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DANIEL REBOREDO
Jueves, 28 de diciembre 2006, 03:14
La dinastía de los Grandes Príncipes de Kiev en el siglo IX (incluso antes), los 18 zares de la dinastía de los Romanov, los 7 líderes de la URSS (Lenin, 1917-1924; Stalin, 1924-1953; Kruchev, 1953-1964; Breznev, 1964-1982; Andropov, 1982-1984; Chernenko 1984-1985 y Mijaíl Gorbachov, 1985-1991) y, finalmente, los dos hombres que hasta la fecha han gobernado la Federación de Rusia, Boris Yeltsin y Vladimir Putin, han conocido el veneno como arma de eliminación política. Los servicios secretos rusos son unos maestros en el arte de deshacerse limpiamente de los enemigos del poder. Veneno en teléfonos, en comidas, en paredes recién encaladas, en la punta de un paraguas. Desde Máximo Gorki (18 de junio de 1936) hasta Alexander Litvinenko, pasando por el psiquiatra de Stalin que le diagnosticó 'paranoia aguda', Vladimir Béjterev (1927); el diplomático sueco Raoul Wallenberg, secuestrado por los servicios secretos soviéticos en 1945 en Viena después de haber salvado del Holocausto a más de cien mil judíos; el mariscal hitleriano Ewald von Kleist (1954); los dirigentes nacionalistas ucranianos Lev Rebet y Stepan Bandera (1957 y 1959); el escritor y disidente búlgaro Nikolai Markov (1978); el director del banco Rossbusinessbank, Ivan Kiveldi, y su secretaria, Sara Izmailova (1995); el líder ideológico de los paramilitares chechenos, conocido como Jattab (2002); el periodista de 'Novaya Gazeta' y diputado liberal Yuri Schekochijin (2003); el representante en Georgia del líder checheno Masjádov, Jisri Aldamov (2004), y, a modo de colofón, los intentos fallidos de la periodista recientemente asesinada a tiros, Anna Politkóvskaya, del actual presidente de Ucrania, Víctor Yúshenko (2004), cuando era candidato a la presidencia del país, y del ex primer ministro ruso Yegor Gaidar, los casos son numerosos y probablemente seguirán aumentando y sorprendiéndonos por lo insólito de sus métodos y de los componentes utilizados para ello.
Veinticinco años de la creación de la Comunidad de Estados Independientes y de la Rusia actual (9 de diciembre de 1991) coinciden casi con el centenario del nacimiento de uno de los líderes de la URSS, Leónidas Breznev (19 de diciembre de 1906). Ambos acontecimientos, más ligados de lo que parece a primera vista, enlazan con el envenenamiento de Litvinenko, con la Rusia de Vladimir Putin y con el papel de éste en el inmenso país de Europa oriental. Rusia surgió a gritos como Estado independiente en el mencionado año 1991. La URSS, antaño una potencia mundial, se había desintegrado sin previo aviso y con un gran dolor por la pérdida de repúblicas que eran parte de sus territorios imperiales, sobre todo Ucrania y Bielorrusia. Rusia nacía truncada, con un sentido confuso de su propia identidad y temerosa del futuro. Boris Yeltsin, con todos sus errores y equivocaciones, entendió y aceptó la realidad de una Rusia de menor tamaño y evitó un panorama balcánico de guerras interminables para mantener el sueño de la 'Gran Rusia'. La percepción de muchos rusos a finales del siglo pasado era la de que Rusia estaba pasando uno de los períodos más difíciles de su historia y estaban convencidos de que por primera vez en los últimos doscientos o trescientos años podían convertirse en un Estado de segunda o tercera categoría.
