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Nazaré, en plena faena./ Jesús Diges (Efe)
Astifinos cebadas, hace méritos Antonio Nazaré
TOROS

Astifinos cebadas, hace méritos Antonio Nazaré

Corrida de espléndido trapío, y juego y hechuras buenos de Cebada Gago

BARQUERITO

Martes, 10 de julio 2012, 08:59

Se esperaba una corrida astifina de Cebada Gago, porque lo uno va en lo otro. Astifina, sí, pero no tanto. Más, imposible. Armada hasta los dientes. Pero no fue corrida cornalona. Si acaso, descarada, descaradíima. Estremecedoras las dos agujas del cuarto de la tarde, afilado desde la cepa hasta el pitón como si lo hubiera vaciado una máquina. Tremebundas las dos velas del quinto, veleto de sobresaliente trapío que enseñaba más las palas que las puntas, como suele decirse, pero que no por eso cortaba el aire, la respiración y el aliento. Solo que estaba la cuerna más o menos reunida -la señal distintiva de los toros bien rematados- y, pese a ser tan ofensivo, no imponía tanto. Mejor que no se le fuera, por si acaso, a nadie un pie.

Sin ser extravagantes, esos dos toros se salieron del patrón medio. Otras veces en Pamplona las corridas de Cebada eran antes que nada la cara, las puntas y los filos. Pero en esta ocasión lo que llamó la atención fue la armonía de las hechuras, la proporción de cada uno de los seis toros. Bellísima corrida.

La primera que se lidiaba en sanfermines después de la muerte el pasado invierno de don Salvador García Cebada, que fue durante treinta años en la Feria del Toro un personaje singular. Figura central de cualquier escena. Los seis toros de la corrida -la mejor hecha de las veintitantas del hierro jugadas en Pamplona- se soltaron con divisa negra en señal de luto. Los dos hijos del difunto ganadero ocupaban en un burladero del callejón el mismo lugar donde solía sentarse don Salvador. Nazaré y Morenito de Aranda les brindaron sendos toros.

Se dio en llamar "sebaítas" en Pamplona a los toros de Cebada Gago por dos razones: porque no eran de dimensiones mayúsculas, sino la corrida, por sistema, más baja de agujas de toda la semana, y de ahí el diminutivo; y porque con el trueque de la ese por la ce se hacía cariñoso remedo del cerrado acento campero y de Paterna de Rivera tan del dueño. "Sebaíta" eran don Salvador, pero al cabo del tiempo pasaron a ser "sebaítas" sus toros. La ese del plural no se pronuncia o es una muda aspiración: el deje del sur de Cádiz. Inimitable.

La corrida salió con su habitual movilidad, e incluso más de lo habitual, y, además de moverse, se empleó sin sombra de desgana en los tres tercios. Solo el sexto acusó, y discretamente, la querencia a corrales tan común en los toros que corren encierro. Ese fue, por cierto, el más noble de una corrida que sacó general nobleza. Los chispazos de los relámpagos, que son parte del estilo Cebada Gago. Su ágil elasticidad y no para revolverse o protestar sino para acudir pronto a engaños. No con la misma calidad los seis.

Pecado común a cuatro toros fue el echar la cara arriba cuando no vinieron enganchados o engañados por delante. En el caso del tercero, secuela de tres puyazos traseros de los que rebotan a los toros y hasta del infortunio de que el garfio de un garapullo se le quedara clavado entre un moflete y el labio. El quinto embistió a calambrazos, y fue el más difícil de los seis por eso; el segundo, de bélico espíritu, quiso más que pudo y se resolvió en viajes cortos; el tercero, tan sangrado de varas, acabó pegando taponazos.

Entereza de los tres matadores

Todo lo que se hizo con los toros de Cebada tuvo un mérito mayor innegable: la entereza de los tres matadores. No se afligió nadie. Buen oficio de Francisco Marco para acoplarse sin empacho con los dos de su lote, que fue propicio. Toreo al toque con el buen primero, dos tandas embraguetadas, finas, firmes, alguna concesión a la plebe -el toreo de rodillas, desplantes estratosféricos- y una notable estocada al segundo ataque. No tan brillante con el cuarto, que parecía tener torcida la cabeza y, codicioso, embistió con la cara arriba. Y otra estocada relevante.

La justeza de fuerzas del segundo fue un inconveniente y no una ventaja -pasa con los toros descarados y astifinos- y Morenito de Aranda hubo de hacer juegos malabares para no perder la compostura y, sin encajarse, sostener el tipo, guardar las formas y manejar el negocio. Los calambrazos del quinto, que quería distancia y no al torero encima, se tradujeron en un trasteo largo no sobrado de fe ni ideas.

El debut de Antonio Nazaré en Pamplona fue bastante feliz. Ilusión manifiesta, disposición, firmeza, corazón. Y cabeza para encontrarle el cómo al sexto, templarlo por las dos manos en faena de mano baja, no siempre el mismo ajuste, pero ese querer que es poder y que llega en Pamplona a todo el mundo. Variado con el capote, atento hasta las moscas, Nazaré le pegó al incómodo tercero dos notables tandas con la izquierda. Sello de torero listo para circular o siquiera seguir.

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