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CARLOS BENITO
Sábado, 31 de mayo 2014, 11:27
Los curas católicos no se casan. La frase parece una verdad inconmovible, sólida como un pilar de catedral, pero en realidad está tan llena de salvedades que acaba siendo más bien mentira. Si volvemos la vista atrás, comprobaremos que los sacerdotes tuvieron durante siglos la libertad de contraer matrimonio y formar una familia, aunque ni siquiera hace falta ese planteamiento historicista. En la actualidad, se siguen casando los curas de la Iglesia católica oriental, que también están bajo la autoridad del Papa: antes a lo mejor podía parecernos una cosa ajena y extraordinaria, pero en los últimos años muchos han llegado a nuestro país, siguiendo a su grey en la emigración. Y también suelen tener esposa e hijos los sacerdotes anglicanos que se convierten y pasan a atender parroquias católicas, tan necesitadas de vocaciones.
Pero, más allá de estas circunstancias más o menos excepcionales, más o menos rebuscadas, el hecho innegable es que muchos curas católicos se enamoran y se casan. Las estimaciones más recientes calculan que la cifra ronda los 8.000 en España y supera los 100.000 en todo el mundo. La posibilidad de continuar ejerciendo su ministerio tras el matrimonio depende de diversas circunstancias, como el talante de sus superiores diocesanos o su propia disposición al disimulo: hay algunos curas casados que llevan la relación de manera encubierta, fingiendo que tienen algún otro lazo de parentesco con la mujer que comparte su casa, y también existen casos en los que tanto obispos como feligreses han admitido la labor parroquial de un sacerdote con familia, sin necesidad de ocultaciones ni engaños. Pero lo más habitual es que, para abrazar plenamente el amor, se vean obligados a renunciar al sacerdocio como oficio y buscarse la vida en otras tareas.
«Algunos no se atreven a dar el paso, porque es un salto al vacío, y encuentran como solución más viable la clandestinidad», resume Aitor Orube, un vasco nacido en Bidart y afincado en Madrid que se casó en 1975, tras una experiencia como sacerdote que incluyó siete años en las misiones. Esa clandestinidad es el «amor incompleto» al que se refiere la carta publicada esta semana por el diario turinés 'La Stampa': se la han dirigido al Papa veintiséis mujeres que «mantienen, han mantenido o querrían mantener» una relación sentimental con sacerdotes y que, desde el «sufrimiento» que produce esa situación, ruegan a Francisco que revise el celibato obligatorio. «El servicio a Jesús y a la comunidad sería desempeñado con mayor fuerza por un sacerdote que conjuga su sacerdocio con la vida conyugal», argumentan.
A Aitor, el amor le pilló más o menos por sorpresa cuando su relación con la institución ya había entrado en crisis por otros motivos. Los cinco años pasados en Mozambique, el año en Malawi y el otro año en Zambia, a la vez que le convertían en un políglota asombroso, le habían ido distanciando de algunos planteamientos de la Iglesia. Acababa de pedir la secularización cuando un amigo, un marino de Bilbao, le presentó a Marian, otra forastera en la capital de España. «Yo soy de los de 'Ocho apellidos vascos', porque soy euskaldun y mi esposa es andaluza. Ella estaba estudiando en la Universidad y empezamos a quedar para ir al cine: lo clásico, sin aventuras muy exóticas», relata. Se casaron y Aitor empezó su segunda vida: su dominio de los idiomas le permitió entrar a trabajar en una multinacional francesa y, aprovechando sus viajes constantes por África e Iberoamérica, acabó presidiendo la Federación Internacional de Curas Casados.
Algo prohibido
«Nos han formado para ver el amor como algo prohibido, pero uno evoluciona con el tiempo y acaba dándose cuenta de que el amor humano es divino. Mi experiencia personal es que he evolucionado para mejor, me he entregado mucho más. Y nunca me he arrepentido: hoy mismo me ha preguntado mi mujer si me volvería a casar con ella, y le he dicho: '¡Claro que sí!'», comenta Aitor, que tiene 75 años, tres hijos y cuatro nietos. Pertenece a una comunidad cristiana de base en la que se siente «perfectamente aceptado» y acierta a ver, en la cerrazón de la jerarquía a abolir la regla del celibato, un inesperado trasfondo económico: «Tienen miedo de que el patrimonio de la Iglesia se vea mermado al haber familias viviendo de él. Algo tan ridículo es uno de sus motivos, lo ha sido históricamente».
