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LOURDES PÉREZ
Lunes, 20 de febrero 2017, 06:47
-Esta no es una entrevista sencilla. Ustedes han repudiado la violencia, pero antes provocaron mucho sufrimiento. ¿Puede entender que haya ciudadanos que, incluso apreciando la vía Nanclares, se revuelvan al escucharle?
-Sí, yo puedo entender que a las personas que han sufrido la violencia de ETA se les tiene que hacer difícil ver que los presos salgan de la cárcel... (Pausa) La cuestión no es salir de la cárcel, porque al final todos los presos van a acabar haciéndolo. Lo importante es la reflexión sobre los atentados contra dignidad de las personas en los que hemos participado. Eso ayuda a ir cerrando heridas.
-¿Qué queda de aquel chaval que cogió las armas?
-Las ideas por las que me comprometí con ETA por una Euskal Herria libre, por una sociedad más justa, siguen estando ahí. Para mí, todas las reflexiones que estamos haciendo ahora son una continuidad de mi militancia. Después de lo que hemos vivido, esta es una aportación necesaria que tenemos que hacer.
-¿Cómo se activa ese mecanismo de deshumanización por el que uno deja de contemplar al otro como un igual y decide arrebatarle la vida?
-Yo era consciente de que matar a una persona era algo grave, algo que no entraba en la educación que yo había recibido. La familia de mi padre fue expulsada de Ondarroa, pasaron por la cárcel; en los mayores que habían vivido la Guerra Civil percibías ese resentimiento por la injusticia sufrida, pero no se hablaba de ello. Entrar en ETA fue una decisión mía. La utilización de la lucha armada nos parecía evidente entonces, al final del franquismo, y hacías abstracción de sus consecuencias. Evitabas plantearte la parte ética de nuestras acciones. Pensabas que era lo que había que hacer para avanzar, aunque eso suponía muchas veces contradicciones. No era todo aceptable, entre nosotros también hablábamos de ello.
-Es casi imposible meterse en su piel. Cuando uno hace introspección, cuando se mira en el espejo, ¿se reconoce en lo que ve?
-¿Cómo decirlo?... Es que es muy complicado hablar de esto.
Lo que sigue es una pausa cargada de intensidad, que se prolonga varios minutos hasta que Joseba Urrosolo Sistiaga se recompone y recompone su discurso. La primavera se ha colado en esta luminosa mañana de febrero, pero la penumbra del pasado tiñe inevitablemente la conversación con este hombre que militó en ETA, que fue condenado a 449 años por 16 asesinatos y dos secuestros, que se enfrentó a la organización que había encarnado su lugar en el mundo y que protagoniza junto a su pareja, Carmen Gisasola, y un puñado de presos críticos más ese largo tránsito hacia el reconocimiento de las víctimas y la rehabilitación social que se identifica como vía Nanclares. Hoy dedica su recobrada libertad, tras casi dos décadas en la cárcel, a tratar de hacer pedagogía «ética», con la mirada en los que fueron sus compañeros de armas.
-Quería plantearle esta revisión íntima desde la experiencia del dolor. Del dolor causado y del dolor personal al mirar atrás.
-Es que cuando participaba en un atentado, era consciente del daño que hacía y de que era irreparable. Ya sé que ha habido gente que lo celebraba, pero no fue ni mi actitud ni la de los que tenía alrededor cuando veíamos a las familias por televisión. Pero haces como que no te afecta mucho y sigues adelante. Hace falta esa reflexión sobre la banalización del mal. A mí me sorprende que los intelectuales en torno a la izquierda abertzale no reaccionaran; su aportación ha sido casi nula. En muy pocos casos han dado la cara para decirnos 'tenéis que parar'. Yo ahora soy consciente de todo ello.
-Deduzco que uno de sus paraguas para la justificación individual era que todo se enmarcaba en una acción colectiva. Pero todos no lo han purgado de la misma manera.
