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PPLL
Domingo, 18 de julio 2010, 05:23
Todo empezó de forma muy estúpida. Al viajero le pidieron propuestas para el verano. Se le ocurrió poner en la lista una descabellada, que nunca sería aceptada. Se equivocó. «Oye, que sí, que te hagas el Transiberiano», le contestaron. «¡Dios mío, ahora lo tengo que hacer!», se dijo. Entonces se puso a mirar cómo era porque no tenía ni idea. Estas cosas devuelven la fe en el periodismo y al viajero le gusta que su diario todavía tenga este punto romántico, porque ya es raro en los medios. A veces hay que ser un poco suicida para sobrevivir. Aunque quizá es sólo que alguien quería mandarle a Siberia. Suena refrescante para el verano. De todos modos si fuera un periodista moderno el viajero debería retransmitir por Twitter cada diez segundos: «Veo un alce-Ya no lo veo-Me pica un pie-Me rasco...». Apasionante. Es como los telegramas pero al revés: algo constante y sin ninguna importancia. Antes se comunicaba cuando había algo que decir. Ahora cuando no hay nada que hacer.
Como es de la vieja escuela lo primero que hizo fue comprarse un libro. Casi todos los viajes empiezan así, al igual que un libro lleva a otro. Por ejemplo, basta leer Tintín de pequeño e imaginarse que la vida es eso, estar todo el día haciendo el indio. El viajero, desde luego, hace lo que puede. El libro era una guía, porque las hay dedicadas al Transiberiano, donde explican los horarios de los trenes y cosas fundamentales como pedir comida sin glutamato de sodio en chino. No se rían, se teoriza desde hace años sobre un síndrome de restaurante chino por el uso indiscriminado de este aditivo.
Lo del chino se debe a que, en realidad, el viajero no hará el Transiberiano puro y duro, de Moscú a Vladivostok. Fue seducido al instante por la expresión «ramal transmongoliano» del itinerario. Es la desviación que atraviesa Mongolia y llega a Pekín. No me digan que sólo por la palabra 'transmongoliano' no merece la pena el viaje. Esa ruta es más variada, pasa por tres países, y si no el viajero teme que acabará arrojándose en marcha sobre la taiga. La duración del trenecito impresiona: si uno no se para, ir de Moscú a Pekín es una semana. Todo seguido, sin bajar. Son 7.865 kilómetros, pero es más corto que hasta Vladivostok, que son 9.288.
El viajero, personaje mostrenco, tiene que ponerse a imaginar siete veces el trayecto La Coruña-Algeciras para hacerse una idea. Pero lo deja enseguida, a la altura del club Huracán de Benavente, eje vial de la región noroeste. Pero es más abrumador todavía imaginar el viaje sin hablar con nadie. Aunque ésa es una de las ventajas del Transiberiano: el inglés no sirve para nada. A ver si vamos desmitificando un poquito el inglés, en Rusia, China y Mongolia no lo habla casi nadie. Ni 'hello'. Como comprobará el viajero, es que ni comprenden el gesto universal de pedir la cuenta, hacer como que se escribe en el aire.
Paradas estratégicas
Al viajero le preocupa más lo que va a escribir de verdad, sin poder charlar con los nativos ni pegar la oreja. Esto no es como el crucero del verano anterior, que hay actividades. Estar metido siete días con desconocidos en una cabina mirando por la ventanilla no da para una serie de verano sin que le echen. Quizá sí para un Gran Hermano ferroviario de gran audiencia, pero no para algo de leer que no parezca una de Ionesco, y de las menos entretenidas. Por eso el viajero decide colocarse unas paradas estratégicas por ahí, para tener algo que contar. Mira el mapa anonadado. El Transiberiano es algo avasallador: el ferrocarril más largo del mundo, un tercio del hemisferio norte, siete husos horarios, a una media de 60 kilómetros por hora. Da para encontrarse a sí mismo, y eso jamás. Siberia, de por sí, es una palabra aplastante. Esto no es turismo, porque no hay mucho que hacer, es un viaje a la antigua, a los tiempos humanos para distancias inhumanas. Encima la guía advierte que son esenciales unas nociones básicas de cirílico y chino. Vamos, lo normal. Así ya es difícil incluso salir del pueblo de uno, así que los objetivos mínimos son, desde ya, no morir de hambre y sed y dormir bajo techo, solo o en compañía de otros. Todo lo demás será considerado un logro.
Las aventuras suenan bien, pero ponerse a ello da mucha pereza. A veces uno tiene ganas más bien de haberlas vivido que de vivirlas. Por ejemplo, esto del Transiberiano tiene eso tan antiguo y engorroso de los visados. Y no con cualquier país, sino con Rusia, China y Mongolia, que pueden ser raritos. Es un lío, menos con el consulado de Mongolia, que va al grano: basta enviarles un mensajero con el pasaporte y el recibo del banco -55 euros, 80 con urgencia- y te lo devuelven sellado. Además, si dices que eres periodista, te marean. Un diplomático italiano le da un consejo muy italiano: que no mienta, pero que tampoco diga la verdad.
Los billetes también son un dolor de cabeza. El Transiberiano no es como el metro, que uno se sube y baja cuando quiere con un solo billete. No, hay que comprarlos por cada trayecto y el viajero, con sus paradas, debe adquirir siete en la apabullante página web del ferrocarril ruso. Al final delega las tareas en una agencia. Sale más caro, pero se duerme mejor. Una cosa sorprendente del Transiberiano es que puede ser muy barato: en tercera clase se atraviesa Asia por 400 euros. Si el que no ve mundo es porque no quiere.
