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PPLL
Martes, 10 de julio 2007, 10:33
Si los dioses y los espíritus suelen refugiarse en las montañas más abruptas y los bosques más cerrados, se entiende que el macizo calcáreo de Itxina sea uno de los terrenos prolíficos de la mitología vasca. Allí, en la cueva de Supelegor, tiene una de sus moradas la diosa madre Mari, la que atraviesa los cielos envuelta en llamas, la que hace estallar tormentas cuando se junta bajo tierra con su marido Sugaar, que se presenta en forma de serpiente de fuego; en esa cueva también viven sus servidoras las sorgiñas (brujas) y las lamias (seres con aspecto de mujer, aunque con un pie de cabra o de pato, amantes fogosas que enloquecen a los hombres). Y en los hayedos del lugar pasea Basajaun, el peludo hombre de los bosques, un gigante bonachón -cuando se le trata con respeto- que protege a los rebaños de los lobos.
¿Y por qué es Itxina uno de los mejores refugios para las leyendas? Porque estamos ante uno de los paisajes más misteriosos de nuestra tierra. Imaginemos un enorme tazón de piedra que se alza a 1.000 metros de altitud, rodeado en su perímetro de 15 kilómetros por un reborde montañoso que alcanza los 1.200-1.300 metros. Uno de los pocos pasos que permiten acceder a esta cuenca es el Ojo de Atxulaur, una ventana natural en la muralla caliza.
Una vez atravesado el Ojo, el interior de Itxina se presenta como una especie de gran cráter colapsado, sembrado de rocas troceadas y trituradas, socavado por grandes hoyas, perforado por cientos de simas que se tragan las aguas y las ovejas despistadas. Este caos pétreo está colonizado por las hayas hasta los rincones más inverosímiles. Y cuando la niebla se enreda en el bosque, el paisaje toma un aspecto fantasmal muy seductor, pero también peligroso para los excursionistas desorientados.
Las leyendas laten en Itxina con una fuerza especial, porque aquí todavía sopla el aliento de aquella remotísima sociedad que creó los mitos. La actividad humana ha mantenido en el Gorbea una continuidad asombrosa desde la Edad del Hierro hasta nuestros días: los pastores que suben con sus rebaños a las praderas altas -de la primavera al otoño- prácticamente repiten los caminos y las costumbres de hace cuatro milenios. En las cercanas cuevas de Urratxa se encontraron huesos grabados y utensilios de sílex atribuidos a cazadores nómadas de hace diez mil años.
Y esas mismas cavidades sirvieron en los siguientes milenios como cobijo, necrópolis y almacén para los pastores, que hoy en día siguen pasando con los rebaños junto al menhir de Zastegi, testigo mudo de este oficio que perdura desde la prehistoria. En el paisaje del Gorbea también quedan restos de otros oficios que sí se han extinguido: en los bosques se aprecian amontonamientos de antiguas txondorrak (carboneras), aquí y allá se esconden las paredes medio derruidas de los karobiak (caleros, hornos para calcinar piedra caliza) y en las simas que se empleaban como edurzulo (nevero) queda algún viejo puente desde el que se extraía la nieve con cuerdas y cubos.
Paseo por el laberinto
Un paseo por el laberinto de Itxina nos servirá sobre todo como lección espectacular de geología al aire libre. Estamos ante un karst: una superficie de piedras descompuestas por la erosión (principalmente por el agua). Hace 100 millones existía aquí un mar cálido y poco profundo en el que los arrecifes de coral iban creando inmensas extensiones calcáreas, hasta que los movimientos tectónicos de hace 45 millones de años las levantaron a la superficie.
Desde entonces, la suave acidez de la lluvia ha ido disolviendo minuciosamente la roca de Itxina y ha creado un muestrario excelente de fenómenos kársticos. En la superficie tenemos lapiaces (extensiones de caliza agrietadas por surcos o canales), dolinas (hoyas que se forman por disolución o cuando se desploma el techo de una cueva) y poljés (una sucesión de dolinas que acaban formando valles profundos y cerrados). En el subsuelo abundan las simas y las cuevas (más de 130 cavidades, entre las que destacan la sima de Urrikobasoko Lezandi, con 300 metros de profundidad, o la de Otxabide Lezandi, con 14 kilómetros de desarrollo). Y como Itxina es un colador en el que se filtran las aguas, por sus entrañas corren ríos subterráneos que acaban aflorando en diversos manantiales al pie del macizo.
Una excursión de dos horas y media permite atravesar buena parte del laberinto de Itxina. Desde Areatza (en el valle de Arratia), podemos subir en coche hasta el área recreativa de Pagomakurre (a 870 metros de altitud). Justo enfrente del hostal, un poste de señales indica el sendero hacia Atxulaur y Supelegor, un camino que en los primeros metros avanza entre dos hileras de hayas jóvenes por una zona de mesas y barbacoas.
