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JOAQUÍN ROY
Martes, 22 de marzo 2011, 03:48
Si el presidente Barack Obama tuviera los poderes que la mitología de la hegemonía mundial le atribuye, hubiera programado su agenda de las últimas semanas sin incluir las crisis de Túnez, Egipto y ahora Libia. Pero tampoco hubiera aceptado una gira (y menos en las actuales circunstancias) que lo llevaran a Brasil, Chile y El Salvador. Mientras se satisfacía con la iniciativa de Sarkozy de abrir fuego sobre Muamar el Gadafy, Obama comenzaba su periplo latinoamericano en la modernista Brasilia y el siempre atractivo escenario de Río de Janeiro. Le seguirían las escalas de Santiago de Chile y San Salvador.
Pero su mente estaría en Bengasi y de reojo hacia Teherán. El escenario latinoamericano, cuidadosamente elegido para evitar roces con los miembros del ALBA chavista, su preocupación (el desdén con el que Washington cíclicamente trata a sus vecinos del sur) se posaba en México. Su vecino se desangra en la cruel guerra a causa del narcotráfico y el cáncer de la corrupción. La penúltima víctima diplomática ha sido Carlos Pascual, el dimitido embajador de Obama, a causa de las revelaciones de Wikileaks, que convirtieron el ejercicio de su cargo en problemático, inaceptable para el presidente Calderón.
Las opiniones de Fidel Castro (su hermano ya tiene otros problemas) acerca de las intervenciones occidentales en el Norte de África les quitan menos el sueño a los sufridos subalternos de Hillary Clinton en el Departamento de Estado que los eructos de Chávez desde Venezuela. Pero las incomodidades de Obama en su gira comenzaron con el desplante de Lula Da Silva. Invitado, como todos los anteriores presidentes democráticos de Brasil, a un almuerzo en honor de Obama, decidió plantar a su sucesora Dilma Rousseff. La flamante presidenta suspendió una conferencia de prensa en la que se hubieran planteado preguntas comprometidas para la mandataria y el presidente norteamericano.
El trasfondo habría sido la urticante abstención de Brasil en la histórica votación del Consejo de Seguridad con respecto al ultimátum a Gadafi y el silbato de salida para la intervención militar en Libia. Los anfitriones de Obama se subían de esa manera al autobús de China y Rusia. La Alemania de Merkel se desmarcaba de la iniciativa de su gran amigo Sarkozy. Así se ponía en entredicho el exageradamente aplaudido eje francogermano para salvar al euro.
Menos mal que Washington puede contar con los británicos, cualquiera que sea el inquilino de Downing Street. La 'relación especial' funciona con histórica exactitud. En la duda, pregúntese a Sadam Hussein, que en su paraíso descanse. Similar dictamen pueden emitir los militares argentinos que creyeron ilusoriamente que Reagan se quedaría cruzado de brazos ante la surrealista aventura de las Malvinas. Pero lo cierto es que el poco entusiasmo demostrado por Obama en enzarzarse en el viaje sudamericano quedaba antes replicado por la reticencia en inmiscuirse en el complicado escenario del norte de África, demasiado cerca de Israel y a tiro de misil nuclear de Irán.
Cuando los asesores de Obama se preguntaban si podría ser verdad el desenlace comparativamente pacífico (de momento) de la crisis de Túnez y Egipto, estalló la crisis de Libia. Sus consecuencias, a pesar de la contundencia de la decisión del Consejo de Seguridad, son impredecibles, aunque la meta de sacarse de encima a Gadafi ha sido compartida por casi todos los líderes del llamado mundo occidental.
Aunque el veredicto final deberá esperar a una solución 'a la egipcia', se puede aventurar un balance de lo conseguido por Estados Unidos y los posicionamientos de algunos aliados europeos imprescindibles. En el podio de ganadores en este primer capítulo debe destacarse el papel estelar del Consejo de Seguridad. Una excepción en la historia de Naciones Unidas, la resolución fue posible por el liderazgo de los protagonistas principales (Estados Unidos, Francia y Reino Unidos). Este 'trío de Trípoli' (distinto del que surgió en las Azores) se impuso a los poco entusiastas, que regalaron una abstención conveniente.
En ese terceto, por supuesto, destaca Francia liderada por el hiperactivo Nicolas Sarkozy, recompensado por comenzar las acciones en Libia. Era lo menos que se podía esperar del que (temerariamente, según numerosos observadores) se había adelantado con el reconocimiento de los representantes de la oposición libia como interlocutores válidos. Era la forma del mandatario galo de responder a la acusación de Gadafi con respecto a una supuesta financiación de su campaña electoral.
Provisionalmente, perdedora nata ha sido la Unión Europea, aunque esté dignamente representada por sus principales miembros (excepto Alemania). La imposibilidad de conseguir la necesaria unanimidad en las decisiones del Consejo revelaron por una vez la superioridad del sistema de votación de la ONU. Pero, como ha sucedido otras veces, de una derrota Bruselas aprende.
Obama, deseoso de regresar a Washington, habrá reforzado la excelente relación con Chile, que disfruta de un envidiable acuerdo de libre comercio, gemelo al de la UE. El espaldarazo en San Salvador a Mauricio Fumes, antiguo dirigente de Frente Nacional de Liberación Furibundo Martí, y el homenaje al asesinado cardenal Oscar Romero será un doble guiño para la izquierda redimible y para el 'socialismo del siglo XXI' de Chávez y compañía. Pero la mente de Obama estará, a pesar suyo, en el Norte de África, hasta que la explosión de México le recuerde en qué continente habita. Y gracias que Cuba, cortesía de Raúl, se mantiene frágilmente estabilizada con los tardíos ajustes económicos.
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