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ARANTXA ALDAZ
Domingo, 4 de marzo 2007, 03:22
SAN SEBASTIÁN. DV. Era el servicio número 33. La noche anterior al viaje, los 181 tripulantes del Gipuzkoa, Bizcaya, Nabarra y Donostia, cuatro bacaladeros de Pasaia reconvertidos en buques de guerra, recibieron instrucciones concretas para una nueva misión: escoltar al mercante Galdames, un vapor que llevaba más de dos meses atracado en Bayona a la espera del convoy de seguridad para arribar a la costa vizcaína con 173 pasajeros a bordo, víveres, medicamentos, toneladas de monedas, maquinaria, gran cantidad de correspondencia y hasta películas de cine.
Ramón Manterola (Zumaia, 1915) siguió al pie de la letra la hoja de ruta y embarcó con las primeras luces del día en el Gipuzkoa, el 4 de marzo de 1937, desde el puerto de Bilbao, junto al resto de sus compañeros y otros tres barcos más. La operación, altamente secreta, formaba parte de las labores de vigilancia y escolta de la Marina Auxiliar de Euzkadi, creada en 1936 por la Consejería de Defensa del Gobierno Vasco para ayudar a la armada republicana en la protección del tráfico marítimo durante la Guerra Civil.
Los pasos a seguir llegaron en un sobre escrupulosamente cerrado. Como en las 32 anteriores ocasiones, los cuatro barcos de apoyo esperarían al mercante a una hora y en un punto concreto en mitad del Cantábrico. El encuentro se produjo hacia las nueve de la noche, a unas cinco millas al oeste de Bayona. La mar estaba revuelta. Las olas batían cada vez con más fuerza a medida que caía la noche. El convoy avanzaba a duras penas, con las luces apagadas y con los equipos de radiotelegrafía en silencio para evitar ser cazados por la flota franquista. El temporal de lluvia y granizo les acompañó en todo su trayecto, hasta que dos de los barcos, el Gipuzkoa y el Bizkaya, perdieron contacto en mitad de la tempestad, sin saber lo que les esperaba al amanecer.
Ramón lo recuerda «como si fuera ayer», aunque en realidad han pasado siete décadas desde entonces y hoy es, a sus 92 años, un testigo único de la batalla que ocurrió el 5 de marzo de 1937 frente al Cabo Matxitxako, un momento histórico que marcó un punto de inflexión en la flota auxiliar republicana y propició el avance franquista por el Cantábrico.
La flota vasca de apoyo a los republicanos la formaban cuatro buques de la factoría bacaladera Pysbe, el Mistral, el Vendaval, el Euzkal Erria y el Hispania, rebautizados como Gipuzkoa, Nabarra, Bizkaya y Araba, respectivamente, a los que luego se sumaron más efectivos. Para organizar las tripulaciones, se creó el voluntariado del mar, al que se inscribieron unos novecientos hombres. Entre ellos se encontraba Ramón, un veterano superviviente que repasa la efeméride desde el salón de su casa en Zumaia. Habla rápido, «muy nervioso». La conmemoración de la batalla le devuelve los recuerdos de toda una vida, que comparte amablemente durante la conversación.
Nacido en el seno de una modesta familia con ocho hijos, formó parte de la flota pesquera guipuzcoana antes de alistarse en la Marina Auxiliar de Euzkadi con sólo 22 años. Entró como marmitón en el Nabarra, y en febrero de 1937 fue destinado al Gipuzkoa, un traslado que le salvó la vida la mañana del 5 de marzo de hace setenta años.
El 'Canarias'
Aquel día, el cielo se despertó encapotado y de nuevo el mar se revolvía en una fuerte marejada. El centenar de voluntarios embarcados en el Gipuzkoa y en el Bizkaya seguían rastreando las aguas por separado en busca del convoy perdido, cuando, inesperadamente, se cruzó en su camino el crucero Canarias, el buque más potente de la flota franquista, que había interceptado la ruta secreta de los republicanos.
«Y de repente, ¿damba, damba, damba!». A Ramón le cuesta pronunciar las palabras, pero la máquina de la memoria le traslada en pocos segundos al escenario de la batalla. Su testimonio también lo escucha el historiador Juan Pardo San Gil, autor de varios libros sobre la Marina Auxiliar de Euzkadi. Ramón conversa a duras penas. Pardo le ayuda a recordar.
El reloj marcaba la una y media del mediodía. El primer proyectil impactó directamente en el cañón de popa del Gipuzkoa, causando la muerte de dos artilleros. Ramón y el medio centenar de tripulantes respondieron, mientras que el Bizkaya logró huir y atracar en Bermeo, después de liberar al mercante Yorkbrook, apresado por el Canarias antes del combate. El intercambio de fuego continuó una hora más, hasta que los voluntarios republicanos fueron alcanzados por un nuevo cañonazo, que esta vez impactó en el puente de mando, lo que causó tres muertos más y un incendio de grandes dimensiones.
