
J.M. H. OROZKO
Domingo, 20 de julio 2008, 04:23
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DV. Lo ocurrido en el campo de futbol de Arana aquella velada del 24 de julio de 1968, el día en que Urtain, el alias del guipuzcoano José Manuel Ibar, debutaba en el boxeo tras una impresionante carrera como levantador de piedras, fue el preludio de una sacudida popular que se contagió al resto del País Vasco y a todo el Estado. A partir de entonces Urtain encadenaría una fulgurante y polémica racha de victorias por la vía rápida que lo alzaron al panteón de los ídolos deportivos que el régimen utilizaba para ocultar su aislamiento internacional.
Así, y bajo el cliché del forzudo vasco, el se convirtió en el boxeador más taquillero del franquismo y en protagonista involuntario de un ejercicio de histeria colectiva que tuvo su punto culminante con la conquista del título de Europa de los pesos pesados. Después, y casi de forma paralela a los achaques del anciano dictador, vendría la decadencia física del zestoarra, su retirada del boxeo y su trágico final.
Aquel primer combate
Pero antes de ese desenlace está Ordizia, colapsada por la respuesta de miles de guipuzcoanos ansiosos por presenciar la puesta de largo de Urtain, cuya superioridad con la piedra le había dejado sin rivales en esa disciplina. Quienes lo vivieron recuerdan un maremágnum de coches y personas que desde primeras horas de la tarde comenzaron a dirigirse hacia el cuadrilátero donde se iban a pegar Johny Rodri, un prometedor púgil santanderino afincado en Vizcaya, y Urtain, totalmente virgen en las lides boxísticas.
Mientras Urtain aguardaba su momento de gloria en compañía de José Lizarazu, el empresario que financió el principio de su pugilato, y de su primer preparador, el también donostiarra Miguel Almazor, una gran parte del publico que se había quedado fuera del recinto protagonizó una avalancha ante el miedo a perderse un espectáculo que sus organizadores habían vendido como la presentación del posible sustituto de Paulino Uzkudun, el campeón de Régil.
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«Fue impresionante. Se llegaron a vender hasta las matrices de las entradas y la gente derribó las puertas para entrar y asegurarse ver el combate, que por esa razón se demoró un cuarto de hora», rememora a sus 82 años Luis Tolosa, el árbitro de la pelea.
Ya en el ring, Tolosa, más conocido como Etxebarria, y curtido en arbitrajes de leyendas como Ignacio Ara o Paco Bueno, intentaba poner orden entre el caos de fotógrafos y seguidores que llevaron a Urtain en volandas hasta la arena. Aquí aguardaba Rodri, si bien es cierto que a éste le robo el show Paulino Uzkudun, que no quiso perderse el acontecimiento y subió al tapiz para simular unos golpes con Urtain, dando de esta forma su bendición al debutante.
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Estos prolegómenos, los de un Madison Square Garden a escala ordiziatarra, con Uzkudun, el vasco que conquistó América, como maestro de ceremonias, tuvieron más historia que un combate que acabó en el primer asalto, con Rodri despatarrado sobre la lona y bordeando peligrosamente los primeros asientos de público. Fue el anticipo de un asombroso periodo de más de veinte victorias seguidas por k.o., además de la génesis de un mito que se había moldeado en el País Vasco, como el de Uzkudun, y luego, como éste, adoptado por España entera.
Rey del k.o. o del tongo
La victoria sobre Rodri copó las portadas de la prensa guipuzcoana, que no de la española, dedicada a exaltar la conquista del título mundial de los pesos plumas por el hispano cubano José Legra, que el mismo día de la cita en Ordizia se impuso sobre el británico Howard Winstone. Urtain era aún un suceso provincial, eso sí, empujado por una locomotora de mitomanos y arropado por el capital de Lizarazu, en quien se fundían el móvil económico y la obsesión de crear un nuevo Uzkudun.