La empresa aterroriza al viajero porque es otro desafío colosal a su ignorancia: no tiene ni idea de Rusia, ni de China y mucho menos de Mongolia. Menos mal que es periodista, que consiste en escribir de cosas de las que no se sabe nada. Así que también se puso a leer libros. De ese modo parte con tal empanada acelerada de geopolítica de Eurasia que corre un serio peligro de creerse que sabe algo y aparecer en una tertulia. Es como eso que dijo Woody Allen tras leer en cinco minutos una edición abreviada de 'Guerra y paz': «Es un libro sobre Rusia».
Ir a Rusia le recuerda al viajero ese viejo chiste de la fiesta del partido comunista: «Hay una rifa. Primer premio, una semana en la Unión Soviética. Segundo premio, dos semanas en la Unión Soviética». El viajero tiene este chiste en su remesa para silencios incómodos en embajadas. Suele funcionar. El que nunca funciona y siempre le crea graves momentos de embarazo es este otro: «¿Saben por qué no hay golpes de estado en Estados Unidos? Porque no hay embajada de Estados Unidos». Al viajero le parece gracioso, pero pocas veces se ríe alguien. La gente baja la mirada a las copas. Se le dan mal los círculos diplomáticos. Retomando el hilo, hasta el viajero, con su habitual desconocimiento del devenir histórico, se da cuenta de que el Transiberiano-mongoliano es un viaje al corazón del comunismo, o lo que quede de él. Tras presenciar el ocaso del sueño económico español por el Mediterráneo y el apogeo del hedonismo vacacional capitalista en un crucero, le parece una continuación acorde con su espíritu experimental, como un miembro más del club Pickwick, que es lo que siempre quiso ser. Ahora que las finanzas hacen aguas, ¿cómo les irá a los que llegan tan ilusionados a la tarjeta de crédito?
En Moscú
El viajero parte el 13 de junio hacia Moscú, con escala en San Petersburgo. Sí, se pierde el Mundial, así es el oficio. Al embarcar en el avión, lleno de rusos, ya percibe el impacto de una fisonomía general distinta. Ellos tienen pasión por los zapatos blancos con agujeritos y los colores crema. Entre ellas prima de forma asombrosa el leopardo, como si fueran de safari. Al llegar comprueba que también aplauden al aterrizar y eso que dicen que el ruso es fatalista. El aeropuerto de San Petersburgo es un cuchitril y para cambiar de terminal hay que coger un autobús. A la otra, con un optimismo sobrenatural, la llaman la terminal nueva, para que digan que el ruso es pesimista. Por fuera da el pego, pero dentro es como un mercado provincial de ganado. Muy divertido, con pasillos en penumbra en los que se suceden zonas de embarque sin ninguna señalización. Hay un bullicio exótico, con caras orientales y señores de cejas muy gordas. En el mostrador de información no hablan inglés, pero un matrimonio mayor muy majo que va en su mismo vuelo lo adopta y le acompaña. La señora hasta le coge por el brazo para que no se pierda, como si un extranjero aquí fuera medio tonto. En realidad, lo que el viajero es. «¡Tovarisch!», le gritan para que les siga. La señora rusa es muy maternal, la primera de muchas que encontrará en su viaje. Quizá en exceso, y de hecho el marido parece alegrarse de que otro sea el objeto de sus atenciones.
En San Petersburgo llueve y dice un refrán que entonces en Moscú hace sol, porque son las dos ciudades antagónicas que tiene todo país, para no aburrirse. En efecto en Moscú hace sol cuando llega el viajero, pero es que son las once de la noche. Son las románticas noches blancas. Tras negociar con un taxista, le hace una señal para que le siga. Salen del aeropuerto hacia un aparcamiento. Al cabo de diez minutos el viajero ya teme que le va a cobrar sólo por acompañarle a pie. El taxista le explica por señas algo así como que ha aparcado fuera porque es más barato. Se internan en una zona muy oscura y el viajero se prepara para ser atracado. Empieza a calentar para salir corriendo, como los futbolistas en la banda. Pero no, al final llegan a un coche tuneado con asientos de falso cuero negro y olor a gasolina. Hasta el hotel ve muchos coches con cristales oscuros y todo está en penumbra, así que es una llegada un poco tétrica. También el hotel parece el castillo de Drácula. Pero al bajar del taxi descubre que también él tenía cristales oscuros, por eso veía todo negro. Aún así el edificio es macabro. Lo ha elegido por eso. El Hilton Leningradskaya es una de las siete torres soviético-majaras que construyó Stalin, un hotel renovado hace sólo cinco años, y además está en la plaza de las tres estaciones, de donde sale el Transiberiano. En el bar le sonríe una señorita prostituta, pero el viajero sale un momento a ver su estación. Es misteriosa, como de cuento.
El viajero recuerda una película de serie B del Transiberiano con Christopher Lee. Es de un antropólogo loco que lleva un misterioso fósil, donde anida un alienígena que va asesinando al pasaje durante el trayecto. Se llama 'Horror express'. Pero se rodó en Madrid en un vagón sobrante de una película de Pancho Villa. Todo tiene un lado amable, y el espíritu del viajero es buscarlo allá donde va, con altas probabilidades de equivocarse. Irá contando lo que sepa y descubra por el camino. Los expertos de Rusia no encontrarán muchos alicientes, quizá sólo errores, pero el viajero tratará por todos los medios de no cometerlos. Salvo el de comenzar este viaje.
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