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JOSÉ LUIS ZUBIZARRETA
Domingo, 2 de octubre 2011, 04:22
Ronda esta legislatura por la cabeza de los políticos vascos el fantasmagórico tabú de la foralidad. Nadie sabe qué encierra en concreto el concepto, pero todos se acercan a él con tal temor reverencial que no cabe sino pensar que nos hallamos ante algo que toca la esencia misma de la vasquidad. La foralidad se ha convertido entre nosotros en ese 'cuidado con el perro' que avisa de las funestas consecuencias que puede acarrear al trasgresor la intromisión en propiedad ajena.
La cosa viene de largo, pero fue sobre todo anteayer, en el pleno de política general, cuando dejó entrever su terrorífica importancia. Cada vez que el lehendakari se atrevía a pronunciar la palabra «fiscalidad» -que, como todos sabemos, pertenece al núcleo del mencionado concepto-, se le notaba que movía sus pies como si estuvieran lastrados de plomo o pisara terreno minado. Enseguida le salían, como cancerberos, quienes parecían ser los dueños de la finca, para recordarle hasta dónde llegan los límites de su propiedad.
De momento, y mientras las cosas no vayan a mayores, las cuatro fuerzas mayoritarias -PNV, PSE, PP y Bildu- se limitan a referirse, para demarcar los límites del territorio acotado, a las leyes que, sobre la base del Estatuto de Gernika, han fijado el reparto de competencias entre las diversas instituciones del país. Por lo que se refiere a la fiscalidad, que es lo que ahora nos interesa, éstas son, aparte del propio Estatuto, la Ley del Concierto Económico, la de Territorios Históricos y la de Armonización, Coordinación y Colaboración Fiscal. Entre todas ellas se establece, con bastante nitidez, cuál es el terreno que ha quedado reservado a los llamados órganos forales y hasta dónde se les deja entrar a los de carácter común, es decir, al Gobierno y al Parlamento vascos.
Puestas así las cosas, la aceptación de las reglas establecidas es general, lo cual no es óbice para que se observen discrepancias de interpretación que no vienen al caso. El problema puede surgir -y, de hecho, ha surgido en algunos momentos de nuestra reciente historia democrática- cuando se trata de indagar en la fuente última que da legitimidad a ese reparto que las reglas establecen. Brota entonces -tal y como comienza ya a percibirse en ciertas argumentaciones- la interpretación rabiosamente foralista que querría llevar el origen de tal legitimidad a un venero que, desde el fondo de nuestra historia, determinaría cuál es el «orden natural» de las cosas que todo el mundo debe preservar.
En esta interpretación, la fiscalidad sería uno de esos «derechos históricos» que están vinculados, por naturaleza, a los llamados territorios forales y son, por tanto, de éstos exclusivos. Surgen de inmediato en este contexto otros conceptos que, como los de inalienabilidad e indisponibilidad, han llegado a configurar un campo semántico cerrado. Así, como si de una secuencia natural se tratara, se concatenan afirmaciones del tipo «los derechos históricos pertenecen en exclusiva a los territorios forales», «son, por tanto, de éstos privativos y les son, en consecuencia, inalieables», «no estando, en definitiva, a disposición de quien no sea titular de la foralidad». Su fuente de legitimidad es, para que quede más claro, preconstitucional y preestatutaria, no pudiendo hacer con ellos la Constitución y el Estatuto más que reconocerlos y respetarlos.
Tal argumentación, que revolotea en la mente de muchos de los que defienden a ultranza el statu quo del actual reparto competencial, es de todo punto de vista cuestionable y conviene de hecho cuestionarla para evitar ulteriores malentendidos. Dejando de lado la relación que con los «derechos históricos» guarda la Constitución Española, el Estatuto de Gernika aclara definitivamente el estado de la cuestión. En efecto, quien lea conjuntamente la Disposición Adicional Primera de la Constitución y del Estatuto no podrá no percatarse del cambio de atribución que entre los dos textos se produce en lo que concierne a los «derechos históricos» o «forales» y a sus correspondientes titulares.
Así, mientras la Constitución atribuye los «derechos históricos» a los nunca del todo extintos «territorios forales», el Estatuto, por el que el pueblo vasco se ha constituido ya en tal sujeto político bajo la denominación de Euskadi, se los imputa a todo el pueblo vasco en su conjunto: «Los derechos que como tal le hubieren podido corresponder en virtud de su historia». A partir de ahí, los llamados derechos históricos o forales, cualesquiera que éstos sean, han quedado a disposición de los órganos en los que ese pueblo se encuentra representado, es decir, el Parlamento y el Gobierno vascos, en cuyas manos han depositado sus atribuciones privativas los territorios históricos, al integrarse de manera voluntaria en la comunidad autónoma. Y si aquellos «podrán... conservar o, en su caso, establecer y actualizar su organización e instituciones privativas de autogobierno» es porque así lo establece, en su artículo tercero, el propio Estatuto de Gernika.
Estas consideraciones podrían parecer extemporáneas. Valgan para el caso de que el atrincheramiento en un poder territorial cada vez más precario y fragmentado pretenda justificarse con apelaciones a un fantasmagórico régimen foral que quedó plenamente incorporado al sistema democrático por el Estatuto de Gernika.
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