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ENRIQUE ZALDUA
Lunes, 1 de noviembre 2010, 02:48
Decía recientemente Jimmy Carter, el que fuera presidente de Estados Unidos de 1976 a 1980, que ni siquiera durante la Guerra de Secesión (1861-1865) había estado tan fracturado políticamente el país como en estos momentos. La elección de Barack Obama hace dos años pareció marcar un punto de inflexión que demostraba la madurez y ansia de cambio de la sociedad estadounidense. ¿No estaba el país harto del monopolio político republicano? ¿Qué ha pasado en este tiempo para que la situación haya dado un giro tan brusco? Pues bien, lo que ha ocurrido ha sido la peor crisis económica desde la Gran Depresión.
Sin embargo, las raíces más profundos de la fractura se remontan a comienzos de los 80 del siglo pasado, cuando Ronald Reagan pone en marcha una especie de revolución contra-contracultural para desmontar el entramado garantista erigido a partir del 'New Deal' de Franklin Roosevelt y cimentado durante el desarrollismo de los 50 y la lucha por los derechos civiles de los 60. El proceso de desregulación y privatización iniciado por Reagan prosiguió con Bill Clinton -quién aprobó la desregulación financiera que abriría el camino a los desmanes de esta década- y alcanzó su máxima expresión durante la presidencia de George W. Bush (olvido de Nueva Orleans tras Katrina; colapso inmobiliario-financiero en 2008).
Según datos de la Oficina Presupuestaria del Congreso, durante el periodo 1979-2004 los ingresos del 1% más rico de la población aumentaron un 176%, mientras que los del 20% más pobre subieron un 6%. No es de extrañar, pues, que al inicio de la crisis en 2008 el grado de desigualdad económica fuera el máximo desde 1929. Actualmente, en EE UU hay alrededor de 44 millones de pobres y se prevé que este año se produzcan 1 millón de desahucios a causa del reventón de la burbuja inmobiliaria, según datos publicados en el diario The New York Times. Asimismo, la ansiedad provocada por el alto desempleo, el profundo deterioro de las infraestructuras, el persistente declive de la educación, los cambalaches políticos de Washington y la corrupción y malas prácticas financieras de Wall Street han puesto contra las cuerdas la noción de contrato social sobre el que se asienta la clase media de este país: estudia, consigue un buen trabajo, paga tus impuestos, cumple la ley y tendrás una vida plácida y productiva. ¿Cómo aceptar ese contrato cuando la educación se hace inaccesible, no hay trabajo, ni bueno ni malo, los que más dinero tienen cada vez pagan menos impuestos y las empresas que manipularon las leyes a su antojo acaban recibiendo miles de millones de ayuda del Tesoro Público, o sea de quienes las cumplieron?
Junto a esto, sin dudar de las buenas intenciones de Barack Obama, hemos asistido a dos años de «quiero y no puedo» donde la mayor parte de los intentos de reforma han sido insuficientes o se han visto bloqueados sistemáticamente por el Partido Republicano. (El proyecto de Ley de Sanidad sólo se aprobó después de diluir su alcance para poder atraer el voto de los demócratas conservadores). No sorprende, por tanto, que ante esta situación hayan surgido movimientos de protesta, como el del Tea Party. Lo que puede resultar en cierta manera chocante visto desde fuera es que la respuesta más organizada haya venido por la derecha del Partido Republicano, como un movimiento populista anti-Estado con tintes reaccionarios y, en algunos casos, teñido de racismo e incluso de apelaciones a la posibilidad de una revolución popular armada.
La retórica extrema del movimiento Tea Party y el temor del Partido Demócrata a perder la mayoría han abierto la espita al mayor flujo de dinero de la historia electoral de este país (unos 2.000 millones de dólares, según The Washington Post). Si el sistema político norteamericano siempre ha favorecido a los políticos con buena cartera, la situación actual se acerca cada vez más a la de una república bananera donde los candidatos son prácticamente comprados por las grandes multinacionales y grupos de interés. Según un informe de la American Political Science Association sobre el estado de la democracia norteamericana publicado en 2004, «los dirigentes escuchan sin dificultad, y obedecen, la clamorosa voz de los privilegiados» mientras que, por otro lado, «hacen oídos sordos a los susurros de los ciudadanos con ingresos más bajos o moderados». Desde 2004 las cosas no han cambiado.
Pero por debajo del aluvión de dinero corporativo, se vislumbra un enconado pugilato entre dos concepciones sociales radicalmente diferentes, entre quienes desean abolir el Estado, privatizar sus funciones y dar campo libre a los grandes poderes económicos, y quienes desean regenerar el papel de lo Público para que vuelva a ser instrumento de progreso, incluso si ello significa subir los impuestos a los que más tienen a fin de crear una sociedad más justa (como propugnaba el emprendedor Garrett Gruener en su artículo 'Soy rico: aumenten mis impuestos', publicado recientemente en el diario Los Angeles Times, como lo defiende el padre de Bill Gates).
Al final, es menos un dilema político entre republicanos o demócratas que de concepción de la democracia y la justicia social. Los dos Roosevelt, Theodore y Franklin, republicano y demócrata, respectivamente, pusieron en marcha profundas reformas progresistas durante sus presidencias y advirtieron contra el poder incontrolado de las multinacionales y el efecto pernicioso del dinero en las campañas. La paradoja está en que los candidatos partidarios de ese 'Nuevo Contrato' que regenere la democracia, proteja al ciudadano de a pie y acote los excesos corporativos necesitan ser elegidos, cosa nada fácil sin dinero detrás.
Este es el círculo vicioso en el que se debate la democracia estadounidense y cuyas ondas llegan a todo el mundo. El siguiente capítulo, este 2 de noviembre, pero la historia continúa. Conviene prestar atención.
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