![Marea negra sobre el delta](https://s1.ppllstatics.com/diariovasco/www/pre2017/multimedia/prensa/noticias/201201/29/fotos/14503043.jpg)
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G. ELORRIAGA
Lunes, 30 de enero 2012, 04:26
La violencia sectaria que golpea estos últimos días Nigeria trata de dividir a la población; el incremento de la gasolina enfurece a la mayoría, que lo paga demasiado caro, y el petróleo de mejor calidad del mundo mata a las minorías que viven sobre sus ricos yacimientos. Son las tres patas de la tragedia del país africano, cuya zona norte está de actualidad porque soporta una ofensiva terrorista de la más radical visión del Islam: la secta Boko Haram, que ha advertido esta semana de que no cesará en sus ataques hasta que se establezca la 'sharia'. Pero al mismo tiempo, en la región sureste prosigue un largo proceso de degradación social y medioambiental sin parangón en el planeta alentado por la codicia.
Mientras desde hace una década Boko Haram intenta capitalizar la miseria y el descontento hacia el poder de los musulmanes hausas y fulanis que habitan en el norte, las tribus nativas del delta del Níger han sufrido durante el último medio siglo la devastación y violencia generadas por la explotación de sus ricos yacimientos.
Todo empezó cuando el Gobierno surgido tras la independencia adoptó una estrategia contundente en lo que respecta al crudo, respetada tanto en los periodos represivos como en las escasas fases democráticas. La Administración central se otorgó la exclusiva propiedad sobre los yacimientos y creó compañías 'joint venture' con Shell, ExonMovil, ChevronTexaco, Agip o Total, para iniciar su extracción y comercialización sin compartir regalías.
Los resultados de esa política son evidentes. Hoy, el 50% del producto interior bruto y el 95% de las divisas que obtiene el país provienen de ese origen. Nigeria llegó a ser el sexto productor del mundo, pero, actualmente, los índices de desarrollo humano lo sitúan al mismo nivel que Haití. En los años noventa, los dictadores Ibrahim Babangida y Sani Abacha nutrieron los discretos bancos suizos o luxemburgueses con 12.000 y 3.000 millones de dólares, respectivamente, según cálculos de la lista Forbes. El actual presidente Goodluck Jonathan ha intentado eliminar los subsidios que limitan el precio del combustible y la medida ha provocado una insurrección nacional. La Hacienda Pública está exhausta y los nigerianos han de importar la gasolina que consumen.
Pero quienes más han padecido han sido las comunidades indígenas. A lo largo de la segunda mitad del siglo XX, las plataformas flotantes y los buques cisterna han derramado nueve millones de barriles de petróleo que han causado un desastre ecológico que convierte los episodios de Alaska y el Golfo de México en meras anécdotas. Tan sólo desde 2003 se ha informado sobre 3.000 vertidos.
La brutalidad de los radicales de Boko Harum ha obtenido mayor cobertura mediática que el desplazamiento de poblaciones, las masacres indiscriminadas como la de Odi en 1999 y, sobre todo, la destrucción silenciosa de cultivos y bosques y el envenenamiento de la costa, sus acuíferos y la pesca. A lo largo de este proceso diferentes voces se han levantado para exigir justicia para los pueblos ijaw, ogoni o itsekiri, desprovistos de sus ancestrales medios de vida y obligados a consumir agua emponzoñada con benceno.
En los años noventa el poeta Ken Saro-Wiwa habló de genocidio, apuntó a las todopoderosas Shell y Chevron y, al final, ninguna campaña internacional pudo impedir que fuera ahorcado. Estados Unidos y la Unión Europea respondieron a esta condena a muerte con un curioso bloqueo comercial a Nigeria que excluía el petróleo.
El 30%, sin empleo
La paradoja de la tierra del oro negro es que el 30% de su población carece de empleo y dos tercios no disponen de electricidad ni de potabilizadoras para beber con garantías. Las protestas iniciales se convirtieron en ataques a las infraestructuras petrolíferas y el Estado y las compañías respondieron con la intervención del Ejército y la creación de grupos paramilitares. La guerra sucia, iniciada a principios de los noventa, se convirtió en un complejo proceso bélico en el que confluían rivalidades interétnicas e intereses económicos, una miríada de milicias con vínculos tribales o políticos y numerosas bandas del crimen organizado,
De todas ellas, el Movimiento de Emancipación del Delta del Níger se convirtió, a mediados de la pasada década, en la mayor fuerza contraria al Gobierno. Su pulso contra el Gobierno llevó al Ejecutivo y a las firmas petrolíferas a plantear acuerdos que evitaran el colapso industrial. Si Abuja, capital nigeriana, otorgó una amnistía a los milicianos y creó una comisión para fomentar el desarrollo regional, Shell pagó 15 millones de dólares para cerrar el proceso judicial que dirimía las responsabilidades en el caso Saro-Wiwa.
Pero la realidad cotidiana parece impermeable a buenos propósitos lastrados por décadas de corrupción e injusticia. Los secuestros de barcos y trabajadores han proseguido, el vandalismo es constante y el crudo es robado impunemente. El árido norte de Nigeria explota y el exuberante litoral del sureste sigue sufriendo una larga y pestilente marea negra.
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