En realidad, algunos de estos sacerdotes le han salido muy baratos a la Iglesia. Deme Orte, soriano de Castilruiz, se define como «cura obrero, casado y comunitario» y ha continuado el ministerio a su manera: en una pequeña comunidad «muy horizontal y muy ácrata» del barrio valenciano de Benicalap. Trabajó en la construcción y, durante treinta y tantos años, se ha ganado la vida como repartidor, de aquí para allá con la furgoneta, hasta que se jubiló hace año y medio. Ya antes de casarse era un cura inquieto, un salesiano que buscaba renovar la manera de vivir el cristianismo y que, de vez en cuando, colisionaba con la autoridad, pero esa discrepancia se intensificó cuando conoció a Carmen: ella daba clase en una escuela infantil que había promovido la asociación de vecinos, así que ya se tenían vistos del barrio, pero la relación cambió de tono tras coincidir en una boda. «Yo siempre había contemplado críticamente la norma del celibato, pero a lo mejor fue entonces cuando empecé realmente a cuestionarla: no quería dejar de ser cura ni tampoco renunciar al amor».
El principal de los salesianos le planteaba siempre el dilema clásico de «o dentro o fuera», pero Deme y Carmen se inventaron un camino intermedio: «Yo fui haciendo sin pedir permiso y sin pensar en las normas que podía quebrantar». Se casaron por lo civil, sin solicitar siquiera la dispensa del celibato, y Deme siguió su vocación a su manera, «oficiando discretamente y sin provocar». Ha hecho alguna misa, algún bautizo y alguna boda, incluidas «celebraciones religiosas creativas» para enlaces homosexuales, y siempre se ha sentido tratado con toda naturalidad: «La gente es sensata, tiene sentido común y ve absurdo y disparatado que no se acepte el matrimonio de los curas». ¿Por qué el Vaticano no comparte esa postura? «Son mecanismos de poder. Otro motivo es que la jerarquía siempre ha tenido una visión muy negativa de la sexualidad y la mujer, por prejuicios arcaicos. A algunos, la propia represión les hace ser represores. Y, finalmente, está el miedo a quitar ese puntal y que se venga abajo todo el andamiaje: cuestionas una estructura clerical y ya estás buscando otro modelo de Iglesia que sea igualitario, integrador, liberador». Con 67 años y una hija, Deme no echa de menos sus tiempos de salesiano. «Añoranza, ninguna. Sí tengo recuerdos positivos, gratificantes, pero lo mío fue un punto y aparte. Desde que me jubilé también recuerdo de manera agradable mi trabajo, pero no me entran ganas de coger la furgoneta para repartir paquetes y hacer albaranes».
Llamadas a Clelia
Otros curas casados han vivido su experiencia con mayor desgarro íntimo. «Yo me despedí del obispo diciéndole que me tenía disponible, porque tenía muy claro que no quería dejar el servicio a la parroquia. Se me negó todo y para mí fue siempre una injusticia, lo pasé muy mal», evoca Pepe Ubago, un granadino de 69 años -«estoy en el año erótico», bromea- que, en su juventud de sacerdote entregado al servicio, conoció a María Luisa en una academia privada donde ella enseñaba. Corrían tiempos en los que muchos curas, incluidos unos cuantos amigos suyos, optaron finalmente por crear una familia: «En aquella época, no eran paralelas la mentalidad de los obispos y la de los curas, que estábamos por la labor de la evangelización, el pueblo, la libertad. Yo nunca entendí el celibato obligatorio, ni mis compañeros estudiantes tampoco, pero era más fuerte el sentimiento de ser cura: simbólicamente, era la ofrenda de la vida, pero luego descubres que supone un obstáculo para la integración».
Pepe, padre de un hijo músico, está deseando que el Papa se pronuncie sobre el tema: «Es un disparate, por muchos siglos que tenga, que tampoco son tantos. ¡Se podría dar una nueva imagen de la Iglesia!». El secretario de Estado vaticano, Pietro Parolin, recordó el año pasado que el celibato obligatorio «no es un dogma de fe y puede ser discutido, porque es una tradición eclesiástica», y el propio Francisco se ha mostrado ambiguo: se ha declarado partidario de mantenerlo, pero también ha admitido que «podría cambiarse», una postura mucho más abierta que aquel iracundo «hay que hacerles callar» con el que bramó Juan Pablo II.
Deme Orte también se muestra ilusionado: «Tengo mucha esperanza en este Papa, porque está teniendo muchos gestos evangélicos: si de verdad volviésemos a Jesús y al Evangelio, eso traería libertad y felicidad». Y Aitor Orube evoca al gran referente de los curas casados, el obispo argentino Jerónimo Podestá, que en los años 60 conoció a una mujer separada con seis hijos, Clelia Luro, y acabó casándose con ella. Aitor trató personalmente a Podestá. El Papa, también: «Él asistió a Jerónimo en su lecho de muerte y después solía hablar por teléfono con Clelia. Conoce nuestra historia y viene del terreno, no es como esos cardenales que no salen nunca de las bibliotecas y los seminarios».
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