Enseguida entramos en un bosque de abetos y atravesamos zonas que suelen estar encharcadas. No hay un camino principal, sino varias trochas, de modo que durante un tramo debemos guiarnos por la intuición manteniendo el rumbo de la marcha con tendencia a la derecha. Pasamos por un claro, nos metemos de nuevo en un pinar y poco a poco el sendero va subiendo y haciéndose más evidente. Así encontramos una senda rocosa: es un antiguo camino de carboneros, por el que transitaban caballos, mulos o carros de bueyes con su carga de carbón vegetal, producido a partir de la madera de haya.
Siguiendo este camino, en el que vemos varios mojones de piedra, salimos del bosque a unas praderas empinadas. En lo alto ya aparecen los muros calcáreos de Itxina. Cruzamos una cerca, subimos por la ladera y pronto descubrimos una oquedad en la muralla: el Ojo de Atxulaur (1.110 metros), al que llegamos aproximadamente a los tres cuartos de hora de excursión. Atravesar esa puerta de Atxulaur constituye uno de los momentos especiales del recorrido. Primero, porque caminamos sobre los pasos de pastores, carboneros y leñadores que lo han cruzado desde hace cientos y miles de años. Segundo, porque es la entrada espectacular al entorno mágico de Itxina. Nada más asomarnos vemos una dolina, una gran hoya de rocas fragmentadas y tapizadas por las hayas, los musgos y la hojarasca. La rodeamos hasta encontrar un cruce señalizado con pintura: si giramos a la izquierda, empezaremos la ruta que recorre el interior de Itxina; si tomamos hacia la derecha, bajaremos hacia la cueva de Supelegor (después regresaremos hasta este mismo punto)
El descenso a Supelegor no tiene pérdida porque está plagado de señales pintadas, pero no debemos relajarnos: el mínimo despiste nos mete en un caos de roquedos y bosques en el que resulta difícil orientarse. En los días de niebla densa hay que extremar las precauciones, incluso plantearse si merece la pena seguir. Pero con un poco de atención y un día bueno disfrutaremos de un recorrido fascinante. La senda serpentea por los estrechos pasos que deja el karst, entre hayas retorcidas y grandes hondonadas, y de vez en cuando pasa junto a chabolas en ruinas y plataformas de carboneros. En un paso entre rocas se abre un desvío a la izquierda: merece la pena bajar unos pasos hasta la cueva de Axlagor o Arko Axpe, que en realidad es un túnel curvado. Regresamos al camino y seguimos el descenso balizado con trazos rojos y verdes hasta la cueva de Supelegor, con su pórtico impresionante, digno de la morada de una diosa: una boca rectangular de 20x20.
La casa de Mari
Nos hallamos en uno de los principales enclaves mitológicos del País Vasco: la casa de Mari. Dicen que hasta hace bien poco a los pastores no les hacía ninguna gracia entrar en esta cavidad, aunque también se cuenta que los ferrones venían a pedir la protección de la Dama cuando ponían en marcha una nueva ferrería. En cualquier caso, aunque parezca difícil encontrarnos con alguna deidad, no es improbable que se nos aparezcan otros seres misteriosos: los murciélagos. En las cuevas de Gorbea viven 16 de las 25 especies catalogadas en la Península Ibérica.
Volvemos cuesta arriba, atentos a las pintadas, hasta el cruce que hemos dejado antes cerca del Ojo de Atxulaur. Esta vez tomamos el sendero que recorre el interior de Itxina y nos adentramos por otro paraje de rocas quebradas y hayas. Pasamos junto a la vertiginosa sima de Lezabaltz, de boca estrecha y 40 metros de caída, y seguimos caminando hasta salir a unas amplias praderas. Estamos en Lexardi, una de las zonas de pastoreo más importantes de Gorbea, como se aprecia en la cantidad de chabolas en ruinas que se dispersan por este paraje. En un promontorio rocoso se levanta una cabaña de piedra en buen estado, perteneciente al último pastor que aún vive en estas alturas durante los meses de verano. Y desde aquí podemos disfrutar de una panorámica sobre el macizo de Itxina: la hondonada central, en la que se sucede un caos de bosques y afloraciones calizas, y los cordales montañosos que ciñen el conjunto.
Ascendemos por la pradera y vamos girando a la derecha, hacia una nueva zona de rocas y hayas. A partir de aquí, nuevas señales de pintura nos orientan mientras subimos y bajamos entre hoyas kársticas, y pronto vemos al frente el collado de Kargaleku, bajo la mole caliza del monte Gorosteta. El nombre del collado se debe a que aquí cargaban la nieve recogida en los cercanos neveros de Neberantz y Neberabarri, para venderla después en Bilbao y en los pueblos de la comarca.
Situados en el paso de Kargaleku, a nuestras espaldas queda el pico piramidal de Altapitatx y enfrente la extensa campa de Arraba), paso tradicional en la ascensión más clásica al monte Gorbea. Bajamos a una zona pantanosa por la que fluye el arroyo Ebro hasta perderse en el interior del karst, y pasando junto a los restos del fallido sanatorio que se levantó aquí a principios del siglo XX, llegamos al corazón de Arraba, en el que suelen pastar ovejas y caballos. Ya sólo tenemos que girar a la izquierda, por el camino que avanza entre hileras de abedules, y descender durante veinte minutos por la ancha pista hasta el área de Pagomakurre.
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