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Jueves, 16 de mayo 2013, 05:04
Aunque el predominio y preponderancia de la tecnología resulta ascendente, cuando no excluyente, es muy probable que, en la actualidad, a los más pequeños, sobre todo en navidades u otras celebraciones, les siga cayendo, como regalo, algo que tenga que ver con la pintura o el dibujo. Una actividad de éxito entre la chavalería, estimulante y educativa donde las haya, importantísima desde ese momento en el que llegan por primera vez a un aula, en esa etapa de la vida en la que todavía andan a gatas. Todo un canal, universal, de expresión, y de comunicación, por supuesto, anterior a la palabra.
Pues bien, en un abanico amplio de edad de entre los que ahora peinan canas, de niños, resultaba habitual, que cada Navidad, en un zapato en el que caía un presente austero, no faltasen al menos, las pinturas Alpino, y la caja de acuarelas. Con las pinturas; tira, pero con las acuarelas, muy pocos, por no decir ninguno pasó de ese frustrante episodio en el que la caja de hojalata acababa convertida en un barrizal cromático, el vaso de agua, en un compendio flotante de más colores que los que recoge el muestrario que llevan los profesionales de la brocha gorda, y el folio; incapaz de absorber tanta agua, en un pozo.
Un arte en sí mismo
Afortunadamente aquello no terminó en trauma aunque sí en la constatación de que pintar con colores que se disuelven en agua tenía y tiene miga. A decir verdad, la técnica de la acuarela es un arte en sí mismo.
Y en este contexto, en esa cadencia temporal de, prácticamente, cada dos años, y de manera colectiva, las aguadas vuelven a la sala de exposiciones del palacio Barrena.
Una relación estable y estrecha, que Ordizia consolidó con la Agrupación de Acuarelistas Vascos hace ya década y media. Una relación que partía y sentaba sus fases en la, para entonces, veterana camaradería existente con el donostiarra (1946) Enrique Ochotorena, acuarelista de cuna y de vocación que, a nivel individual había expuesto anteriormente en varias ocasiones en la Casa de Cultura.
Una positiva experiencia, mejorada y redondeada con una sensacional sintonía tejida con los responsables de Barrena, que todo hace pensar, le llevó a considerar aquello de que la unión hace la fuerza, y regresar al mismo escenario, a reivindicar el lugar que le corresponde a la acuarela, bien como miembro de una muestra colectiva, o como promotor de una exposición acuarelista.
En esta ocasión y sin perder de vista este devenir, es el propio Enrique Ochotorena el que ejerce de coordinador; lo de Comisario le habrá parecido un poco excesivo, para cumplir y hacer realidad, con la complicidad del departamento de Cultura, una vieja pretensión, organizar una muestra colectiva con acuarelistas catalanes. «Contacté con ellos, les planteé la idea y aceptaron», afirma. «Siempre he sentido una atracción especial por la pintura catalana», añade.
Se diría que el promotor de la iniciativa no ha perdido de vista la máxima del filósofo: yo soy yo y mis circunstancias, contexto geográfico en el que, para empezar, la luz poco tiene que ver con la atmósfera tenue de estas tierras a orillas del Cantábrico. El resultado, treinta artistas, todos ellos maestros artesanos de las aguadas: Cinta Agell, Andreu Aguilar, Albert Alis (fabulosa su 'Toscana'), Vicenç Ballestar, Dolors Bolaños, Rafael Borras, Antonio Borreguero, Francesc Bueno, Montse Carreras, Salvador Castella, Conspció Chicharro, José Antonio Espinosa, Teresa Giménez, Susana Lanau, Joshemari Larrañaga, Raimundo López, Neus Martorell, Anna Morales, María Navarro, Rosa Permanyer, Manel Plana, Anna Merce Puig, Albert Pujol, Gemma Goday, Dolors Raich, Joan Riu, Laura Sanz, Carlos Sarrate, Jaume Tarin y Juan Toledo, que componen un rico compendio y rubrican una magnífica muestra, que pasa revista a una amplia variedad de estilos y temas.
Una sinfonía de color y alegría resuelta con provocadora maestría que como reseña el propio Ochotorena, «deja muy alto el pabellón de esa gran dama que es doña Acuarela».
Estimado lector, si no es habitual de la sala, no lo dude; la muestra resulta no sólo gratificante sino sencillamente fantástica. Qué envidia.
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