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ALVARO BERMEJO
Lunes, 15 de enero 2007, 09:57
- Un rostro donde se oculta una lechuza, un cadáver sepultado bajo una higuera y un hueso de cereza que echa raíces dentro de un estómago. A partir de esa fórmula magistral, ¿podemos comenzar a conocer a sus 'Hombres intermitentes'?
- Sí, y el libro contiene dos realidades diferentes: la estrictamente biográfica y la que se encuentra mezclada con visiones o sueños.
- Todo es bosque y niebla, montaña y frontera en su libro. La sombra de la palmera a la puerta de su caserío, en Lesaka, ¿llega hasta su última residencia en París?
- La primera parte del libro recoge episodios de mi infancia en Lesaka. Procuro que no haya nostalgia, sino vida. Por otro lado, la palmera fue cortada; ya sólo existe en mi memoria.
- «Un día de invierno, en el recreo, fui empujado, caí de espaldas». ¿Cree en la fatalidad, en esa otra mano que también nos escribe «por la espalda»?
- Especulo poco con este asunto. Tengo la certeza de que cualquier suceso aparentemente positivo o negativo nos da tantas posibilidades de provecho como de daño. El episodio que refiero me sirvió de aprendizaje y no lo condeno al platillo oscuro de la balanza.
- «Cierto día, una profesora, cansada de mi torpeza al leer, me quitó el libro y lo lanzó al techo». ¿Es cierto que, cuando cayó, ese libro infantil se había convertido en el Ulises de Joyce?
- Se transformó lentamente. E intuyo que el escultor Mínguez acierta cuando afirma que el artista ingenioso se desliza sobre la superficie de las cosas y suelta con facilidad sus trivialidades, pero que la hondura va unida a la torpeza.
- «Soy de esos vascos a los que, en su infancia, el cuartel de la Guardia Civil no les infundía miedo sino pena». ¿En qué sentido?
- Digo que descubrí la tristeza en el patio de un cuartel. Yo iba en compañía de un amigo, el futbolista Dioni, hijo de un guardia civil, y me impresionaron el frío y la tosquedad del sitio. Un lugar tan inhóspito que, frente a él, el miedo hubiera sido una reacción burguesa.
- Entonces, ¿existió alguna vez el País Vasco donde los baserritarras y los guardiaciviles desayunaban juntos?
- Fui testigo de esa camaradería entre pobres.
- «Durante algunos años -continúa- nos unieron las pesadillas en que aparecía una mole de carne sin cabeza». ¿Hemos despertado ya?
- Casi todos los países que nombro en Fiestas nacionales superaron las tiranías y ahora intentan levantar la 'torre de razón' que previó Borges en su poema Los conjurados.
- Una bomba lapa cuenta su triste vida de olvido, adherida a los bajos de un coche, por fortuna abandonado. Esa Muerte roñosa, ¿será una realidad algún día en el País Vasco?
- Así lo espero. Pero en el País Vasco, y en buena parte del mundo, aún no han arraigado dos principios elementales: reconocer que el adversario político es necesario y que la uniformidad es la muerte.
- Y usted, ¿con qué lecturas trenzó su hilo de Ariadna para salir del laberinto?
- Creo que los libros no nos sacan del laberinto, pero al menos pueden iluminar los caminos que se entrecruzan. En la juventud me ayudaron mucho unas linternas latinoamericanas: los ensayos de Octavio Paz, los poemas de César Vallejo, las novelas de García Márquez y todas las páginas de Borges y Juan Rulfo.
- En cualquier caso, su visión del país y de la patria rezuma cierta amargura, aun desde la distancia. ¿Qué es para usted un buen patriota?
- Si al patriotismo le quitamos sus componentes de vanidad y egoísmo económico, se queda en un saco de humo. Pienso en los juegos verbales de Guillermo Cabrera Infante, y me parece que las identidades no serán normales mientras la palabra raza no se mire en el espejo: azar. Naturalmente, esto no empaña mi gran afecto por los paisajes, las personas y la cultura de la tierra donde nací.
- Su primera visión de París nos sumerge en otra dimensión del desasosiego. Su pasaporte, ¿lleva sellada la palabra melancolía?