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Consciente de las diferencias entre ambos (Urtain siempre fue un iletrado del ring, mientras que Uzkudun acabó puliendo un magisterio que lo llevo a enfrentarse a los más grandes de la época dorada del boxeo), Lizarazu sembró la carrera de su pupilo de púgiles conocidos solamente en las alcantarillas del boxeo, hombres ya apartados del profesionalismo y dispuestos a dejar sus empleos para ganar una bolsa ocasional.
Es el caso de Mauro Miranda, un argentino de 111 kilos de peso que se rumoreaba trabajaba como estibador en el puerto de Pasajes, y que fue designado como rival de Urtain en su presentación en Donostia, en su segunda pelea. Claro que esos comentarios llegaron después de que Urtain acabara con Miranda en el segundo round, ante los miles de aficionados que llenaron el velódromo de Anoeta.
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Boxeadores de similar calibre fueron allanando el sendero de Urtain, lo que dio pie a escándalos y denuncias de tongo que le acompañaron hasta el final de sus días como boxeador, y que fueron recogidas en un durísimo libro escrito por el periodista José María García.Pasado el tiempo la gente del mundillo es reacia a lapidar la carrera de Urtain con el estigma del tongo. Conceden que sus preparadores le proporcionaban unos rivales de medio pelo para proseguir con éxito lo comenzado en Ordizia, máxime cuando el ex levantador entró en el boxeo de cero.
«Fue un producto de laboratorio. Se le diseñó una carrera fácil, con rivales fáciles. Buscaban un campeón de los pesos pesados, algo que se echaba de menos en el País Vasco. Pero no hubo tongos, lo que sí hubo fue contrarios asequibles, y si quieres paquetes, los que decía el público, y algún negrito que pudo haberle durado más asaltos», dice Pedro Revilla, presidente de la Asociación de Ex Boxeadores del País Vasco.
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Hijo del boxeador del mismo nombre, el donostiarra Paco Bueno se lo piensa a la hora de reducir Urtain a un crónica de tongos. «En lo de Urtain hubo mucho de montaje, no me atrevería a decir tongo. Fue un negocio para todos, incluido Urtain, pero sobre todo para la gente de su entorno. Además, el régimen franquista necesitaba figuras, y, en ese sentido, a Urtain siempre le usaron, como al Cordobés, Santana o el Real Madrid. A Urtain iban a verle hasta los ministros, daba imagen al exterior», reflexiona Bueno en su bar de la Parte Vieja donostiarra.
El Cordobés del ring
Las sospechas de amaño no hicieron sino magnificar el atractivo en taquilla de Urtain, que reventó plazas de fuerte tradición boxística como Bilbao, Barcelona y Madrid.Y es que el público pagaba por ver mamporrear desde el primer toque de campana a la que ya era la nueva maravilla del boxeo español, el vascongado que salió del caserío para recorrer el mismo sendero que Uzkudun, al que si bien no superaba en esgrima ganaba en carisma, con una avispada locuacidad.
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Lo de menos era que su técnica fuera inexistente, su pegada burda, alocada y mal medida, y su juego de piernas la pesadilla del coreógrafo menos exigente. Lo importante era cincelar un mito al que se entregó el imaginario popular, aunque fuera desde la heterodoxia, tal y como se había hecho en el toreo con Manuel Benítez, , otra individualidad que ocuparon la galería de populares de la sociedad de la época.
A ese espejismo se sumó alegre un público que deseaba consumar sus propios anhelos comulgando con aquel vendaval de torso de acero y rostro afilado que parecía la reencarnación de , el personaje de las tiras cómicas de Muntañola, y que entendía el boxeo como una prolongación de la fuerza bruta que le había izado al Olimpo del deporte rural. Se apuntó a ello el aparato del régimen, que se personó en tropel para animar a Urtain en su pelea contra el alemán Peter Weiland por el titulo de Europa, un desafío que paralizó España y catapultó a Urtain como «Coloso de Rodas del franquismo» (lo dijo Umbral).
