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ANDER IZAGIRRE
Martes, 31 de julio 2007, 02:48
Por si hiciera falta justificar las impresiones superlativas que producen los bosques navarros -¿qué grandes, qué espesos, qué hermosos!-, tenemos a mano unos datos que también son superlativos. Navarra es la provincia con mayor biomasa arbórea. Dicen las estadísticas que a cada habitante le tocan 103 m3 de madera, 502 árboles grandes y 831 pequeños. La especie reina es el haya, Fagus sylvatica, que ocupa 130.000 hectáreas (un 40% de las que hay en toda España) y se extiende como un manto sin apenas interrupción por la franja cantábrica y pirenaica de la Comunidad Foral, alimentada por vientos húmedos, precipitaciones abundantes y terrenos bien drenados. En un recorrido por este imperio del haya también encontraremos reinos de abetos y de pinos -de repoblación y silvestres-, algunas provincias de robles y franjas de chopos, álamos, sauces y fresnos en las riberas.
Caprichos de Bértiz
A la altura de Oronoz-Mugairi, a la orilla de un río que todavía se llama Baztán (pero que pronto girará al norte y pasará a llamarse Bidasoa) se extiende uno de los caprichos naturales más curiosos de Navarra: el Señorío de Bértiz. En una comarca bastante modificada por el trabajo humano, este parque de 2.040 hectáreas es una gran isla de flora y fauna autóctona, protegida desde hace un siglo de la explotación económica y mimada por la abundancia de lluvias y un clima templado. Se trata de un hayedo vigoroso, salpicado aquí y allá por manchas de robles, castaños, tejos, acebos, abedules, alisos, y regado por unos cuantos arroyos. Es también un refugio idóneo para ciervos, corzos, jinetas, tejones, desmanes, halcones y milanos.
La presencia humana ha dejado unas huellas leves pero muy peculiares. Estas tierras pertenecieron a los señores de Bértiz durante al menos cinco siglos. A finales del XIX cambiaron de manos y su último propietario, Pedro Ciga (que las dejó en el testamento a la Diputación Foral), construyó los edificios y el jardín botánico que ven los visitantes nada más entrar al Señorío. Es un parque de aire romántico a las orillas del río Baztán -senderos, estanques, fuentes, pérgolas-, en el que crecen más de un centenar de especies exóticas: secuoyas, araucarias, ginkgos, palmeras, pinsapos, bambúes, azaleas En un costado se levanta el palacio dieciochesco que construyó Ciga (hoy centro de congresos y exposiciones) y a pocos pasos quedan el caserío Tenientetxea (centro de interpretación de la naturaleza), una capilla de estilo Art Nouveau y un mirador sobre el río.
Una red de senderos señalizados recorre los rincones más interesantes del Parque. Por una pista de 11 kilómetros podemos llegar hasta la cumbre de Aizkolegi (830 m), techo del parque y mirador panorámico, en el que encontraremos las ruinas del palacio modernista que levantó Ciga como residencia veraniega. Otras rutas nos permitirán conocer el puente y el palacio de Reparacea, el portillo de Plazazelai, los caminos por los que circulaban los carros de paja, y aquí y allá encontraremos restos de antiguos oficios: chabolas de pastores, caleras o zonas de carboneo.
Un cerdo de cada cinco
Si remontamos el río Baztán unos pocos kilómetros, enseguida llegaremos a Irurita, puerta para acceder a otro gran bosque. En la misma plaza del pueblo -un museo vivo de palacios de indianos, casas torreadas y mansiones blasonadas- arranca la carretera en dirección a Eugi. Es sinuosa y estrecha, desesperante para quien tenga prisa, pero quien pueda paladearla disfrutará de una treintena de kilómetros por una de las carreteras más bonitas que haya encontrado jamás. Primero sube hasta el collado de Artesiaga, avanzando entre bosques y asomándose a ratos a la profunda hondonada verde por la que corre la regata de Artesiaga. Y después se sumerge en un océano vegetal, en la espesura de un hayedo a veces seductor y a veces agobiante, un laberinto de miles de troncos que se repiten hasta el vértigo. La bruma, aliento viejo de los montes, se enreda en los ramajes y filtra los juegos de sombras, destellos y chorros de luz. Las hayas «avanzan en masa», escribió el novelista navarrao Félix Urabayen. «Apretadas en haz, escalan la montaña, invaden el ribazo, trepan por los calveros hasta asentarse en la cumbre, cercan el cauce olvidado y anegan la hondonada». Aquí y allá se intercalan algunas manchas de pinos olorosos, un desfile de alisos a lo largo de los arroyos o unos pocos robles. Este árbol, el más viejo, el más portentoso, el más señorial, prefiere las zonas bajas; pero los agricultores le disputaron las tierras y por eso ahora escasea. Estamos en el paraje del Quinto Real, una selva que se desparrama por ambos lados de la frontera y que sólo permite las incursiones aisladas de los humanos: leñadores, carboneros, porqueros y a veces guerrilleros y contrabandistas. El aprovechamiento de estos bosques encendió mil litigos entre los valles de Baztan, Esteribar y Aldudes. Después del trazado de la actual frontera, los vecinos de Aldudes y Baigorri -en la Navarra francesa- tuvieron que pagar a la Corona española un cerdo de cada cinco que tuvieran pastando en la montanera. De ahí el nombre de Quinto Real.