- Con París me pasa lo mismo que con las obras de Bach, cuya música se adapta a los cambios de ánimo. Cuando estoy triste, su música tiene idéntica pena. Ese mismo fragmento escuchado con ánimo exultante revela su gran alegría.
- A Julio Cortázar se le apareció la Maga cuando se asomaba al río Sena sobre el Pont des Arts. ¿Cómo es la vida de un cronopio vasco en la Cité Lumière?
- Por ahora, muy agradable. A mí se me apareció un vecindario exquisito, y la ciudad me ofrece todas sus ventajas culturales. Así pues, hablo con gratitud, pero sin cerrar los ojos ante las tiendas de campaña de los mendigos en medio de la opulencia, el islamismo violento, la xenofobia de electorado fiel y las regresiones de unos dirigentes que quieren imponer su narcisismo a Europa.
- Ernst Jünger definía la «emboscadora» como la única posibilidad de supervivencia en el mundo contemporáneo. Sea en su pueblo natal o en la gran ciudad, ¿sigue siendo usted un emboscado?
- Aunque leí con placer la prosa de Ernst Jünger en Juegos africanos, sentí debajo de tanta belleza la inflexibilidad que lo empujó a los graves errores políticos de su juventud, y no me sorprende su manera de justificarse. Yo simpatizo con las personas solitarias, pero no con las emboscadas. Conservo unos principios íntimos y vivo discretamente en la plaza pública.
- ¿Qué está escribiendo ahora y por qué?
- Llevo redactados dos tercios de La nota rota, un libro de semblanzas de músicos. Quisiera transmitir mi placer tras escucharlos. Al mismo tiempo, apunto ideas para el siguiente volumen de poemas en prosa.
- Entre el Habermas que escribe «es inevitable renunciar a las raíces» y el Cavafis que vaticina: «Ni nuevas tierras hallarás, ni nuevos mares», ¿con quién se queda?
- No me identifico con ninguna de las dos frases, porque la memoria y los pequeños descubrimientos siguen teniendo importancia en mi vida. Llamo raíz al recuerdo. Y París me regala matices que son universos.
- En este umbral del siglo XXI y de la globalización, ¿quedan utopías por las que merezca la pena luchar, incluso individualmente?
- Después de las experiencias fascistas y comunistas, la palabra utopía hiede a infierno en la Tierra. Creo que no hemos extraído suficientes enseñanzas de la polémica que sostuvieron Albert Camus y Jean-Paul Sartre. Camus, mi guía ideológico desde hace muchos años, propuso la autocrítica rigurosa en el seno de la izquierda, la denuncia de las atrocidades soviéticas, la asunción definitiva de la democracia y la piedad humanista, mientras Sartre triunfaba con sus arengas de café y usaba la cólera dialéctica para encubrir el terror de los regímenes del Este. Mi ideal es la aplicación de los derechos humanos, e individualmente doy cada paso sin olvidar un consejo cristiano: no hagas a los demás lo que no desees para ti.
DE BUENA TINTA
DE VIVA VOZ
Nació en Lesaka, en 1954. Fue periodista muscial en Madrid, a las órdenes de José María Iñigo. A finales de los 70 se integró en el grupo surrealista Cloc. En 1992 la UPV publicó su poesía completa Cielos segados. Desde 1993 reside en París, casado con la eminente geopolitóloga Bárbara Loyer, con quien comparte dos hijos y un clavicémbalo lleno de Bach.
Me gustan las ciudades francesas en las que la gente habla y no desaparece el silencio.
Detesto cualquier totalitarismo y los rebaños que corean sus consignas.
Me fascina la escritura musical, una fiesta de la inteligencia.
Aborrezco el racismo, la misoginia, la homofobia y demás hierros candentes para marcar al disconforme.
Me encanta el mundo de Ramiro Pinilla.
Me pierde la ventresca horneada por Paco Ganuza.
Me ganan las películas de Satyajit Ray.
Me pone la duda, casi siempre fértil.
Me indispone el vuelo bajo de las banderas.
Me indigna la mala educación disfrazada de carácter fuerte.
Me calienta la ética sin aspavientos.
Me aturden los puntos cardinales. Nadie tiene más sentido de orientación que yo: como no lo he estrenado.
Me repele la falta de compasión.
Me seduce el Café L'Industrie.
Me aterra un pistolero con el breviario de dogmas.
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