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ALBERTO SURIO
Jueves, 26 de octubre 2006, 03:43
Ni campanas de euforia ni redobles de duelo. El Parlamento Europeo apoyó ayer «la iniciativa de paz» en Euskadi por apenas diez votos de ventaja tras una jornada de claroscuros que sirvió de escaparate de las tensiones que sufre el incipiente proceso. El Ejecutivo de Zapatero recibe un respaldo pírrico, pero respaldo al fin y al cabo, que refleja una profunda división política y un funcionamiento por familias ideológicas. En esta ocasión, ha prevalecido la disciplina de los bloques. Los socialistas, la izquierda, los liberales demócratas, las minorías nacionalistas y los verdes apoyaron la propuesta. Y todo el espectro del centro-derecha popular, en contra. La guerra de los despachos ha funcionado en parte. El PP español se ha movido con destreza y habilidad para cortocircuitar la iniciativa de los socialistas. No lo ha conseguido, pero sí la ha deslucido. El rechazo del PP a negociar una declaración deja en evidencia también una estrategia de enroque que no es ajena a su política de desgaste frontal de Zapatero. Peligroso.
El resultado agridulce que deja el pleno de ayer permite algunas conclusiones. En primer lugar, que es un error exagerar a veces las expectativas porque después se corre el riesgo de una frustración mayor. Sectores del nacionalismo, sobre todo del radical, han magnificado este asunto por criterios de interés político. Resulta curioso comprobar la ridícula satisfacción de la izquierda abertzale ante una resolución como la de ayer, que encaja con la ortodoxia democrática más elemental, para comprobar la inversión de papeles que se ha producido.
Segundo motivo de reflexión. Los socialistas debían haber estado más finos a la hora de amarrar mejor sus apoyos. Han minusvalorado la capacidad 'diplomática' del PP y su fuerza. Zapatero se metió en esta historia porque necesitaba el apoyo de Europa para blindar un proceso que el centro-derecha le niega en su casa. Casi le sale el tiro por la culata, con perdón por la expresión.
La tercera derivada toca al PP. Sería suicida a la larga que el centro-derecha entienda el consenso y la unidad sólo a partir de sus premisas ideológicas. Es cuando menos discutible que el PP pretenda monopolizar en exclusiva la bandera de la razón moral y de la decencia democrática. Sobre todo porque todos los gobiernos españoles -también el de Aznar- han intentado en alguna ocasión la vía del diálogo.
Surge cierto paralelismo con Irlanda del Norte, salvando las evidentes distancias. Ayer, el portavoz de los populares explicó su rechazo al diálogo mientras ETA no diera señales de arrepentimiento de sus crímenes y entregara las armas. No fueron éstas, por cierto, las condiciones exigidas al IRA por el Partido Conservador británico a la hora de avalar el inicio del proceso de paz con el concurso del laborismo. La unidad entre los dos grandes partidos del Reino Unido fue decisiva.
Es lamentable que esa altura de miras ante lo que es una cuestión de Estado se vea en el caso vasco reemplazada por una batalla de poder y de intereses. Es más fácil hacer política con las emociones que desarrollar una pedagogía sobre la paz a la larga. Pero éste no es el único problema. Sería ridículo que del debate de Estrasburgo se proyectara un maniqueo y simplista enfrentamiento entre los defensores de la paz y sus detractores, entre los supuestos traidores a las víctimas o quienes presuntamente desean que no se solucione el terrorismo. Es una fotografía irreal y perversa. Quizá el debate de fondo es cómo se encuentra el final del túnel y qué precio va a tener el proceso de normalización. Aquí es donde surge una gran diferencia en la que se agolpan viejas incomprensiones, rigideces, dogmatismos, miedos, desconfianzas y una gran incomunicación. Pero el enemigo no está en el adversario político, por furioso que esté, sino en el que aún sigue sin admitir la cultura democrática como una forma de encauzar los conflictos y las diferencias.
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