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La 'cuestión identitaria'
ARTÍCULOS DE OPINIÓN

La 'cuestión identitaria'

En lugar de declinar la identidad en clave existencial (¿Quiénes somos?), lo que nos lleva indefectiblemente al enfrentamiento entre diferentes, mejor hacerlo sobre las bases del conocimiento (¿Qué es la identidad?)

IÑAKI MARTÍNEZ DE ALBENIZ

Miércoles, 27 de octubre 2010, 04:48

No desesperaría la insistencia de los políticos a la hora de esgrimir la 'cuestión identitaria' si no fuese porque ésta es una cuestión mal planteada. Si lo que se pone en cuestión son 'determinadas' identidades (pongamos por caso, la identidad vasca o la española), pero no se cuestiona la identidad en sí, no hay 'cuestión identitaria' que valga. A la identidad le ocurre lo que le ocurría hasta hace bien poco a la tortilla. Lo digo porque la tortilla ya ha encontrado una mente que le haga justicia. Como dice Ferrán Adrià, «lo importante no es la tortilla, sino el concepto tortilla». Lo mismo da que sea una tortilla de patata o de atún con pimientos. Innova el que inventa el concepto, no el que establece las variantes o casos del mismo, hasta el punto de que una vez asumido esto, las diferencias entre los casos pierden todo su valor. Como ocurre con la tortilla, 'cuestión identitaria' no significa poner en cuestión determinadas identidades (generalmente la identidad del 'otro', nunca la propia), sino plantear una controversia en torno al concepto mismo de identidad.

Si la analizamos como concepto, la identidad deja de ser un problema social y pasa a ser algo más fácil de manejar: una 'problemática' social. Un problema es una situación de la que no sabemos cómo salir. Para poder superarlo, un problema tiene que abordarse como problemática, como el proceso por el cual algo ha sido socialmente construido como problema. Y si algo se define como problemática significa que, en tanto que construido, no tiene un carácter natural ni necesario: es contingente, es decir, está sujeto a modificación. La identidad como 'problemática' pone el acento en que las identidades se construyen socialmente, que no son realidades naturales, pese a que las vivamos como si lo fueran. Nada hay más artificioso que los procesos sociales. Ésa es su naturaleza.

Para problematizar la identidad es preciso partir de la base de que, siendo una de las principales innovaciones de la modernidad, sólo cuando ésta da muestras de agotamiento estamos en disposición de (re)pensar la identidad. En tanto que sujetos modernos, estábamos acostumbrados a imprimir un sesgo existencial a la identidad, declinándola en términos del verbo ser: 'éramos' algo. Idéntico era aquello que permanecía igual a sí mismo en el tiempo, de suerte que su cuestionamiento atentaba contra nuestra forma de estar en el mundo pues conllevaba una irreparable pérdida de autenticidad. Sin embargo, creo que en los tiempos que corren, más que el lamento por la pérdida de autenticidad, es cada vez más generalizada la percepción de que, en aras a desdramatizar el mundo, cierto olvido 'terapéutico' del ser es necesario. Para ello es preciso hacer lo que los científicos (y en un registro menos convencional, los niños, los locos y los borrachos) siempre han hecho: preguntarse por el qué de las cosas. En lugar de declinar la identidad en clave existencial (¿quiénes somos?), lo que nos lleva indefectiblemente al enfrentamiento entre diferentes, mejor hacerlo sobre las bases del conocimiento (¿qué es la identidad? ¿Qué queremos decir cuando decimos que somos algo?). Sin embargo, esta trascendental labor no se puede dejar en manos de los políticos, porque la política, lejos de problematizar lo que nos hace diferentes, es, precisamente, el arte de fabricar diferencias irreconciliables (nosotros/ellos, derecha/izquierda, gobierno/oposición) para rentabilizarlas. No se olvide que partido deriva de 'parte'.

En suma, si aspiramos realmente a ser posidentitarios, tenemos cuatro posibles variantes. La menos común y más aburrida de todas ellas es renunciar a la identidad. Enrocarse en la pregunta del científico (¿qué es la identidad?), sin dar el paso a la vida. La más elegante, pero también la más compleja, es la de la ironía: ser algo sin llegar a tomarse demasiado en serio, sin sublimarlo, y, como dice el filósofo esloveno Slavoj Zizek, «gozar del síntoma», permitiendo que los demás hagan lo propio. Los que viven así la identidad la viven como muertos vivientes, a sabiendas de que es un concepto zombi. El posbilbainismo es un claro ejemplo de esta segunda variante.

La tercera es la más rentable: convertir la identidad en una industria. Recuerdo, en este sentido, una impagable frase del ex lehendakari Juan José Ibarretxe: «Tenemos que aprender a gestionar la identidad vasca». Leída literalmente la frase no aludiría tanto a que debemos resolver el problema identitario (que es lo que entiendo que Ibarretxe quiso decir), sino a que la identidad puede ser un (pingüe) negocio que es preciso gestionar con inteligencia. Lo interesante de hacer de la identidad un producto más es que procura una sana banalización del problema identitario, un salto del esencialismo al merchandising. De dar este salto sin complejos, los más proclives a esgrimir la identidad estarían en posición de convertirse, por arte de magia, en los más eficaces gestores de la industria de la identidad. Solo donde sobra identidad (que no es lo mismo que decir donde sobra la identidad), solo donde la identidad desborda la realidad puede surgir una cantera de expertos en gestión identitaria. Creo que en la actualidad asistimos, parafraseando al filósofo Walter Benjamin, a esta suerte de pérdida del aura de la identidad en la era de su reproductibilidad técnica, por más que no se problematice como tal o se acuda (por lo general, los fines de semana) al mantenimiento de una ritualidad compensatoria.

Pero la cuarta solución es sin duda la más gozosa: hacer de la cuestión identitaria un juego de rol. Quienes alcanzaron las mayores cotas de eficacia y originalidad en este juego fueron los guionistas de las primeras ediciones de 'Vaya semanita', antes de la rutinización funcionarial del programa (un buen chiste cien veces contado termina siendo un mal chiste). En la posmodernidad, las identidades más fuertes son, paradójicamente, aquellas que saben autoparodiarse. En este contexto, el nihilismo identitario es más una fortaleza que una debilidad. Ya no hay identidades originales. Sólo las que tienen su copia correspondiente en el top manta de las identidades son 'originales', pero no en el sentido de puras, sino en el de comerciales.

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