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BEGOÑA DEL TESO
Lunes, 14 de mayo 2007, 03:48
BOJADOR DV. Aquel día el alcalde de Bojador, dicha también Buchdur, tenía grandes ocupaciones. En su daira, en su ciudad hermanada con Donostia y en toda la wilaya (provincia) de Dajla, una de las cuatro que componen los campamentos de refugiados donde desde hace 31 años vive el pueblo del Sahara, había dado comienzo la campaña de limpieza en la que tomaban parte activa, muy activa, tanto el alcalde, Salama Yahida Mule, como las 17 concejalas que constituyen el gobierno de esa ciudad de arena, adobe y tiendas de lona y pelo de camello, ciudad dividida a su vez en varios barrios.
Diecisiete. Diecisiete mujeres bravas, representantes todas ellas de los distintos comités que conforman el gobierno de la daira. Mujeres duras como la hammada donde viven (el desierto del desierto). Mujeres sabias y seductoras vestidas con hermosas melfhas, mucho más que una chilaba, un vestido hermoso de mil vueltas, mil colores y mil formas de ser llevado. Mujeres que sabían tomar la palabra en el consejo de la ciudad para hablar de estadísticas, de hermanamientos, de ayuda internacional, de economía y de educación mientras, con la misma destreza, aplomo y poder, servían a los invitados donostiarras el té de la amistad, que ha de ser amargo como la vida, suave como el amor y dulce como la muerte.
Había comenzado en la daira de Bojador la campaña de limpieza. No es fácil vivir acampados en el desierto argelino. Menos aún cuando antes del destierro has sido un pueblo nómada. Y cuando antes de poblar el Bojador del exilio vivías en el Buchdur verdadero, el que miraba al mar, al Atlántico, desde los 27 grados de latitud. El primero que llegó allá fue el marino portugués Gil Eanes en 1434. Abu Kathar se llamaba entonces. Muchos barcos desaparecieron cerca de él y los marinos lo creyeron infestado de monstruos y criaturas fantásticas.
Dificultades
No, no es fácil vivir en el desierto, a 195 kilómetros de la ciudad argelina de Tinduf, por caminos de piedra y dunas, por pistas donde sólo ruedan 4x4 más feroces que los usados en cualquier rally del desierto. Vivir lejos del mar, un mar fértil y rico, tal como contó en 1930 un pescador español: «Lancé el aparejo al mar por dos veces, extrayéndolo tan lleno de millares de langostas que hubo de echarlas al agua y alejarse porque impedían nuestra pesca habitual. Alejados ya, en un solo lance sacamos 8.000 kilos de corvina».
No es fácil vivir en el Bojador distante del hospital nacional 145 kilómetros mientras recuerdas, o escuchas a tus mayores hablar de los pozos de agua abundante que bordeaban el sur del Sahara soñado, el arrebatado. Allí donde anidaban 700 pájaros por cada 20 kms. cuadrados y cientos de gacelas surcaban los campos. No es fácil cuando en los cercados entre el mercado y los barrios de Bojador sólo guardas cabras. Cabras bien cuidadas. No en vano en cada corralillo siempre hay una que se llama umbarka, afortunada. No es fácil vivir en la hammada, a 190 kilómetros de Rabuni, allí donde están las instituciones del pueblo en el desierto, su radio y su televisión, los contenedores de la ayuda internacional y la única carretera (con tres señales de tráfico aisladas) que lleva al aeropuerto.
La ayuda de Donostia
No es fácil vivir en la hammada donde el agua es bien prodigioso y la electricidad se logra con placas solares recargadas minuto a segundo por un sol que en verano hace que la arena arda a 60 grados centígrados y en invierno desaparece hasta que las estrellas se hielan más abajo del cero.
Y porque no es fácil vivir, el trabajo de las grandes damas resulta importantísimo. Crucial. Insoslayable. Por eso, el encuentro con las 17 concejalas del Bojador del exilio y el alcalde sucedió en plena campaña de limpieza. Es difícil mantener la daira limpia cuando la gasolina de los jeeps mancha la arena y uno no sabe dónde tirar los plásticos que contienen parte de la ayuda humanitaria internacional. Por eso el alcalde y las 17 mujeres miembros de los comités de la ciudad estaban embarcados en la recogida de basura, de restos, de huellas oscuras de otros paisajes. Porque allá, en los campamentos, el desierto suele oler a monóxido de carbono pues los todo terreno usados no son muy ecológicos sino los modelos antiguos de un parque móvil occidental ya deshauciado, restos recuperados por los magníficos mecánicos de las dairas.
Pero aunque no sea fácil vivir en el desierto de los desiertos, los saharauis lo hacen con dignidad extrema. Los donostiarras pueden estar orgullosos de su ciudad hermanada. Su ayuda, su dinero, su solidaridad, ha servido para que en la provincia más alejada, la más remota, un puñado de seres realmente vulnerables (viudas, familias sin recursos, discapacitados...) vivan con la dignidad que su historia y su pueblo reclaman. En Bojador, las casitas de adobe construidas gracias a los hermanos donostiarras protegen de lo peor del desierto y el exilio a viejos que ya lo han vivido casi todo, a mujeres que luchan y a niños que sueñan. Son casas acogedoras donde el té sabe más suave que amargo y donde el simún, el siroco, la tormenta de arena, se queda fuera, rugiente, enloquecedora. Casas donde se comparten los dátiles y se sueña con el mar.
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