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ÁLVARO BERMEJO
Jueves, 7 de junio 2007, 04:07
Nadie esperaba tanta violencia» -repetían, consternados, los rostros de los informativos. No, nadie esperaba tanta violencia, porque entre los convocantes figuraban el Partido Verde y las juventudes socialdemócratas alemanas. No obstante, desde el pasado viernes la pequeña ciudad de Rostock estaba siendo tomada por un ejército de más de 20.000 policías. ¿Qué sentido podía tener semejante despliegue de fuerzas antidisturbios, si no se esperaba una contestación significativa por parte de los grupos antisistema? Desde la célebre cumbre de la OMC que tuvo lugar en 1999, en Seattle, todos los eventos de esta naturaleza vienen siendo objeto de una hostilidad creciente. Da igual que la cumbre suceda en la lejana Melbourne, en la pacífica Gotemburgo o en la Génova más veraniega. De pronto, las calles se inundan de banderas rojas y negras, grupos de jóvenes con la cara embozada comienzan a apedrear a los antidisturbios, y la cumbre pensada para celebrar el nuevo orden mundial, deriva en una caótica batalla urbana semejante a la que se vivió el pasado fin de semana en Rostock como preámbulo a la recién inaugurada Cumbre del G-8.
Es cierto que estas Cumbres de la Opulencia tienen un toque obsceno que se acentúa si las contrastamos, por ejemplo, con los objetivos sancionados en la Cumbre del Milenio de 2006. Entonces cerca de doscientos jefes de Estado y de Gobierno aprobaron una agenda de medidas urgentes contra la pobreza, se aplaudió un lema -«Todos en pie contra la Pobreza»-, y la ONU, literalmente, llamó a los ciudadanos del mundo para que reclamasen a sus gobernantes mayores esfuerzos en la lucha contra los desequilibrios planetarios. Apenas se ha cumplido un año y no parece que los líderes del G-8 prevean examinar la distancia entre la realidad del mundo y sus promesas suscritas en aquella Cumbre del Milenio.
Sabemos que uno de los temas de fricción de esta Cumbre del G-8 será el nuevo Escudo Antimisiles que pretende desplegar George Bush en Europa, y que tanto incomoda al presidente ruso, Vladimir Putin. No es fácil evaluar la cifra exacta de lo que costará alzar ese Escudo a cada uno de los países europeos aliados de EE UU, pero sí sabemos que el 40% de la Humanidad vive, o sobrevive, con un dólar al día, y no parece que su prioridad sea invertirlo en misiles de largo alcance.
También sabemos que Bush ha incluido en su hoja de ruta un comunicado apostando por una mayor implicación de su país en la lucha contra el Cambio Climático. Ya era hora, corearán quienes aún están esperando que firme todas las cláusulas del Protocolo de Kyoto. Pero, aun así, la defensa de un ideal de desarrollo sostenible en términos medioambientales no se limita favorecer la reducción de gases de efecto invernadero. La Cumbre del Milenio puso el acento en reducir a la mitad el número de personas que aun no tienen acceso al agua potable ni al saneamiento básico. Más de cinco millones de seres humanos -el 90% niños-, mueren anualmente a consecuencia de beber agua en mal estado. Y, con el ritmo actual de inversiones, apenas nada cambiará en mucho tiempo.
Uno tras otro, podríamos ir enumerando los ocho objetivos básicos solemnemente rubricados por los asistentes a aquella Cumbre del Milenio, y el balance final sería peor que lamentable. A juicio del último informe de la ONU, los objetivos que se suscribieron en el documento base de 2001 con fecha de cumplimiento en 2015, aunque nos cueste creerlo -y aun más aceptarlo- están hoy más lejos que hace seis años. En este tiempo, la ayuda de los países ricos a los países en desarrollo ha disminuido casi en un 25% y, en fin, estos mismos líderes del G-8, que en su cumbre de 2005 se comprometieron a cancelar la deuda de los dieciocho países más pobres del mundo, sencillamente, no lo han hecho.
Probablemente, muchos de quienes denuncian las escenas de violencia en Rostock ignoran que también es violencia condenar a una muerte masiva por sida a todo el contienen africano, como también es violencia la reducción en casi un 15% de la renta per capita de ochenta países del Tercer Mundo, concomitante con un aumento sustancial del PIB mundial en la última década. Ahora bien, por más implacable que sea la expresión de este nuevo orden mundial, por más que la violencia radicalice muchos comportamientos, ¿cabe otra forma de contestación que despierte masivamente la conciencia de la ciudadanía y tenga una cierta resonancia en los medios de comunicación?
La ineficacia de las instituciones financieras globales para regular las actuaciones de las grandes compañías transnacionales, sobreimpuestas al descontento de grandes masas de jóvenes que sienten como algo propio la ira de los pobres, llevan a un diagnóstico evidente: la desconexión del sistema con la realidad. Pero asimismo la atonía política de las fuerzas progresistas nos lleva a preguntarnos, no ya si cabe «otro mundo posible», sino hasta qué extremo disponen nuestras sociedades de una capacidad real para cambiar, a través de sus ideas, sus conflictos y esperanzas.
Viendo a los jóvenes airados de Rostock se impone una pregunta: ¿Acaso no cabe ya para ellos otra elección fuera de la de rebelarse violentamente o adaptarse a las exigencias de la economía internacional? Los rebeldes de Mayo del '68, decían aquello de «sólo se destruye lo que se sustituye», y apenas sustituyeron nada. Cuarenta años después los jóvenes antisistema de hoy están cayendo en su misma trampa. La sola contestación violenta frente a los nuevos De Gaulles de la economía mundial, sin oponerles propuestas gradual y sucesivamente operativas, se autoconsume en su propia agitación.
Urge repensar la idea de progreso y sus estrategias. Con una salvedad: esta responsabilidad ya no sólo afecta a los jóvenes. En realidad, son los más señalados por sus protestas quienes debieran iniciar esta deliberación colectiva. Pues si el mundo ha entrado en una dinámica de rechazo de la vigente hoja de ruta, aún no tenemos nada claro hacia qué nuevo paradigma encaminarnos.
Hay milenaristas que esperan que una nueva revolución, que sería casi apocalíptica, enderece los desequilibrios y reparta felicidad. Otros sueñan con retrotraerse al tiempo de las sociedades sin Estado. El primer grupo ilustra la imposibilidad humana de sustraerse al delirio. El segundo, sencillamente, escupe contra el viento. Pero la violencia urbana que conecta estas dos formas de protesta enhebra una continuidad que enlaza los sucesos de Seattle con los de Rostock. Y en la bisectriz de esa continuidad se lee el clamor por un cambio.
Hoy la opinión pública se ha convertido en una verdadera superpotencia. Y está pidiendo a gritos que alguien suba al puesto de mando para poner en su sitio a la mano invisible del mercado.
De este movimiento de jóvenes antisistema está surgiendo la primera gran revuelta global del siglo XXI.
No prestar atención al contenido de su contestación es la manera más segura de construir un mundo donde lo que estallará ya no serán las calles, sino las economías que tratan a las personas como mercancías.
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