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Héroe nacional
Hacia 37 años que un boxeador español no se hacía con el título europeo de los pesos grandes, desde que el 13 de mayo de 1933 Uzkudun ganara a los puntos al belga Pierre Charles.La oportunidad para volver a conquistar ese título se fraguó a base de dinero, los tres millones y medio de pesetas que recibió Weiland, que ostentaba la corona, por ponerla en juego de forma voluntaria y en campo enemigo, en el Palacio de los Deportes de Madrid.Weiland, un púgil fondón y prueba viviente, tal que Urtain, de la mediocridad que imperaba en la cantera europea de pesos pesados, a años luz de la de Estados Unidos, había aterrizado en España con comentarios despectivos, como su observación de que las piedras que levantaba el de Cestona él las tiraba a los pajaritos que rondaban su casa.
Eso, y el hecho de que luciera un coqueto peluquín, del que prescindiría en el combate, le convirtieron en objetivo de una prensa que estaba cubriendo todos los pormenores de la pelea que se iba a desarrollar el 3 de abril de 1970.
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Las calles de España se vaciaron a la hora del combate, trasmitido por la televisión oficialista y comentado en Radio Nacional por Matias Prats. Desde Euskadi, donde partió una nutrida peregrinación de aficionados, las agencias de viajes organizaron salidas que incluían hotel. La eclosión de txapelas, la más grande de las cuales reservaba para Urtain Patxi Alkorta, el donostiarra que inauguró el ritual de coronar la testa del con el emblema de su tierra, fue la nota de color en un recinto donde también se dieron cita peces gordos del Movimiento, como su ministro general, Torcuato Fernandez Miranda, altos mandos militares y famosos como Marisol, Torrebruno, que actuaba como relaciones publicas, El Cordobés, Palomo Linares y el boxeador Pedro Carrasco.
En ese ambiente salió al ring un Urtain que hasta esa fecha solo había boxeado 25 combates como profesional que sumaban un tiempo exacto de ring de casi dos horas. La pelea estuvo a punto de acabar con el mito Urtain, que veía cómo por vez primera un rival le aguantaba mas de cinco asaltos. En el séptimo mandó a la lona al experimentado Weiland con un morífero de derecha.Y en la grada el delirio. El mito a partir de entonces se afincó en Madrid, donde en abril fue recibido por un anciano Franco, factores que, según quienes le conocieron, provocaron el desapego sentimental de parte de la afición vasca.
Distancia de Euskadi
Según Tolosa, el distanciamiento se agrandó por un asunto personal: la ruptura de relaciones de Urtain con su mujer, con la que tenía tres hijos, y el inicio de otra etapa sentimental con la compañera que le dio dos vástagos.
Juan Luis Torralba, presidente de la Federación Vasca de Boxeo, admite que el asunto familiar, en aquella España, «sí pudo tener repercusión en su tierra».
«Se le asoció con Franco pero éste también recibió a Marisol, que luego resultó ser del Partido Comunista. Urtain no tuvo una implicación política como Uzkudun, a quien sus simpatías políticas sí le apartaron de Euskadi».
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Torralba mantiene que estas circunstancias son las que han impedido que Urtain haya recibido el tributo de las instituciones vascas, pasados más de 15 años desde su suicidio: «Él se sentía vasco y español. No sé cuáles serán las razones de las autoridades autonómicas, pero a Urtain no se le ha hecho justicia en Euskadi».
Antxoni Ibar, la hermana más allegada a Urtain, con quien convivió en Madrid durante los momentos de fama, expresa su indignación por el hecho de que el morrosko no tenga ningún recuerdo en Zestoa o en Arrona.
«Con todo lo que él ha sido en el pueblo y lo que ayudó a la gente, y ni siquiera hay ni una placa», dice Antxoni Ibar en el caserío familiar, en Arrona.
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