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beatriz Campuzano / maialen mangas
Domingo, 6 de marzo 2016, 08:17
Parpadean las luces en la playa. Responden desde el mar. Están llegando. «Izquierda, a la izquierda». Esta noche el estrecho de Mitilene está picado y el pasaje barato. La corriente empuja la balsa hacia las rocas, pero Salam y otros voluntarios intentan evitarlo. «Izquierda, a la izquierda». El equipo español de rescate de Proemaid corre al agua y, a nado, acerca el 'dinghy' hasta la orilla. Son las cinco de la madrugada y unas cincuenta personas, la mitad niños, gritan abrumadas, desorientadas. Han sido tres horas y media de pánico, a oscuras, con frío y sin la certeza de saber si llegarían a buen puerto. O vivas. Tres horas y media en un bote capitaneado por uno de ellos al azar y sin otro remedio que confiar en las escasas instrucciones que, minutos antes en la costa turca, les han dado quienes trafican con sus vidas.
Las mafias establecidas en los alrededores de la ciudad de Izmir venden los pasajes a Lesbos por precios que varían en función del estado del mar, del viento, de la época del año y de la hora del día. En definitiva, de la seguridad. A mayor peligro, menor precio. En verano, cruzar el estrecho costaba cinco mil euros -10 en una naviera para el resto- y para muchos fue imposible reunir ese dinero. Por eso ahora, que cuesta la mitad, emprenden su viaje.
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Los hombres, siempre sentados en la parte exterior de los botes, son los primeros en pisar la arena. Después, mujeres, niños y ancianos. Han llegado. «Mama, papa, mama, papa», murmuran. Niños sin madres y madres sin niños. Pilar y Nuria, voluntarias de la plataforma Bienvenidos Refugiados, les esperan en la orilla con mantas isotérmicas, ropa seca y agua. A la vez buscan, impacientes, que las familias se reencuentren. «Shukran, tashakkor», se escucha entre la multitud. Un grupo de alemanes se apresura a sacar los focos y reflectores de sus furgonetas y los coloca formando un pasillo de luz que conduce a los recién llegados hasta el autobús de Acnur.
Pronto podrán registrar su entrada en el país heleno y, entonces, habrán quedado atrás las carreras en las fronteras turco-sirias evitando los disparos de la policía aduanera, las caminatas de seis horas atravesando las montañas desde Estambul hasta la costa y las incertidumbres por un posible naufragio en los veinte kilómetros que les separaban de Lesbos. De Europa. «We love Merkel», comentaban algunos. Pero, antes de llegar a la ansiada Alemania, tendrán que cruzar Macedonia, Serbia, Croacia, Eslovenia y Austria. Y, aunque esos países les cierren sus puertas y conviertan a Grecia en una ratonera, «siempre encontraremos la forma de alcanzar la Europa Central».
Huida a ciegas
Son las seis y media de la mañana. Quince minutos en un autobús, con los asientos forrados con plásticos y un conductor con mascarilla, les lleva hasta Moria, el único campo de registro de refugiados de toda la isla. Situado entre colinas de olivos y con vistas al mar, podría ser el lugar perfecto para construir un chalet de verano. Pero no. Moria es una antigua base militar y, rodeada de alambres de espinos y cámaras de seguridad, su imagen resulta desoladora. Es una cárcel.
Empieza a amanecer. Los desplazados descienden del autobús sin saber dónde están. Muchos siguen mojados y con la mirada perdida. Recogen sus pertenencias, que caben en una mochila de colegio, y siguen las órdenes de la policía griega. Moria pertenece al gobierno griego y, por tanto, ellos son la máxima autoridad en el recinto. «Suria, Afgan, Irak», vociferan los guardias en un intento de pronunciar en árabe. Los organizan en filas según sus nacionalidades y su idioma. Los sirios e iraquíes, que hablan árabe, forman la primera fila. Los afganos e iraníes, que hablan persa, se colocan en la segunda. El resto, se desperdiga y deambula sin encontrar su lugar.
Ahmed, un hombre sirio de 36 años, espera su turno y sostiene en sus brazos a su hijo de año y medio. Es uno de los cuatro millones de desplazados de su país. Viaja con su mujer, sus dos hijos mayores y con la parte que queda de su familia. Abandonó Bwaida, un pueblo en la región de Homs, ante los incesantes bombardeos y la destrucción de su farmacia y de su casa. Al Asad lo encarceló, durante un año y medio, por ser de los que quiere democracia. «Pude pagar la fianza vendiendo todo mi oro. En las prisiones de Siria solo quedan los pobres». Tras ser liberado, se trasladó junto a su familia a la ciudad de Yabrud, a ochenta kilómetros de Damasco y permaneció allí un tiempo hasta que el estruendo de los misiles les obligó a mudarse a Aleppo, la última ciudad sitiada por el régimen y las fuerzas rusas. «No sabemos quién nos mata, por qué todo el mundo nos mata. No sabemos si son los rusos, Daesh, Al Asad, el ejército iraní, afgano o iraquí. El caso es que o huimos o morimos atrapados». Ahmed se ha gastado todos sus ahorros en escapar de un conflicto que le persigue y ha desembarcado en Europa con los bolsillos vacíos y un futuro desconcertante. Nos ruega que contemos las consecuencias de la guerra en su país porque no se lo desea a ninguna otra nación del mundo. «Shukran, tashakkor», dice con la mano en el pecho.