Averiado y con decenas de heridos, el Gipuzkoa consiguió acercarse a la costa. «Había muy mala mar y el barco aparecía y desaparecía de las olas. Eso nos salvó», confiesa Ramón. Las baterías de tierra de Punta Galea y Punta Lucero empezaron a disparar al adversario, que cambió de rumbo y volvió mar adentro, donde prosiguió la batalla. «Nos salvó el temporal. Si no llega a ser por la mala mar...», comenta el zumaiarra, inseparable de su txapela, calzada siempre hacia la izquierda.
La segunda parte de la contienda se ensañó con el Nabarra, que acabó en las profundidades del golfo de Vizcaya después de quedar sin gobierno. La mitad de la tripulación, entre ellos el comandante y el primer oficial, prefirieron quedarse a bordo y hundirse con el barco, un gesto que se convirtió en símbolo de la lucha por la libertad para los vascos de la época, que interpretaron la derrota como una victoria moral. El resultado fue trágico: un muerto en el Canarias, cinco en el Gipuzkoa, 29 en el Nabarra y cinco pasajeros en el Galdames. Los supervivientes del pecio hundido fueron capturados por la flota franquista, condenados a duras penas de cárcel y milagrosamente indultados un año después, gracias a la intercesión personal de Manuel Calderón, oficial del Canarias nacido en Deba, que luchó en la batalla de Matxitxako.
De nuevo, el 5 de marzo
Ramón sabe que tuvo suerte y aún hoy su cabeza desmenuza aquellos momentos para encontrarles algún sentido. «Hacía pocos días que me había cambiado de barco. Le dije al secretario de marina que no estaba a gusto en el Nabarra, y me trasladaron al Gipuzkoa. ¿Qué casualidad!», exclama.
No fue ésta, sin embargo, la única pasada que le jugó el destino durante la Guerra Civil. A principios de junio de 1937, Ramón desembarcó del Gipuzkoa y se enroló en el destructor republicano Ciscar, junto con un centenar de compañeros de la Marina Auxiliar. A bordo del buque participó en un breve combate con el crucero Cervera (10-6-37) frente a Bilbao y con el minador Júpiter frente a Gijón (11-8-37). El Ciscar fue hundido en el puerto del Musel por la aviación el 20 de octubre del 1937 y sus tripulantes escaparon a Francia.
Pasaron unos meses hasta que cruzaron la frontera y fue, casualmente, un 5 de marzo, pero de 1938, cuando se vio envuelto en un nuevo capítulo de la contienda marítima contra los buques franquistas, esta vez, en el Mar Mediterráneo. Un año después de la batalla de Matxitxako, Ramón navegaba en el crucero Libertad, buque insignia de la flota republicana con el que participó en varios servicios de protección a mercantes. La flota había salido en una misión de apoyo a lanchas torpederas cuando se encontraron en mitad del mar con el Canarias, el Baleares y el Cervera, tres buques franquistas que escoltaban a otros tres mercantes. «A veinte millas del cabo de Palos», precisa el superviviente. Allí, en el fragor de la contienda, Ramón revivió las escenas de la derrota militar vivida un año antes. «Hundimos al Baleares, justo un año después de Matxitxako».
La fecha se le volvió a quedar grabada y cuando al año siguiente se produjo la sublevación de la flota republicana al arribar al puerto de Cartagena, Ramón volvió a mirar con asombro al calendario. «También era un 5 de marzo. ¿Otra casualidad!». Los buques de la Armada republicana decidieron no regresar a España y pusieron rumbo a las costas de Argelia, donde se rindieron en el puerto tunecino de Bizerta, el 7 de marzo, después de solicitar asilo para sus tripulaciones y con la guerra ya prácticamente perdida. Ramón, que seguía a bordo del Libertad, fue desembarcado y estuvo en un campo de concentración hasta que fue repatriado a Cádiz en el buque Marqués de Comillas, a finales de marzo de 1939. «Pasé unos meses en un campo de concentración en Rota. Luego me llevaron ante el Consejo de Guerra. El abogado me preguntó si había matado a alguien. Yo respondí que no y me dejaron en libertad», resume con asombrosa brevedad.
Ramón regresó entonces a Zumaia para reconstruir su vida y reconducir su caprichoso destino, cansado después de cuatro años de guerra y con cientos de historias a su espalda. Batallas, avances, retrocesos, escoltas, cañonazos, heridos y muertos, el sin sentido de las guerras que nunca olvidó y que mañana, 5 de marzo, rememorará una vez más rodeado de los suyos desde el sillón de su casa, tan lejos y tan cerca del Cabo Matxitxako.
aldaz@diariovasco.com
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