Durante siglos, los zares basaron su poder en la autocracia y el sistema de la propiedad y durante décadas el sistema comunista convirtió 'el servicio al Estado' como único medio de fortuna y poder. De alguna manera, el nuevo régimen adopta aquellas pautas históricas. Cultura, Iglesia y nación rusa se recuperan al tiempo que democracia y Estado de derecho parecen retroceder. El sistema soviético empezó a dar unas muestras de esclerosis en los años sesenta del siglo XX, lo que contrastaba con su imperialismo exterior, a la par que se producía una auténtica revolución en el modo de vida (más que en la política) de la cual aún hoy perviven sus consecuencias. En cierto modo se puede decir que, en 1953, tras la muerte de Stalin, hubo un primer conato de aflojamiento de la guerra fría, al igual que en 1960, después de que Kruschev visitara Estados Unidos. La distensión se inició en 1962, después del duro enfrentamiento en Cuba y Berlín, y siguió avanzando hasta que culminó entre 1968 y 1973. A partir de este año pareció reanudarse la confrontación de la guerra fría en un momento en que en el seno del mundo occidental, y también del soviético, daba la sensación de que todavía no se habían superado los testimonios de disidencia tan abundantes desde fines de los años sesenta.
Comisario político y coronel durante la Segunda Guerra Mundial, primer secretario del PC en Moldavia en 1950, miembro suplente del Presidium del Comité Central en 1952, comandante general del Ejército, delfín de Nikita Kruschev en 1954, máximo dignatario de la URSS entre 1964 y 1982 y artífice de la nueva Constitución de 1977, Leónidas Breznev es el único caso de un primer responsable político soviético que publicó sus memorias en vida y en el poder. Lo hizo a partir de 1978. La redacción de unas memorias por parte de un político en ejercicio transmite la impresión de normalidad en la vida política de la URSS. El país parecía haber alcanzado una estabilidad que lo alejaba de las purgas estalinistas y de la actividad populista y efervescente de Kruschev y de ahí que el período se denominara de 'socialismo maduro' o 'real'. Breznev sustituyó al citado Kruschev e inauguró un fuerte liderazgo que perduraría dos décadas, hasta su muerte. Mantuvo la desestalinización, como manifiesta el hecho de que su antecesor, caído en desgracia, aunque perdió el cargo pudo conservar la vida y redactar sus memorias. En el ámbito internacional el régimen llevó la lógica de la distensión un paso más allá, desarrollando la doctrina de la coexistencia pacífica (Conferencia de Helsinki de 1973), aunque siguió aumentando los gastos militares hasta que en 1968 logró la equiparación militar con EE UU, a la par que intervenía militarmente en Checoslovaquia (1968), como doce años antes se hizo en Hungría, amagaba con hacerlo en Polonia (1980) y cometió el error fatal para la URSS de invadir Afganistán.
Reseñábamos con anterioridad que desde la disolución de la URSS han gobernado Rusia dos presidentes, Boris Yeltsin y Vladimir Putin. Pues bien, antes de ellos, Mijaíl Gorbachov fue el primero y el último presidente de la Unión Soviética, ya que sus predecesores ocuparon el cargo de secretario general del Comité Central del Partido Comunista, cargo que también ocupó Gorbachov antes de ser presidente. El maremoto que supuso la transición rusa al capitalismo desbarató en pocos meses el modelo político, social y económico del totalitarismo soviético. Sin embargo, los servicios secretos rusos aguantaron a flote y siguen siendo protagonistas de la política rusa, tal y como líneas precedentes han manifestado. En la época poscomunista, la hipertrofia del poder soviético dio lugar a la atrofia del Estado ruso. La habilidad del Gobierno para imponer su voluntad sobre la sociedad, extraer recursos adecuados y sostener los símbolos de poder legítimo se debilitaba en todos los ámbitos. La preocupación inmediata de Putin por reanimar el Estado ruso procedía de su propio pasado en el que había visto con sus propios ojos la descomposición de las estructuras ideológicas y la desintegración de la fuerza del Gobierno. El nuevo sistema político sobrevive mezclando unas reglas del juego que oscilan entre la burocracia, el autoritarismo y la democracia. No sabemos a ciencia cierta todavía si Putin quiere o no una autocracia moderna, pero no cabe duda de que el presidente muestra muy poco respeto por los principios democráticos. Su Gobierno, como el de Yeltsin, ha puesto énfasis en la construcción de una nación rusa, de ahí que por primera vez en su historia, Rusia se acerque ahora al Estado-nación. Pero, por otra parte, situaciones como la de Litvinenko o Gaidar poco ayudan a mejorar la percepción occidental sobre el 'nuevo zar de todas las Rusias'.
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