«Los europeos son nuestros hermanos, nos acogen, nos abren sus fronteras. No podemos pedir lo mismo a los países árabes, gobernados por dictadores como Al Asad. Ellos no nos quieren, no son nuestros hermanos», comenta Ahmad, el cuñado de Ahmed, y se saca una moneda de la cartera. «¿Veis esto?», pregunta mostrando las dos caras. «Son dos lados, pero la misma moneda. Son Daesh y Al Asad, pero todos nos matan. Solo queremos democracia».
La guerra estalló en Siria en marzo de 2011 y hoy es un todos contra todos en el que se enfrentan gobierno, islamistas, potencias extranjeras y, últimamente, la aviación rusa. «Nunca nos imaginamos que algo así nos pasaría a nosotros», recalcan. «Lo teníamos todo en Siria, una casa, un negocio, un coche... todo nos iba bien. Y de pronto nos quedamos sin nada. Ahora solo quiero paz y educación para mis hijos. Prefiero que nos coman los peces a ver cómo las bombas acaban con mi familia». El régimen fusiló a su padre un día al salir del trabajo y a su hermano lo descuartizó un misil.
Registro en Moria
Son las ocho de la mañana. En el interior de Moria, Frontex, la agencia de la Unión Europea que se encarga de la gestión de sus fronteras exteriores, sigue registrando a las personas que llegan. Les pide sus documentos de identidad. Muchos no lo tienen porque lo han perdido en sus países o se lo han robado durante el viaje. Muchos otros no se atreven a enseñarlo. «Saben que tendrán problemas si en él figura un país de origen que no sea Siria, Afganistán o Irak», detalla David Fuentes, un joven canario que se encarga de coordinar a todos los voluntarios españoles que acudan a Lesbos. Con la ayuda de traductores de árabe y persa, el organismo comprueba la nacionalidad de cada uno de los recién llegados en un interrogatorio que no da lugar a trampas. Con preguntas sobre la calle en la que vivían, los nombres de sus vecinos o de los comercios situados en su ciudad consiguen descifrar sus verdaderas procedencias. «A los que vienen de Siria, Irak y Afganistán, lugares que la Unión Europea considera actualmente como países en guerra, se les permite una estancia de seis meses en Europa hasta que lleguen al país en el que quieran pedir el asilo. El resto de nacionalidades se pueden quedar un mes en tierras helenas, a excepción de los iraníes y paquistaníes, que pueden pedir el asilo, pero solo en Grecia», añade.
La mayoría de refugiados salen del campo en cuanto pasan la inspección. Se apresuran, no quieren perder el ferri a su siguiente destino: la Europa Continental. Varios jóvenes sirios, de unos veinte años, sostienen el documento en sus manos y caminan, de un lado a otro, en busca de algún teléfono que les permita llamar a su país y comunicarse con su familia «para que sepan que estamos bien».
«Ya nos hemos registrado y mañana cogeremos el ferri a Kavala, cerca de Macedonia», afirma el padre de una familia de origen kurdo residente en Herat, Afganistán. La mujer necesita ropa interior, el marido un abrigo, y el niño, de dos años, agua y leche caliente.
'Better days for Moria'
Son las nueve de la mañana y dos chicas con chalecos reflectantes les indican dónde pueden conseguir lo que piden. Son integrantes de 'Better Days for Moria', un grupo de voluntarios independientes que, viendo las carencias de las 21 ONGs que operan en el campo oficial, decidieron alquilar, a través de donativos, una parcela colindante a un agricultor de la isla y montar un campamento alternativo que atienda todas las necesidades de los refugiados las 24 horas del día. «Lo crearon cuatro personas en noviembre, al ver que algunos de los que llegaban dormían a la intemperie. En el oficial no había sitio para todos. Hoy, unas cincuenta personas vienen a ayudarnos cada día y conseguimos ofrecer comida caliente, atención médica y distribución de ropa y calzado seco para todos y a todas horas».
La familia de Herat llega hasta lo que en Lesbos todos conocen como el 'Better Days'. Mientras los niños juegan con el 'hula hoop' o pintan de colores vivos una caseta de madera en la guardería, algunos adultos se concentran en la zona preparada con enchufes y conexión a internet para planear la siguiente etapa de su travesía.
Frente a la carpa de la ropa seca, muchas madres esperan su turno para probarse camisas y rencontrarse con su belleza y varios hombres piden cuchillas y espejos para adecentar su barba. Una estampa que les devuelve por un momento a la vida cotidiana. En el toldo habilitado como probador de mujeres, fulares tendidos de cuerdas dividen las diferentes estancias. El olor mareante, que se cuela por la nariz, es penetrante, espeso y concentrado. Aunque no sea de su talla, la mujer de Herat ya tiene con qué tapar sus senos. El marido puede seguir su camino con una parca que le abrigue y el niño ya no tiene hambre. 'Better days for Moria' ha hecho su trabajo y, a cambio, ha recibido muchos «Shukran, tashakkor».
