drogotas, gitanos y todos los tíos raros que encontraron», recuerda Iribarren, cuyo trabajo consistió en adiestrarles en el manejo de mosquetes, arcabuces y baterías de artillería.
«No fue sencillo»
«Cuando vi aquello pensé: 'Madre de Dios, con lo que me voy a enfrentar'. Sin embargo, luego tuve muy buen rollo con ellos porque empecé a trabajar con pequeños grupos de entre doce y veinte individuos. Lo primero que hice fue preguntar. ¿Alguno ha leído alguna novela de Alatriste? ¿Alguno ha hecho la mili? ¿Alguno caza? ¿Alguno ha disparado alguna vez? Cero patatero. Igual entre seiscientos, uno o dos levantaban la mano para decir que habían disparado alguna vez una escopeta», relata el irunes.
La tarea de adiestramiento no fue sencilla. Además de avanzar y retroceder en formación, los improvisados soldados de los Tercios tuvieron que acostumbrarse a manejarse con un mosquete, de trece kilos de peso, en la mano izquierda, además de la horquilla de hierro en donde se apoya el arma a la hora de disparar y de una mecha encendida por los dos cabos, sujeta en torno al dedo corazón. La mano derecha se utilizaba para realizar las maniobras de carga. Todo esto, bajo un sol de justicia y ataviados con trajes del siglo XVII, fieltro, sombrero y botas. En torno al pecho, una cinta con cargas de pólvora ya medidas que los soldados llamaban los doce apóstoles.
Amago de deserción
Dadas las duras condiciones de rodaje, hubo incluso algún conato de sublevación en los primeros días de trabajo, aunque todo se zanjó con el abandono de una veintena de extras que fueron inmediatamente sustituidos por otros tantos reclutas. «Llegué a contactar con ellos, recurriendo mitad a la autoridad, mitad a la sandunga, que es lo que aprendes en los Alardes. Aquí no se puede mandar, sino que hay que utilizar la mano izquierda y tener costumbre de tratar con la gente, siempre con un respeto, pero dejando las cosas claras: 'Tú has venido aquí porque has querido y si no vas a cumplir, lárgate y ya está'. De hecho, uno se puso un poco gallo, pero dije a los demás que se pusiera firmes y desfilaran. Él se quedó allí solo y al final se acercó para seguir con la instrucción», cuenta el improvisado instructor militar.
Los extras se alojaban en su mayor parte en el pueblo de Montalvo, situado a varios kilómetros de distancia de los campos de Uclés, en donde se rodaron las escenas de batallas. «Madrugábamos y trabajábamos de ocho de la mañana a ocho de la tarde, aunque si estábamos en plena escena, la labor proseguía. Parecíamos labriegos, del color que teníamos», recuerda José Carlos Iribarren. Poco a poco, los extras fueron iniciándose en el noble arte de las armas, aunque no siempre al ritmo deseado por el equipo de rodaje. «El asesor militar me decía: 'Vas muy despacio' y yo le contestaba: 'No te preocupes. Prefiero empezar despacio y terminar deprisa'. Efectivamente, la cosa quedó bordada y al final, el propio asesor militar me decía: 'Lo habéis hecho mucho mejor que en el rodaje de El reino de los cielos, de Ridley Scott. Aquello fue un caos. Estamos asombrados de ver cómo en unas pocas semanas has conseguido que hagan las maniobras y todo lo que tienen que hacer'». Además, Iribarren también tuvo que instruir a un grupo de voluntarios en el manejo de los diez cañones disponibles, para una escena «muy breve pero que funciona muy bien» porque, como apunta el guipuzcoano, «cuando algo está bien hecho, el espectador no se da cuenta, pero cuando algo va mal, el fallo canta».
Poco a poco, Iribarren se fue ganando a sus soldados. «Por ejemplo, mientras el equipo preparaba todo para rodar una escena, yo pedía permiso para llevármelos a un bosque cercano y que así no estuvieran al sol durante todos los tiempos muertos. Desde allí, veíamos a los piqueros achicharrados y los chavales me decían: 'Eh, que guay aquí, a la sombra, sargento'». La experiencia, que Iribarren califica de «muy positiva», terminó en una buena relación con los subordinados. «Al final, me invitaban a tomar unos vinos e incluso, el último día querían hacerse fotos conmigo».
El propio irunés aparece en la película durante unos segundos, infiltrado entre los soldados del Tercio. «No podía darles las órdenes desde un andamio, con un megáfono, así que estuve entre ellos durante el rodaje de la batalla. Los maquilladores me vistieron de época, me mancharon las manos, me ensuciaron las uñas y hasta me pusieron sangre en un lado del rostro, aunque finalmente no se aprecia en la película». Y no sólo eso. Iribarren también aportó su mosquete de mecha, fiel reconstrucción de los auténticos, realizado en una fábrica de Eibar allá por los años setenta. Una pieza de coleccionista de la que se prendó el propio Viggo Mortensen, que decidió empuñarla en la escena de la batalla final de la película. «Le adiestré a Viggo Mortensen en el uso del arma. Aprendió enseguida. Es un hombre muy profesional. Nos pusimos en un corro Viggo, Unax Ugalde y yo, y si había algún problema me preguntaban. Viggo no es el típico guaperas de cine, sino un tipo muy llano, sencillo, inteligente y con cultura».
Perfecta documentación
También guarda palabras amables para el director del filme, Agustín Díaz Yanes, «cuyo comportamiento en acción ha sido tremendamente humilde y receptivo -explica el irunés-. Decía que de asuntos militares no sabe nada -aunque luego sí sabía-, pero se dejaba aconsejar. Es lo que hace la gente inteligente para luego realizar su propia síntesis de lo que ha recibido y tener su propia orientación».
Y, por supuesto, no son menos los elogios dedicados a Arturo Pérez-Reverte, cuyos libros confiesa haber leído con avidez. «Las cinco novelas del capitán Alatriste están perfectamente documentadas. Es una persona rigurosa, con mucho carácter y a la que no le gustan las fruslerías ni las tonterías. Lo que hace es investigar y además, se deja aconsejar, cosa que no hay mucha gente que haga».
Respecto al resultado final de tanto esfuerzo, Iribarren concluye que «la película es un reportaje realizado desde la primera línea del campo de batalla y ahí nunca están los tipos gloriosos, sino los arrastrados».
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