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ANDONI UNZALU GARAIGORDOBIL
Lunes, 30 de octubre 2006, 02:21
Para mí, en el debate sobre nacionalismos, la contradicción no es unidad-centralismo versus independencia-autonomía. Realmente eso no es lo fundamental. La cuestión debe plantearse de forma diferente: nacionalismo versus libertad. Lo esencial es debatir si los nacionalismos ofrecen más libertad a los ciudadanos o por el contrario la restringen. Este es en esencia el único debate posible. Lo digo de otra manera: la pregunta es si los nacionalismos en su construcción nacional respetan la igualdad de oportunidades de todos los ciudadanos, si crean o no crean colectivos marginados con menores oportunidades.
El problema grave, absolutamente irresoluble (irresoluble desde el respeto a las libertades individuales) que plantean los Estados nacionales es su necesidad de homogeneidad. La cuestión no es el reconocimiento de un hecho existente, sino que el reconocimiento obliga a homogeneizar la población para hacer real el planteamiento teórico. El problema no es que haya nacionalistas, sino que, como en la práctica son conscientes de que no existe la nación que reivindican, la tienen que construir. Los ciudadanos reales tienen que dar fe de su existencia.
Sigue siendo verdad la afirmación de Mazzini: ya tenemos Italia, hagamos ahora a los italianos. Y esta construcción de italianos plantea una paradoja: si la nación existe, ¿por qué hay que construirla? La construcción de ciudadanos nacionales, única constatación real de que la nación existe, se inicia en principio desde el romanticismo, la euforia y la pedagogía (que entre nosotros coincidió con la década de los ochenta). Pero la segunda mitad del XIX y todo el XX europeo nos ha enseñado que los habitantes reales de una nación son renuentes a aprender a ser nacionales, o a cambiar de nación. Y se pasa a la segunda fase: la letra con sangre entra. La construcción de los Estados nacionales europeos ha costado millones de muertos, detenidos y expulsados de su país.
A los nacionalismos, cuando afirman «somos una nación», una legión de constructores les aplauden y sin solución de continuidad, aunque sea totalmente antagónico a la afirmación anterior, dicen: vamos a construir la nación. Y el ejército de constructores se pone en marcha: están formados por oficios varios: lingüistas, legisladores, historiadores, sociólogos, etcétera. Liderados todos ellos por el poder político. Y comienza la obra. Y todas las obras públicas se comienzan siempre por las expropiaciones.
Nadie es tan obtuso, ni siquiera el nacionalista más cerril, para no ver que hay ciudadanos que quedan fuera de la construcción, que a otros se les expulsa y a otros, en fin, se les exige un enorme esfuerzo personal en la construcción. A esto se le denomina el precio de la libertad o los sufrimientos del proceso de construcción nacional. A mí me gustaría que dejáramos de analizar y discutir la existencia o no de la nación y nos centráramos más en los costes de la construcción nacional, que es donde yo veo un problema sin solución, o al menos un precio tan alto en el ámbito de las libertades ciudadanas, que impide asumir la construcción nacional.
Renan afirmaba, con lucidez, que la construcción de la nación se basa en dos pilares: la violencia y el olvido. El Estado nacional se construye desde la violencia, necesariamente. Porque para ser Estado nacional tiene que cambiar a sus ciudadanos, tiene que obligar por la fuerza a nacionalizarlos, a que asuman las condiciones y características que han definido a la nueva nación. Si decimos que el rasgo definitorio más importante de Euskadi es el euskara, la conclusión es obvia; para que Euskadi exista, sus ciudadanos tienen que hablar euskara. Esto no es ya voluntario. Se podrán discutir los plazos o los niveles de violencia, pero no es discutible que tienen que terminar aprendiendo. He puesto el tema del idioma porque me parece que desde la caída del muro de Berlín en 1989 es el instrumento de discriminación más importante utilizado por los nacionalismos, y no me estoy refiriendo ahora a Euskadi.
Después de la violencia utilizada para la construcción nacional, queda la segunda parte que decía Renan; se pide el olvido. Se pide borrón y cuenta nueva. Se mitifica la violencia utilizada para la creación de la nación y se crean así los mitos fundacionales para hacer asumible el olvido. Con esta coartada cuentan los de la construcción nacional, dicen: es verdad, para hacer una tortilla hace falta romper primero los huevos. Pero luego todos seremos iguales, seremos democráticos. Construyen ya el olvido antes de ejercer la violencia. Para mí aquí está la raya, el olvido de Renan puede ser el mecanismo para asumir la violencia antes ejercida, para integrar las injusticias cometidas. Estamos de acuerdo. Pero nunca puede ser una coartada para cometer nuevas violencias. La construcción nacional no es optativa para los ciudadanos, es algo necesario y por tanto el poder político adoptará las medidas necesarias para hacerlo obligatorio a todos los ciudadanos renuentes.
Cuando uno habla de represión y violencia parece que está haciendo referencias a historias pasadas, pero que la ciudadanía ve imposible en la actualidad. Es cierto que la construcción nacional no está creando miles de detenidos. No hay fusilamientos ni trenes llenos con personas sacadas de sus casas y enviadas fuera de su país. Bueno, en nuestro caso el terrorismo no es una cosa baladí. La violencia y represión que genera no es una cosa menor, pero cada vez más la ciudadanía lo está considerando como una cosa pasada, y una vez finalizada puede ir a parar al limbo salvador de los sufrimientos de la construcción nacional.
Hoy un nuevo instrumento de violencia política se está desarrollando de forma más eficaz, anónima y silenciosa: es la guillotina de la marginación. Un muro invisible que impide a parte importante de la población el acceso al poder político o al bienestar. Es la violencia líquida, copiando el adjetivo de Bauman. Es una violencia insonora, invisible, porque no se ve la mano del ejecutor, sólo quedan de forma individualizada los marginados. Es una violencia terriblemente eficaz. Sólo una enorme red, un muro invisible, que defiende a los que controlan el poder.
Toda construcción nacional crea grupos importantes de población que sobran, que no se pueden integrar en la nueva nación, y otros grupos a los que simplemente se les quiere expulsar del poder político o económico pasando este poder a las nuevas élites. El sistema clásico durante el XIX o XX ha sido matarlos o expulsarlos del país. En la actualidad estos mecanismos asesinos no son posibles (bueno, en Yugoslavia ya hemos visto que sí), pero en general se opta por utilizar la guillotina de la marginación. Entre nosotros creemos que esto no es posible, apelando al sentido democrático de las sociedades europeas, y sobre todo solemos afirmar con rotundidad que en el seno de la Unión Europea esto no es posible. Que la Unión es la garantía absoluta que pondrá límite a los nacionalismos más totalitarios.
Miles de polacos, rusos, bielorrusos de las repúblicas bálticas nos están diciendo insistentemente que no, que la UE no ha sido garantía para ellos, que en pleno siglo XXI están abandonados en el mundo de los apátridas, pero no les queremos creer.
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