Son las doce del mediodía. Una veintena de taxis aguarda a la salida de Moria. El precio hasta el puerto está acordado: diez euros el trayecto. Quienes pueden permitírselo se suben y dejan atrás el campo. Quienes no, siguen esperando a que un autobús les lleve al centro de Mitilene por un euro.
La espera continúa
Los locales y turistas comen en las terrazas de los restaurantes ubicados a lo largo del malecón. Con vistas al puerto, a los veleros amarrados y a un edificio con una cúpula blanca en lo alto. Con las mismas vistas, pero sin camareros que les atiendan, los hermanos Khaled y Yussuf Jallad esperan sentados en un banco y se imaginan cómo será su vida en Alemania. Con 19 y 21 años, respectivamente, «huyen de los asesinatos y de la guerra». Sus padres han apostado por ellos, por su futuro, y han decidido quedarse en Damasco junto a su hermana de quince años.
«Ellos no han podido salir por falta de dinero y miedo a un viaje peligroso», se lamentan. Volaron de Beirut a Estambul porque tenían pasaportes, un visado y suficiente dinero. Una vez en allí, «sin saber muy bien por qué, tal vez porque todos lo hacen», se subieron a la balsa y llegaron a Lesbos. «Queremos seguir estudiando Ingeniería y Económicas en Alemania y volver algún día a Siria cuando todo se calme, pero para eso habrá que esperar».
Se va acercando la tarde, la luz es cada vez más tenue. El cielo se tiñe de rosa y el ambiente refresca. Los hermanos Jallad siguen esperando, sentados en el mismo banco, con los zapatos desgastados y un gorro de lana negro. Ya han comprado los billetes del ferri, por 45 euros. ¡Lo que hace un documento! «En Grecia estamos contentos, pero Alemania es mejor», comentan mientras ven pasar a un padre, que también espera, y pasea de la mano de su hija. Todos esperan. Esperan al ferri de las ocho.
En el puerto, los refugiados vuelven a formar filas, esta vez bajo las directrices del Ejército griego. No debe ser fácil organizar a una masa de personas impacientes por alcanzar la siguiente parada de su viaje. Jenny y Pablo, de la ONG cristiano evangélica 'Remar', llevan un año en la isla amenizando el tiempo muerto con sopas y tés que preparan en su autocaravana y ofrecen gratis a todo el que le apetezca. «Shukran», «tashakkor», les responden. «¿Por qué lo hacéis?». Un joven kurdo se sorprende al ver que hay personas que le ayudan al llegar.
'El. Venizelos' enciende las luces, calienta el motor y se prepara para salir. Aunque ahora muchos tengan miedo al mar, será para todos un viaje más seguro que el que les trajo. Parten «con ilusión», porque creen que ya han superado la etapa más dura y que la que les depara es esperanzadora. Pero sin relojes y sin noción del tiempo, desinformados y ajenos a las decisiones que se toman en los despachos, no saben que cada vez lo tienen más difícil. Que Macedonia, el siguiente obstáculo que rebasar, ha cerrado sus fronteras imitando a sus vecinos de los Balcanes. Que Atenas se encuentra desbordada porque, desde la semana pasada, quienes no sean sirios o iraquíes son devueltos a la capital helena después de intentar cruzar Idomeni, la frontera con Macedonia. Es lo que le ha sucedido a Azizi, un joven afgano de 27 años que conocimos días antes en el campo de registro de Moria, y que hoy nos ha despertado con este mensaje: «Tengo malas noticias. La policía me ha pegado dos veces. He vuelto a Atenas. Muy mal viaje».
A pesar de las restricciones, el éxodo sigue su curso. Ya es de noche, sus ventanas se iluminan y el 'El. Venizelos' zarpa. Los dos mil refugiados a bordo, en busca de la paz en Europa, desconocen que en muchos países no serán bienvenidos. Que en su ansiada Alemania se producen cada vez más ataques xenófobos. Que la historia de Ahmed y su cuñado, la de los hermanos Jallad o la de la familia de Herat confluirán -junto a la de los 100.000 desplazados más que se han registrado desde enero- en algún centro de acogida de Europa en el que, una vez más, tendrán que esperar para conseguir el asilo.
Pero, como en Lesbos, se seguirán topando con personas dispuestas a ayudarles. Ellos les dirán: «Shukran, tashakkor». Hasta que un día, de pronto, les respondan con un thank you, danke, merci, gracias o, quién sabe, tal vez, eskerrik asko.
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José Mari López e Ion M. Taus | San Sebastián
Miguel González y Javier Bienzobas (Gráficos) | San Sebastián
Javier Bienzobas (Texto y Gráficos) | San Sebastián
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