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JAVIER GUILLENEA
Domingo, 20 de diciembre 2015, 09:03
Maribe señala una fotografía enmarcada en la pared. Son niños de doce años que sonríen a la cámara. «Es la que más me gusta. Son los de 2000-2010, los tuve con dos años y luego les di casi todos los cursos. Tuve muchísima relación con ellos».
No es la única imagen. Las paredes de la biblioteca están repletas de fotos de grupos de sexto de Primaria, el último curso que se imparte en el colegio público Ugaro de Legorreta. «¿Que si recuerdo todos sus nombres?», replica Maribe extrañada. «Pues claro. Legorreta es un pueblo muy pequeño. Andan todos por aquí».
Rodeadas por las miradas de antiguos alumnos y las voces de los actuales, que llegan desde los pasillos, Maribe Goiburu e Irene Olano se sientan frente a frente. Maribe tiene 59 años; cuando termine el curso habrá llegado el momento de su jubilación tras cuatro décadas de docencia. «Una de mis primeras alumnas, Maite Olazabal, es hoy mi directora. Esta sí que es una buena forma de terminar, que la niña de mi primera clase sea directora cuando me jubilo».
Para Irene, de 22 años, este es su segundo curso de prácticas -«su tutora, Itxaso, las hizo conmigo», interviene Maribe-. Durante cinco semanas ha dado clases en Ugaro a niños de 2º de Primaria, a los que ha enseñado a leer, y en el momento en el que se publique este reportaje ya habrá cambiado de centro. «Cuando consigues que el niño entienda es para ti un logro. Cada vez que hacen algo bien cambian de cara y se les iluminan los ojos. Es superbonito», dice Irene, que ha visto crecer su vocación dentro de las aulas.
Palabra de libro
En la biblioteca, las dos maestras cuentan sus historias, una a punto de acabar (profesionalmente hablando) y la otra en sus inicios, cuando la ilusión por la docencia no ha sido sometida todavía a la prueba del tiempo y los alumnos. Para Maribe, que ya ha recorrido ese camino, es una ilusión que no ha perdido y que le hace pronunciar la palabra maestra con veneración. «Me encanta esa palabra. Significa que no solo somos instructores sino que nos acercamos al niño como lo que son: personas. Eso es lo primero, hay que sacarles todo lo bueno que tienen».
Aprovechando el ambiente, las dos mujeres son sometidas por el interrogador a una prueba de comentario de texto. Deben decir qué les sugiere el siguiente fragmento del libro de Josefina Aldecoa 'Historia de una maestra': «Me sumergía en mi trabajo y el trabajo me estimulaba para emprender nuevos caminos. Cada día surgía un nuevo obstáculo y, a la vez, el reto de resolverlo. Los niños avanzaban, vibraban, aprendían. Y yo me sentía enardecida con los resultados de ese aprendizaje que era al mismo tiempo el mío».
Irene está de acuerdo. «Todos los días son un reto. Lo que tú ves como algo básico y normal -afirma- es para ellos nuevo y tienes que conseguir que aprendan. A veces los resultados son más lentos y eso es lo más difícil, pero todos los días aprenden algo». «Ellos te dan todo, te dan alegría y felicidad. Yo he tenido la mayor suerte del mundo por ser maestra. Si volviera a nacer lo haría de nuevo», responde Maribe, a quien el fragmento le hace recordar sus primeros días de docencia.
Punto de cruz y vainica
Con 20 años fue destinada al colegio de Arama para hacer una sustitución de dos meses. Era la única maestra de una escuela unitaria en la que estudiaban en una pequeña sala doce niños de entre tres y once años. «En el centro había una chimenea de leña», dice Maribe. «Cuando llegué, las chicas mayores estaban haciendo una mantelería de punto de cruz y vainica, y yo no tenía ni idea de eso; ellas sabían más que yo, así que tuve que pedir a mi madre y a mi tía que me enseñaran».
Los temores de la nueva maestra parecían fundados. Era su primer colegio y estaba totalmente sola, a expensas de unos alumnos que, como todo el mundo sabe y como ocurre siempre, son perfectamente capaces de distinguir entre el profesor curtido y el novato que, además, suele estar de paso.