El itinerario enlaza con el recién nacido río Arga. Cuando nos topamos con él, podemos remontarlo por la carretera que sube al collado de Urkiaga (punto de partida para una excursión al monte Adi, el más alto del Quinto Real y mirador estupendo). Si seguimos río abajo, pronto alcanzaremos el embalse de Eugi, un respiro de aire y agua después de las angosturas forestales, y un poco más abajo llegaremos a Zubiri. En el puente gótico que dio nombre al pueblo (Zubiri, ciudad del puente) contemplaremos dos corrientes: una bajo el puente, la del Arga, que fluye por el valle de Esteribar hacia Pamplona; y otra sobre el puente, la de los caminantes y los ciclistas que peregrinan a Santiago.
La selva de Irati
Seguimos el Camino pero contracorriente, como salmones jacobeos, y antes de alcanzar Roncesvalles tomamos (entre Burguete y Espinal) la carretera NA-140 que atraviesa Aezkoa. Este valle, que corre en paralelo a los Pirineos, es una tierra montañesa, forestal y ganadera, una comarca que guarda memorias antiguas en las piedras (conserva quince hórreos de la veintena que queda en toda Navarra) y en el habla (mantienen un dialecto propio del euskera). En Garralda, desde el mirador de Ariztokia podemos asomarnos al robledal de Betelu, uno de los más imponentes de toda Navarra. Y un poco más adelante, en Aribe, donde las aguas bravas del río Irati pasan bajo un puente medieval, sale el desvío hacia Orbaitzeta, la entrada occidental a la selva de Irati.
Nosotros seguimos por el valle de Aezkoa, por los pueblos más altos de Navarra, Garaioa, Abaurrea Baja y Abaurrea Alta (1.039 m.). Y un poco más adelante, a partir de Jaurrieta, entraremos en el valle de Salazar. Otxagabia es la capital del valle y un ejemplo hermoso de arquitectura y urbanismo pirenaico. Las casas -con estructuras de madera, muros gruesos de piedra encalada y tejados muy inclinados para que resbale la nieve- se aprietan unas contra otras para formar barrios apiñados, de calles estrechas y empedradas por las que apenas puede colarse la ventisca.
Otxagabia también es la puerta oriental de la selva de Irati. Una carretera sinuosa sube hasta los rasos de la sierra de Abodi, a 1.500 metros de altitud, y después cae en picado hacia una hondonada sombría y húmeda, una depresión forrada de hayas y abetos en la que se abren dos bocas: la del arroyo Urtxuria (agua blanca) y la del arroyo Urbeltza (agua negra). Cuando se mezclan bajo la ermita de la Virgen de las Nieves nace el río Irati, la arteria que atraviesa este hayedo-abetal de 17.000 hectáreas, uno de los más extensos y valiosos de Europa, otro océano abrumador de troncos, ramas y hojarasca. Es un territorio que tampoco permite muchas incursiones a los humanos: los vecinos de Aezkoa y Salazar recogían leña y traían rebaños a los pastos colindantes -siempre atentos al lobo-, se pusieron en marcha algunas explotaciones madereras y poco más. Más vale reconocer que estamos en los dominios de Basajaun, el gigantón peludo que es señor de los bosques y que se muestra de buen humor cuando lo respetamos pero se enfurece cuando violamos las normas de la foresta. Recibiremos recompensa, por ejemplo, si guardamos silencio y tenemos paciencia: entre los árboles y los helechos asomará un ciervo o quizá un corzo. Entre finales de septiembre y primeros de octubre estalla la escandalosa berrea de los ciervos: los machos alzan las cuernas, lanzan bramidos que rebotan por el bosque y se pelean a golpe de asta por las mejores hembras.
Precisamente con el otoño llega el esplendor de Irati: después del manto de nieve que silencia el bosque en invierno, del renacer verde eléctrico de la primavera y del sosiego del verde oscuro del verano, a partir de septiembre el follaje de hayas, abetos, alisos y robles compone un mosaico de manchas verdinegras, amarillas, pardas, rojizas. La hojarasca tapiza el suelo como un suave incendio anaranjado, y el musgo reboza las rocas, cubre las raíces y trepa por los troncos. Es una delicia caminar por el bosque. En los alrededores de la ermita de la Virgen de las Nieves, un centro de acogida ofrece a los visitantes información sobre la red de 16 senderos balizados que recorren Irati, bajo la bóveda vegetal del bosque, por la vega de los ríos o por las laderas de las montañas. Si caminamos o pedaleamos hasta el embalse de Irabia, en el que represan las aguas del Irati para producir energía eléctrica, podremos rodear los nueve kilómetros de su contorno o seguir el itinerario hasta el acceso occidental de Irati, en Orbaitzeta. Así descubriremos que a quien atraviesa un bosque Basajaun siempre le susurra algo.
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