-No. La mayor parte de la militancia de ETA ha pagado las consecuencias: muchos años de cárcel, toda una vida... La valoración hoy es complicada cuando ves a otra gente que lo ha vivido de una manera diferente, a veces con mucha ligereza. Esa gente tenía un discurso superduro sin arriesgar nada, cuando nosotros lo vivíamos como una cuestión colectiva en la que ETA era una parte del todo. Todo no era ETA, pero ETA no era solo sus comandos, era algo más amplio. Había gente que se sentía partícipe de ETA y era partícipe de ETA, de su funcionamiento, de sus reflexiones, que estaba en las organizaciones políticas, en los periódicos... Todo eso no se puede obviar, no se puede dejar esa mochila solo en las espaldas de los presos. Por eso la izquierda abertzale tiene que hacer esa reflexión.
-¿Ocurre algo concreto que le lleva a decirse 'ya no puedo más'?
-En mi caso fue un proceso de unos años en los cuales empiezas a ser consciente de que no podíamos seguir así y de que había que cambiar las cosas desde dentro. Te vas encontrando con problemas -ser crítico en este mundo es muy complicado- y llega un momento en el que decides quedarte a un lado. Después de la oportunidad perdida de Argel, muchos fuimos conscientes de que aquello era un problema. En el 92 pensaba ya que no se podía seguir por seguir, que la actividad de ETA debía estar encaminada a buscar una salida negociada con seriedad.
-Son tres décadas más de inercia...
-Sí. Y ahora aparece gente dentro la izquierda abertzale que afirma que hace años que pensaba que la lucha armada de ETA tenía que haberse terminado, y entonces no dijeron nada. ¿Cómo le explicas tú ahora a los últimos que entraron en ETA, con 40 años de condena, con la situación jurídica más difícil, que pensabas ya hace 20 que había que dejarlo y no dijiste nada? Eso va a ser difícil de gestionar. En el 90, se planteó desde la dirección de ETA la posibilidad de intentar flexibilizar la situación de los presos que llevaban tiempo en la cárcel, como en Irlanda. Yo y otros dijimos que sí. Al cabo de un mes se nos trasladó que ese debate se paraba porque tensionaba al colectivo. ¿Quién lo decidió? Pues el entorno. Como la socialización del sufrimiento, que la hizo la representación de Hegoalde.
-Usted tenía unos galones que le permitieron enfrentarse a la cúpula de ETA. Pero para entonces el asesinato de 'Yoyes' ya había cercenado la disidencia. ¿Llegó a pensar que podían represaliarle sus propios compañeros?
-Los primeros que salieron de Nanclares con un permiso, con ETA aún activa, eran conscientes de que eso podía ocurrir. Aunque piensas que no te va tocar a ti, claro que éramos conscientes de ello. Pero era un camino que teníamos que transitar, había que solicitar permisos de salida, terceros grados... Lo planteamos como una aportación. Me acuerdo mucho de las pintadas que llamaban a 'Yoyes' traidora, chivata y arrepentida, cuando no era ni traidora ni chivata ni arrepentida, en los términos políticos en los que se entendía el arrepentimiento. Yo no estuve de acuerdo con aquel atentado. Pensaba que 'Yoyes' tenía derecho a regresar a casa.
«Desproporción terrible»
-El día 28 se cumplirá un año de su excarcelación. ¿Le ha sorprendido el país que se ha encontrado?
-No, sorprender no tanto. Pero sí me ha llamado la atención la desproporción entre lo que se vive en la calle y lo que se está viviendo en las cárceles. Es una desproporción terrible. En la calle hay una situación normalizada y en la cárcel siguen como antes.
-¿Por las medidas penitenciarias del Estado o por la actitud del propio colectivo de presos?
-Es que hay dos políticas penitenciarias. Una del Gobierno, que se ha ido endureciendo tanto en la legislación como en la aplicación de esa legislación, utilizando recursos propios de la ingeniería jurídica. Pero luego está la política penitenciaria de la izquierda abertzale, cuya forma de entender el tiempo en prisión, los pasos que hay que dar... ha hecho que una situación ya de por sí complicada se agrave todavía más. Eso ha supuesto a los presos cientos de años de cárcel de más. Cuando nosotros nos planteamos dar pasos era porque veíamos que todas las posibilidades de negociación se habían agotado, que no se podía seguir así. Planteamos claramente que la lucha armada se tenía que acabar, lo que han acabado asumiendo todos.