Carne fresca, pudieron haber pensado aquellos niños, pero no lo hicieron porque habían recibido una buena educación. «Me encontré con que estaban muy bien enseñados, interactuaban entre ellos y los mayores ayudaban a los pequeños. Era una gozada, una maravilla, y todo gracias a la anterior maestra, María Dolores, que aún vive. Dejó muy buena huella».
María Dolores es uno más de los nombres que pueblan los recuerdos de nuestra infancia. Son muchos los maestros que han dejado huella en nuestras vidas, unos a golpes y otros con palabras. A ninguno de ellos se les olvida, aunque por motivos diferentes. A los primeros aún hay quien les odia sin reservas tantos años después. A los segundos, a los buenos educadores, todos les siguen saludando por la calle.
Don Carlos y Garbiñe
Ellas tienen más nombres. Maribe recuerda de su infancia a la hermana María Jesús y del instituto «al extraordinario» Carlos Núñez, que daba Ciencias Naturales. «Eran muy humanos, nos veían como a personas. Don Carlos era recto pero lleno de humanidad, nos trataba exactamente igual a todos». Irene, que estudió en la ikastola Jakintza de Ordizia, habla de una maestra «protectora y cariñosa que daba muchas asignaturas». Se llama Garbiñe.
Irene se enfrentó con la verdad la primera vez que se encontró cara a cara con los alumnos. Se dio cuenta entonces, como sucede con todas y cada una de las profesiones aprendidas en una universidad, de que «la realidad tiene poco que ver con la teoría». «Son importantes los estudios porque es necesaria una base, pero yo estaría todos los años de prácticas para ver lo que va a ser tu trabajo», afirma.
«Cuando estudié Magisterio una profesora nos decía que nosotros nunca podíamos hacer ver a un niño que no sabíamos. Los maestros teníamos que dar la imagen de que éramos perfectos, si alguien te preguntaba algo y no sabías responder había que decirle que lo buscara por su cuenta para el día siguiente, así tú podías estudiarlo por la noche», dice Maribe. Por fortuna, el tiempo ha demostrado lo evidente. Los maestros no son perfectos y, al igual que los padres, no lo saben todo. Su papel no es el de ser superhéroes.
«Tenemos que darles estrategias para que sepan desenvolverse en la vida. Está bien que aprendan los ríos pero no todo es memorizar», señala Maribe. Irene piensa de la misma forma. «Estudias para un examen y luego se te olvida lo que has memorizado. Debemos enseñar trucos para aprender con lógica».
Uno de estos trucos es el que se le ocurrió a Maribe para ayudar a un niño al que se le atragantaban las matemáticas y se convirtió en el único de la clase que no sabía dividir. «Él se sentía muy deprimido por eso, así que un día me puse en el encerado a hacer divisiones mal y queriendo. Los alumnos se dieron cuenta, me lo dijeron y entonces noté que el niño se empezó a relajar porque vio que no solo le pasaba a él, que yo también me equivocaba». Después de aquello, el alumno aprendió a dividir.
La importancia de un árbol
A la espera de empezar a engrosar su arsenal de estrategias pedagógicas, Irene tiene claro que la enseñanza es más que un alumno obligado a memorizar conceptos condenados al olvido. «En clase todos están delante de un libro y el profesor es el centro, pero para aprender hay que ir al monte y decir a los niños cómo crece un árbol». Lo importante es la forma de explicar, no lo que se explica, porque cuando se huele una flor o se introduce el pie en un río es más fácil recordar su nombre.
Una niña pide permiso para entrar en la biblioteca. Deja un libro y sale sigilosamente, como si nunca hubiera aparecido o precisamente como una aparición. El colegio Ugaro tiene 21 profesores y 154 estudiantes, algunos de ellos hijos de antiguos alumnos. El tiempo es circular en las escuelas; los que una vez fueron niños son hoy padres y a veces los maestros reconocen en los hijos el gesto de alguien del pasado.
Una maestra se jubila, otra llega. Decenas de niños las observan desde las fotografías. Cada uno tiene una historia que comenzó en el colegio de Legorreta. «No pierdas nunca la ilusión que tienes ahora. Ten una estrecha relación con los padres. Piensa que lo que tenemos entre manos son personas, que cada una es diferente y que las vamos a instruir sin olvidarnos de ello», aconseja Maribe a Irene.
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