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MIKEL G. GURPEGUI
Viernes, 27 de enero 2012, 04:12
Me comprometo a servir de todo corazón a los que se hallen en tratamiento en el hospital o dispensario al que yo pertenezca. No cesaré nunca de esforzarme en el mejor cumplimiento de la misión que me ha sido confiada. Me comprometo solemnemente a no divulgar los hechos de que yo tenga noticia acerca de la vida privada de mis enfermos. Reconozco la dignidad y grandeza de la misión que he aceptado. Ningún trabajo es trivial e indigno en la lucha contra la enfermedad y preservación de la salud. Me comprometo a servir con lealtad y obediencia a aquellos bajo cuya dirección estoy colocada. Que nunca en el cumplimiento de mis funciones me falten la paciencia, la bondad y la comprensión».
A todo esto se comprometían textualmente las 'damas enfermeras' que atendían el dispensario médico de Santa Isabel, que existió entre 1909 y 1960. Manuel Solórzano, especialista en nuestra historia sanitaria, tiene dedicado al mismo un estudio que pueden encontrar en internet ( y en el que nos basamos para evocar aquel punto de atención médica donostiarra.
El dispensario de Santa Isabel nació en un momento en que muchos médicos franceses asentaron sus consultas privadas en nuestra ciudad y se desarrollaron los consultorios gratuitos, en palabras de Solórzano «una curiosa modalidad del ejercicio profesional, hoy desconocida, en la que los médicos, al tiempo de desarrollar una labor social de asistencia a los menesterosos, trataban de ampliar sus conocimientos y de darse a conocer».
El tercer centro de ese tipo entre nosotros fue el dispensario Santa Isabel. Fue fundado el 3 de septiembre de 1909 por tres médicos franceses, Charles Vic, quien sería su primer director, Michel Leremboure y Augusto Harriet, quien le relevaría desde 1940. Patrocinó la iniciativa una Junta de Damas de la aristrocacia donostiarra.
Según señaló Ignacio María Barriola en 'Cuadernos de Historia de la Medicina Vasca', la finalidad del dispensario era «la labor social dirigida hacia quienes carecían de recursos para acudir a consultas privadas, los que eran gratuitamente atendidos en el Dispensario que a la vez practicaba curas e inyecciones y les suministraba en lo posible las adecuadas 'muestras médicas' que en él se recogían. Señoras y señoritas, enfermeras expertas aunque no tituladas, cuidaban de consultas y servicios bajo la inspección de dos Religiosas Dominicas».
El peso del centro lo llevaban las enfermeras, que se formaban allí mismo (era un dispensario-escuela) y hacían las curas a los pacientes. Los médicos atendían en consulta de medicina general los sábados por la tarde. «La benéfica labor del dispensario era de una importancia excepcional, pues entonces no existía la Seguridad Social, que vino muchísimos años después, y al pobre no le quedaba más recurso, en caso de enfermedad, que la beneficencia pública», apunta Solórzano.
El dispensario nació en un pequeño local de la plaza Easo esquina con Larramendi, pero desde 1932 se instaló en el número 52 de la calle San Francisco, en el barrio de Gros.
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