-¿Se están convirtiendo los presos en algo parecido a un lastre para la actividad política de Sortu?
-Por una parte puede serlo, pero por otra los presos son un factor de cohesión. En torno a ellos hay muchos familiares, mucha gente que se mueve por sacarlos; es un tema muy sensible. Y a la izquierda abertzale le está costando tomar ese liderazgo.
-¿Por una resistencia a admitir que hasta aquí hemos llegado y no ha merecido la pena?
-Hay que llevar la reflexion ética más allá. En el caso de Lemóniz, alguno dirá: 'Pues se paró'. Me acuerdo hoy del ingeniero Ryan y de Pepe Barros, un compañero mío que murió en un atentando contra la central, y a mí me habría gustado que esas dos personas siguieran con vida. Se me hace duro decir que eso mereció la pena, no me puedo situar en esos parámetros.
-Arnaldo Otegi sostiene que la izquierda abertzale nunca ha dicho que matar estuviera bien.
-Jo... Si Galindo hubiera dicho 'yo nunca dije que torturar estuviera bien', se habría tomado como una frivolidad. En vez de ayudar, crea más problema, y en este caso además para los presos. Porque mientras no se plantee una reflexión en serio liderada por la izquierda abertzale para hacer política y solventar la situación de los presos, va a ser imposible dar otros pasos, porque al preso lo estás colocando en una situación más complicada. En la entrevista con Évole, Sara Buesa le preguntó a Otegi qué reflexión hacía sobre el atentado contra su padre. Ella le facilitó hacerla y él fue incapaz de decir que lo sentía. Otegi lleva un año fuera de la cárcel, pero ¿qué ha hecho en este tiempo por los presos? Nada. Y él tiene que liderar esa reflexión.
-¿Qué se aprende cuando uno se sienta ante una de sus víctimas?
-Sabes que estás en una situación especial, intensa. Pero íbamos muy convencidos y por eso teníamos una cierta tranquilidad de ánimo. Pensábamos que nuestra actitud era positiva: donde antes veías un objetivo, ahora había una persona; y además nos sentimos responsables de todos los atentados cometidos. Cuando el secuestro, Emiliano Revilla era para mí solo un empresario. Tú sabes que esa persona está ahí, pero la obvias. Revilla me contó su historia y le vi como una persona, empatizas con ella.
-¿Y ha percibido odio alguna vez?
-No. Aquí, las víctimas han tenido el sufrimiento añadido del entorno en el que vivían. En el resto de Estado han estado arropadas. En el acto organizado por Gogora en Arrasate, la hija de Isaías Carrasco (exconcejal del PSE asesinado por ETA) y la de Iñaki Etxabe (víctima del Batallón Vasco Español) contaron su experiencia. La familia de Etxabe tuvo apoyo social; la de Carrasco, un entorno hostil. Y hay que reconstruir también ese espacio perdido.
-Desde esa perspectiva, ¿la manifestación anual por los presos echa sal en la herida de esas víctimas?
-Esa manifestación se ha convertido en un acto simbólico. Siguen pidiendo el acercamiento, cuando lo que deberían pedir ya es la disolución de ETA, que es la mejor manera de ayudar a los presos. Supongo que mientras no haya una reflexión crítica sobre el pasado, habrá víctimas para las que esa manifestación sea un problema. Al final, se ha convertido en un ritual. ¿Pero es efectiva para los presos? Ya sabemos que eso no soluciona nada.
-¿Qué le parece la campaña ante las comisarías de la Ertzaintza?
-Señalar de esa manera cuando tú no has puesto en cuestión que se vulnerara el derecho a la vida... La autocrítica tiene que empezar por uno mismo. No se puede sostener que torturar está mal, que lo está, y no decir nada de tu propia responsabilidad. Es incongruente.
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