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MAIALEN MANGAS / BEATRIZ CAMPUZANO
Martes, 8 de marzo 2016, 06:32
Lesbos es la guinda del pastel de la economía griega, sumergida en una grave crisis financiera que provoca continuas protestas ciudadanas. Además de la llegada masiva de refugiados a sus islas, Grecia tiene otros frentes abiertos con los que lidiar: el tercer rescate, manifestaciones en contra de las directrices impuestas por Bruselas, los cambios en el sistema de pensiones o las protestas de agricultores, a quienes el gobierno quiere subir las cotizaciones. En definitiva, un sinfín de frentes abiertos que han llevado a los habitantes de la isla a amoldar sus negocios y su forma de vida al nuevo paradigma.
«Mucha gente en Lesbos se ha aprovechado de la situación para hacer negocio», asegura Wassilis Trapezanlidis, entendido en Historia y Culturas Europeas, que confiesa haber pasado los últimos meses reflexionando sobre lo que cada día observa desde su ventana. Reside en la capital isleña junto a su mujer, trabaja en una agencia de alquiler de coches y dedica su tiempo libre a impartir clases de alemán.
Opinión
«Lesbos ha cambiado, pero no es la primera vez que vemos llegar a tantas personas». En 1920, el archipiélago del Egeo padeció una oleada similar de refugiados. «Entonces fueron los griegos con pasaporte otomano, como mi abuelo, los que tuvieron que regresar a Grecia pasando por aquí».
Al término de la Primera Guerra Mundial, las poblaciones griegas, establecidas en Pontos, cerca del mar Negro, sufrieron persecuciones y masacres. «El Imperio Otomano los expulsó, llegaron aquí y nosotros somos sus descendientes», afirma mientras enrola un cigarrillo. Sus habitantes viven principalmente de la exportación del aceite, de la producción del ouzo, un licor anisado tradicional en la región, y de los turistas religiosos que visitan los monasterios ortodoxos. «Esto no es como Santorini o Mykonos, donde los turistas son jóvenes y extranjeros. Aquí solo tenemos diez grandes hoteles y la mayoría de los que vienen son ingleses, suecos y austriacos jubilados que compran o alquilan una casa de verano».
El turismo de los voluntarios
Desde que esta isla de 85.400 habitantes recibe cada semana a unos cinco mil refugiados, los residentes comen cada vez menos pescado, se bañan en el mar con reparo y las que fueran viviendas vacacionales han quedado ocupadas por los miles de voluntarios que han aterrizado en el terreno.
Los habitantes de la isla, en un intento de adaptarse a la nueva tesitura, no solo sacan tajada de los que han ido a ayudar, sino también de los desplazados. Basta con pasear por las calles de Mitilene para ver que en algunas tiendas cuelgan carteles en árabe y persa y que los comercios ambulantes venden bienes de primera necesidad a unos precios desorbitados. «Antes de esta oleada de llegadas, algunos locales vendían souvenirs para los turistas. Ahora, venden calcetines, mochilas y cargadores de móviles», detalla Wassilis Trapezanlidis.
«Para entender mejor la magnitud de este nuevo negocio que ha surgido, en el último año diez agencias de viaje han abierto una sede en Mitilene», comenta sentado en la terraza de una cafetería, a la espera de su capuccino sin azúcar. A un lado, el mar, donde los buques de Frontex y de los guardacostas griegos hacen parecer aún más pequeñas las embarcaciones de los pescadores locales. Al otro lado, un cuadro rural plagado de olivos en el que motoristas sin casco conducen por caminos bidireccionales donde no hay semáforos y gana la bocina más sonora.
Un pueblo dividido
«En verano se llevó a cabo una protesta porque a algunos vecinos les molestaba que los parques y plazas estuvieran llenos de refugiados y consideraban que era peligroso. Se quejaron al ayuntamiento, les hizo caso y aún así, ahora que están vacíos, ellos siguen sin ir», relata Wassilis Trapezanlidis. «Todo está relacionado con la política. Los de derechas son más reacios y conservadores y no ven con buenos ojos que vengan aquí. Sin embargo, los de izquierdas son más empáticos y no están tan a disgusto», añade.
Quizá por la historia de su abuelo, Wassilis se identifica más con los segundos. De hecho, lleva dos años como voluntario en Pikpa, un campamento gestionado por los ciudadanos de la isla y que acoge a refugiados en estado de vulnerabilidad como enfermos, embarazadas o personas con problemas psicológicos y de movilidad.
«La humanidad está por encima del dinero», dice tajante. «Para solucionar este problema hay que pensar más en las personas que en lo económico», se lamenta reconociendo que el dinero «últimamente» está siempre de por medio y eso repercute en la sociedad. «La desprotege».
«La Unión Europea debería hacer las cosas más fáciles, debería protegernos, sacar el lado más humano de todo y no tanto el económico», afirma aunque cree que «el organismo hubiese actuado de la misma forma si este problema afectase a otro país. Si se piensan que levantando fronteras y construyendo alambradas y muros van a dejar de venir están equivocados», concluye.
Desmontar los dinghy
Como los roedores que buscan en la basura y se comen las sobras que nadie quiere, hay personas en la isla que se dedican a desmontar los dinghy de neumático que llegan a la costa . En solo cinco minutos y procurando no llamar la atención son capaces de sacar las tablas de madera que estos botes llevan dentro para después revenderlas.
Si alguno de los voluntarios que opera en la isla ve una camioneta detenida al borde de la orilla, sabe que pronto llegará una balsa. Se dice que estos hombres, conocidos en la isla se conoce como ratas, están vinculados a las mafias turcas. En la salida del campo de refugiados de Moria, una veintena de taxis amarillos aguardan en fila a los desplazados que, con el registro en mano, esperan su turno para que les bajen al puerto y puedan subirse al ferri que les lleve a Atenas. La tarifa está fijada: son diez euros el trayecto. Pero hay taxistas que intentan cobrarles diez por persona. Porque donde hay desgracia, siempre hay alguien que se aprovecha.
Aprovecharse de la desgracia
«María, sim card», vocifera uno de los policías desde el interior del campo de registro oficial. María, una vendedora ambulante de teléfonos y tarjetas móviles, se acerca y oferta sus mejores tarifas a cinco jóvenes refugiados. Se los camela en su propio idioma y ellos, cómo no, confían en ella. María sabe que estos chicos pagarían lo que fuera por poder llamar a su casa, pero solo tienen liras.
Y, entonces, cuando parece que nadie más podría aprovecharse de su desgracia, llega una mujer teñida de rubio para exprimir lo poco que les queda. Los lleva a una esquina y les cambia sus liras turcas por euros, pero por treinta menos de lo que debería. Gana ella. Gana María.
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