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JUAN JOSÉ TAMAYO
Jueves, 30 de junio 2011, 05:52
El Estatuto de Autonomía, Els Furs y la Biblia; la Constitución Española, el Estatuto de Autonomía de la Comunidad Valenciana, el Crucifijo y la Biblia juntos en un mismo escenario político. No son dos escenas de épocas olvidadas de nuestra historia nacionalcatólica desde Recaredo a finales del siglo VI, con el triunfo de la ortodoxia católica frente a la heterodoxia arriana, hasta el final de la dictadura franquista, con la alianza entre el dictador y la jerarquía católica, tras el golpe de Estado de Franco que dio lugar a la guerra (in)civil definida por los obispos españoles como Cruzada contra el comunismo y el ateísmo. Las dos escenas pertenecen a dos actos políticos recientes: la toma de posesión de Francisco Camps como presidente de la Generalitat de Valencia y la constitución de la VIII Legislatura de las Cortes Valencianas, cuando su presidente Juan Cotino, del PP, ordenó colocar el crucifijo en la mesa donde los parlamentarios tenían que jurar o prometer sus cargos. Algunos han calificado las escenas de anacrónicas, otros de despropósito, y los más, de esperpento. Estas calificaciones no van descaminadas, ciertamente, y las comparto, pero no tocan el núcleo del problema. Tienen un significado más profundo y admiten otra interpretación más relacionada con la realidad política valenciana y con la corrupción en esa comunidad.
Por anacrónica que resulte, la escena es más frecuente de lo que puede parecernos en el actual panorama político español. Ha tenido lugar también en la constitución de algunas corporaciones municipales y, lo que es más grave y preocupante, está en plena sintonía con situaciones políticas de claro tinte confesional nacionalcatólico como la toma de posesión de los miembros del Gobierno en la que, sin mandato constitucional alguno, el rey impone la presencia del crucifijo y de la Biblia en el juramento o la promesa del presidente y de los ministros del Gobierno, o los funerales católicos de Estado. Estamos, por tanto, ante una práctica no reducida a la constitución de uno u otro Parlamento regional o Ayuntamiento, sino instalada en la jefatura del Estado y en uno de los momentos más importantes de toda sociedad democrática:_la formación del Gobierno surgido de las urnas en un Estado no confesional.
Estas escenas hieren la sensibilidad política de cuantos ciudadanos y ciudadanas, más allá de las creencias o increencias religiosas, tenemos una concepción laica del Estado y de sus instituciones. Constituyen, a su vez, una falta de respeto a los sentimientos del resto de los parlamentarios que prometían los cargos, una confesionalización de la vida política valenciana y una burda manipulación de los símbolos religiosos. Y aquí radica, a mi juicio, el problema. ¿Es imaginable que cada parlamentario hubiera colocado sobre la mesa de la promesa o juramento del cargo los símbolos propios de la ideología o del partido al que representan?
La simple presencia del crucifijo y de la biblia en la constitución de las Cortes Valencianas y en la toma de posesión de Camps constituye una inversión semántica de los símbolos religiosos, cuyo significado originario libertador se pervierte. La Biblia pasa de ser la «enciclopedia de utopías», como la llamara Bloch, a legitimar del orden establecido. El Crucificado, ejecutado por subversivo contra el Imperio romano y por denunciar la injusticia y la corrupción, se convierte en instrumento de legitimación de la corrupción. No se olvide que entre los imputados hay varios parlamentarios del Partido Popular, entre ellos figuras tan política e institucionalmente relevantes como el presidente Camps, imputado por cohecho en el caso Gürtel, el vicepresidente, Vicente Rambla, por financiación ilegal del PP y la alcaldesa de Alicante, implicada en el caso Brugal.
¿Por qué el crucifijo y la Biblia en un acto de tal relevancia política? Al ser católicos confesos y convictos los parlamentarios en cuestión, yo creo que han dado a la presencia de ambos símbolos un carácter penitencial: lavar los pecados de corrupción. Perdonados por el pueblo y absueltos por su religión, pueden comenzar la legislatura limpios de todo pecado y en estado de gracia para, quizá, seguir con las mismas prácticas, que saben serán de nuevo perdonadas y incluso premiadas en esta vida y en la eterna.
Tamañas perversiones no habrían sucedido si el Gobierno hubiera llevado al Parlamento la Ley de Libertad Religiosa y de Conciencia, que era el buque insignia legislativo del PSOE y en la que ha venido trabajando un grupo de expertos durante toda la legislatura. La no presentación de la Ley ha llenado de alegría al PP, al Vaticano y, por supuesto, a los obispos españoles, pero ha defraudado a los votantes de izquierda y a la ciudadanía en general, deseosa de que de una vez por todas desaparezca la confusión.
Además de la protesta por la corrupción, la discriminatoria ley lectoral, la escasa representación de la democracia representativa y la falta de democracia económica, los 'indignados' tenemos otro motivo más para reaccionar: el uso de los símbolos religiosos en el espacio público y en la vida política española y su abuso para justificar lo ética, religiosa y políticamente injustificable. Estamos ante una verdadera profanación.
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