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4 de septiembre de 1936
4 de septiembre de 1936
70 ANIVERSARIO DE LA QUEMA DE IRUN

4 de septiembre de 1936

José Ramón Vega, testigo de la quema de la ciudad, relata cómo vivió aquel trágico día

J.R. VEGA ZUBELDIA

Sábado, 2 de septiembre 2006, 02:00

IRUN. DV. El 2 de septiembre de 1936, después de la conquista de San Marcial por las tropas del coronel Beorlegui, Irun comenzó a vivir una situación límite. La ciudad se podía dar por perdida y comenzó la huida a Francia de muchos iruneses. El 3 de septiembre, la alarma fue general al iniciarse el incendio de la Fosforera, situada entonces en las actuales instalaciones de Recondo Pasquier. Una densa columna de humo indicaba el incendio que asolaba la fábrica de cerillas.

El 4 de septiembre amaneció con un ligero sirimiri. Veíamos desde nuestro domicilio -calle Escuelas 14- a varios milicianos subir apresuradamente las escaleras cercanas a la iglesia del Juncal. A media mañana, entre las rendijas de los colchones que habíamos colocado en las ventanas debido al tiroteo que percibíamos, se podían ver ligeras cortinas de humo. Para no asustarnos, mi padre comentó: «Será de los disparos que oímos continuamente». Nuestra ingenuidad infantil quedó satisfecha con la explicación.

Poco más tarde, un golpe seco, ocasionado por una bala, sacudió una de las ventanas de la fachada. El susto fue enorme y salimos apresurados a la parte trasera de la casa. A partir de aquel momento, hubo una tensa calma y transcurrió la comida con los alimentos almacenados.

En el piso superior habitaba el sacerdote don Francisco Aguirre con su hermana María, además de la Superiora del colegio El Pilar, madre Rosende, su sobrina Rafaela y las hermanas monjas, Elícegui y Liceaga que habían sido desalojadas del convento irunés, al haberse instalado allí el cuartel general de las fuerzas leales a la República. A media tarde, la hermana Liceaga recordó que el canario que estaba en la ventana no había comido. Al asomarse, vio con asombro cómo la casa de Idarreta, un edificio de cinco pisos sito en la esquina Colón-Fueros, se estaba quemando. Muy asustada bajó a decírselo a mi padre que la tranquilizó diciendo: «El fuego está lejos y no hay peligro».

Más tarde, al asomarse de nuevo, el susto fue mayor. La casa número 2, primera de la calle Escuelas, estaba ardiendo. La alarma fue general. Las mujeres querían ir a Francia. «El fuego llegará hasta aquí», decían. Mi padre se impuso haciéndoles ver el peligro que suponía salir a la calle con los disparos sueltos que se oían y la aventura que suponía pasar la frontera sin destino fijo. «Iremos al patio trasero de la casa y sus amplios gallineros podrán servirnos de refugio».

Cuando estaba anocheciendo, don Francisco Aguirre comentó: «Tengo que pasar la noche en la iglesia del Juncal y José Ramón puede venir conmigo». «Iremos todos», dijo mi padre. «Cerrando las puertas no habrá peligro».

La calle Escuelas estaba desierta. Sin alumbrado desde el 15 de agosto por la tormenta que descargó ese día y afectó a la central eléctrica de Irusta, la única en Irun. El resplandor del incendio no servía de guía para ir llevando a la iglesia los enseres más imprescindibles y salvarlos del fuego.

En la sala de nuestra casa estaba una imagen de la Virgen del Pilar que las monjas habían traído del convento y a la que diariamente implorábamos su ayuda. La Superiora dijo: «Llevaremos también esta imagen». Mi madre se opuso: «La dejaremos aquí para que proteja nuestra casa del incendio». Después de una noche amontonados en la Sacristía -al final éramos 17 personas- y con pocas horas de sueño, vimos, a la mañana siguiente, que la sólida construcción de la casa número 4 no había permitido la extensión del fuego, aunque todavía flameaban las brasas con mucho humo.

El número 6, un edificio de construcción más frágil y con abundante madera, no pudo resistir el intenso calor que le asediaba y comenzó a arder al poco tiempo. Sentado en las escaleras del Juncal vi asustado cómo en poco más de una hora, el fuego devoraba la casa donde habitaban mis abuelos.

Detener el fuego

Viendo mi padre la voracidad de las llamas, decidió hacer lo posible para que no se extendiera el fuego al edificio contiguo. El problema era grave. El suministro del agua estaba cortado. Hubo que transportarla en baldes desde la fuente pública de la calle Santiago y del abrevadero de la calle Juncal. Mi padre, subido en el tejado del número 8 de la calle Escuelas, fue remojando las paredes y apagando las llamas que amenazaban su propagación. Después de un duro trabajo, se consiguió apagar el fuego y salvar del mismo a las casa números 8, 10, 12 y 14 de la calle Escuelas. La madre Rosende, preocupada por la situación del colegio de El Pilar, pidió que subiese a la torre de la iglesia para conocer la situación del convento. Con la agilidad de mis 13 años subí las escaleras de caracol pudiendo contemplar cómo las llamas habían devorado el inmenso edificio. Bajé enseguida. La madre Rosende me esperaba impaciente. «El convento está quemado». Totalmente angustiada, lloró desconsoladamente.

Si estás a unos días de cumplir los trece años, has empezado a vislumbrar horizontes nuevos y facetas distintas de la vida y te ves imbuido en un conflicto del que no tienes ni idea del por qué y de lo que va a suceder, el impacto emocional queda grabado en la memoria con una nitidez que el paso del tiempo no ha conseguido borrarlo.

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diariovasco 4 de septiembre de 1936