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MARCOS ENGELKEN-JORGE
Lunes, 6 de junio 2011, 03:45
Con las movilizaciones del 15M, las demandas de más y mejores cauces de participación ciudadana han entrado en el debate público. Frente a los escépticos, aduciré que contamos actualmente con arreglos institucionales aceptables para canalizar dicha participación más allá del sistema electoral. Frente a los entusiastas, en cambio, argumentaré que no me estoy refiriendo precisamente a aquellas fórmulas que más han sido mencionadas en los últimos días.
Conviene comenzar repasando -y desmitificando- aquellas opciones más citadas recientemente: los instrumentos de democracia directa, típicamente los referendos, y la democracia asamblearia a la islandesa. Los dos van generalmente de la mano y ambos tienden a ser igualmente insatisfactorios (aunque no siempre ocurra así). Lo acaecido en California en la última década ilustra las debilidades de la democracia plebiscitaria. La celebración continuada de referendos tiende a agotar el interés de una ciudadanía que debe lidiar con otros muchos problemas e inquietudes. Por regla general, sólo aquellas personas y grupos de interés con algo en juego se movilizan en esta clase de comicios y, particularmente, los segundos. Por otra parte, los referendos constituyen al fin y al cabo un tipo de elecciones y, como tales, reflejan las mismas miserias que observamos en cualquier campaña electoral: mensajes simples y repetidos insistentemente. En suma, ni suelen mejorar la calidad del debate público ni tienden a movilizar a la ciudadanía. Más bien son terreno abonado para el marketing político y para grupos de presión de diversa índole.
Islandia, propuesta en los últimos días como caso a imitar, tampoco parece un dechado de virtudes a la luz de las descripciones dadas por los politólogos de ese país. Si bien la irrupción de la ciudadanía ha conseguido cambiar el contenido del debate público, no ha alterado su estilo. Se sigue imponiendo una retórica agresiva y excluyente, poco dada a los matices, la autocrítica y la reflexión; lo que quizás tenga una función catártica en estos momentos, pero le resta atractivo considerando el largo plazo. La participación ciudadana se ha centrado, por lo demás, en el dudoso empeño de identificar los 'auténticos' valores islandeses. Un conjunto de valores, por otra parte, que no se somete a debate ciudadano, sino que se 'extrae' del mismo, de acuerdo a la metodología de participación empleada. Definir en qué se concretan realmente dichos valores tampoco es algo que se haya dejado en manos de la ciudadanía. Tanto en la asamblea de noviembre de 2009, como en la de 2010, correspondía a otros actores sociales aterrizar esos imprecisos valores islandeses.
Se han desarrollado en las últimas décadas diversas experiencias de participación encaminadas precisamente a evitar problemas como los precitados. Existen, por una parte, mecanismos de participación que operan con grupos aleatorios de personas, generalmente entre 200 y 400 ciudadanos, estadísticamente representativos de la población. Me refiero a arreglos institucionales como los deliberative polls y las asambleas ciudadanas como la de Ontario, a los que se podría sumar, aunque difieran en aspectos importantes, los núcleos de intervención participativa. Combinan el debate en pequeños grupos con la discusión colectiva; cuentan con expertos y representantes de diversas corrientes políticas para asesorar y responder a las preguntas de los participantes; la duración de los procesos participativos varía entre un fin de semana y casi un año de duración, pero todos ellos han sido suficientemente testados a lo largo del Globo y en temas dispares como la política energética, la política educativa, las políticas de empleo o la reforma del sistema electoral. Los resultados que han arrojado son ciertamente alentadores. Canalizan, sobre todo, la participación de ciudadanos corrientes, evitando de este modo la crítica de que la participación política es 'aristocrática', es decir, exige demasiado tiempo y esfuerzo. Muestran, además, que dichos ciudadanos 'corrientes' son también capaces de abordar problemas técnicos de elevada complejidad.
Un segundo tipo de innovación democrática la encontramos en aquellos mecanismos de participación que, como los presupuestos participativos (el de Porto Alegre es el más conocido) o los debates públicos franceses, ligados estos últimos a la realización de grandes obras públicas, permiten canalizar la participación directa de la sociedad civil sin caer en los déficits de la democracia asamblearia. Sobrerrepresentan -es cierto- a la ciudadanía organizada, es decir, a la que ya forma parte de asociaciones o movimientos sociales, pero contribuyen también a reforzar a dicha sociedad civil, sustrato fundamental de toda democracia de calidad.
En todo caso, cabe reconocer que nos encontramos ante soluciones imperfectas, si son tomadas de forma aislada. El objetivo es, sin embargo, que la combinación de estos nuevos mecanismos de participación complemente al sistema de representación partidista. Como ha sugerido el politólogo Mark Warren, no se trata de que cambie esencialmente la forma del sistema político, pero sí de alterar su funcionamiento en una dirección mucho más participativa y sensible a las demandas ciudadanas. La proliferación de mecanismos participativos como los precitados encierra el potencial necesario para hacerlo.
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