Fuego en el páramo

Algunos amamos a Jane y a Rochester casi tanto como a Cathy y a Heatchliff. A Charlotte Brönte casi tanto como a Emily. Somos tan desdichadamente felices en Thornfield como en los páramos de Yorkshire. Es decir: adoramos 'Jane Eyre' casi con la misma delirante pasión con que ansiamos pasear por 'Cumbres borrascosas'.

Admitidos ambos delirios, reconocemos que nada ni nadie podrá destrozar jamás esas dos imperiosas obras del romanticismo, 'l'amour fou' y la leyenda gótica que son las novelas de Charlotte y Emily, cargadas de deseo, muerte, tristeza, bruma y rabia. Protagonizadas por hembras que palpitan de pasión pero tienen la cabeza perfectamente amueblada y por hombres turbulentos, tan brutalmente apetecibles como lo fueran el Ralph Fiennes del 92 o el Welles de 1944. Como lo es, ahora, el Fassbender de 'Hunger' y 'Shame'.

Dicho eso, esta primera 'Jane Eyre' del III Milenio es una auténtica maravilla. Ya desde su vero principio cuando notas que la guionista ha tenido el talante y el talento de dar la vuelta a la estructura narrativa del libro y el director, ese californiano japonés que habla un magnífico spanglish, la acompaña sin rubor. 'Jane Eyre' 2011 comienza con la visualmente fastuosa huida de la institutriz por páramos y riscos. Hay una toma aérea de la divina Mia perdida y confusa en un cruce de caminos que a quien ame esa obra tanto como nosotros le inundará de temblorosa felicidad. Protegida por el buen hacer clásico de la BBC pero vibrante como solo puede serlo la adaptación de un hijo de California que filmó la poderosa 'Sin nombre' sobre la emigración a USA, es una maravilla díscola que no se pierde entre fantasmas, reluce entre las brumas y recupera la pulsión erótica, la pasión romántica y el feminismo 'avant garde' de la novela. Si las chavalas que aman 'Crepúsculo' la vieran, alucinarían y temblarían de deseo.