VIRGINIA RÓDENAS
Domingo, 24 de agosto 2008, 04:04
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DV. Vencer sin peligro, avisó el sabio, es ganar sin gloria, por eso hoy la gloria es de Álex, el niño valenciano que vivió sus nueve años haciéndole continuos quiebros a la muerte, partido de la risa, mientras jugaba a esconderse y, esperando el sobresalto, tomaba aliento para la próxima jugada. Así hasta que el pasado 12 de agosto una insuficiencia respiratoria aguda provocada por una hernia de Bochdalek -frecuente en los niños con síndrome de Down y localizada en el diafragma- le sorprendió a traición mientras envidaba al día, una jornada relajada más del ferragosto en Formentera. Se sintió mal, no vio mejor refugio que el monovolumen de mamá, su amantísima entrenadora, se quitó las zapatillas para no manchar la tapicería y se tumbó atrás. Luego, simplemente, se fue. Con una mano en el pecho, como los héroes de nuestras películas. Su último guiño. Así volvía a revolucionar a todos los que perdían el resuello llamándole.
Dice su padre, Javier Villoch, que una pirueta del destino ha querido que el niño que fue engendrado en las Caimán se marchara para siempre desde otra ínsula, en un nuevo alarde de escapismo. Otra marca imbatible.
Es verdad que no se llega a campeón sin sudar la camiseta, pero no es menos cierto que tener la dicha de ponerse en el punto de mira de un oteador allana el camino. Y en eso sí que tuvo suerte este luchador. «El día que nació Álex -12 de mayo de 1999- la tía Asun, madre de mi madre y que es enfermera -relata Ana Carrión-, estaba en el paritorio sujetando mi mano. Yo tenía 31 años. Era mi primer hijo. El embarazo había sido muy fácil, las ecografías no indicaron ningún problema. Pensé en hacerme la amniocentesis, pero, ¿para qué? Un riesgo añadido si no piensas abortar. El parto fue muy fácil. El niño pesaba 3,800 kg y medía 52 cm, pero el pediatra no paraba de examinarle. '¿Qué pasa?', preguntó el padre al médico. 'Sospecho que tiene síndrome de Down'. Apreté la mano de la tía Asun, y la tía Asun me devolvió el apretón -quedando sellado el pacto de fuerza con que se forjaría un ganador- y pensé, bueno, este es mi hijo y esto es lo que hay, y si Álex ha venido al mundo y tiene esas características es que ha venido a enseñarme algo, y eso para mí, buscarle una razón, fue una tabla de salvación; como además no se puede hacer otra cosa, vamos a ser prácticos -el destello del cerebro científico de una veterinaria- y ponernos en marcha cuanto antes. El novio de la tía Asun, Jerónimo Cavanes, un cirujano que fue como un segundo padre para Álex, siempre dijo que reivindicaba los aplausos que el niño no tuvo, porque fue aceptado, sí, pero no hubo esa celebración que suele acompañar un nacimiento».
Por otra parte, el principio poco brillante y hasta confuso, pero todo un clásico, con que suelen comenzar las gestas épicas.
Ojito con los catedráticos
«Lo más profundo del hombre -dijo el poeta- es su piel». La de Álex nada más nacer se puso azul por una cardiopatía que le llevó a la UCI. Pero sobrepuesto a este primer contratiempo, fue sobre ella, justo al mes de nacer, donde empezó el entrenamiento de la estimulación temprana, con masajes con las manos, con esponjas, plumas y hasta piedra pómez.
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Luego, a los seis meses, Álex ya estaba en el agua de una piscina mientras Alberto, su profesor, le colmaba de besos. Había que ejercitar la psicomotrocidad, la sensación espacial, la coordinación... A esas alturas, Álex ya era medio pez en el agua, y fuera, pájaro entre las notas de Mozart, Bach, Beethoven... Con 18 meses anduvo. Para entonces las cartas ya estaban boca arriba y la apuesta era clara. «Mucho ojito, no le pases ni una. Estos niños son catedráticos en manipulación», le había dicho a Ana su amiga Marisa Parrilla, una psicóloga que dirige un centro de terapia ocupacional también en Valencia. «Y yo como soy muy obediente y hago caso de lo que me dicen los profesionales, no di un paso atrás, algo terrible si tienes en cuenta lo difícil que es la escalada. Hay que poner el listón siempre un poquito más alto, sin pasarse para no producir frustraciones, pero siempre avanzando».
A los 23 meses nació Patricia. Una preciosidad rubia, como Álex, y lista como el hambre que no tardaría en convertirse en la gran protectora de su hermano mayor. Hoy me dice la madre que «los hijos te dan la vida, y una niña como ella que no le falta nada, imagínese... Cuando nació pensé «¡vaya mariconada tener hijos normales, así cualquiera!» -me pide que no lo ponga así, pero no me resisto. Perdón-. Pero claro Patricia no es la norma, porque luego nació Marta, también monísima, pero tela marinera. Me han animado a que le haga a Patricia las pruebas de los superdotados -va un curso por delante en el Liceo Francés y, con todo, es la primera de la clase-, pero si estoy por la integración, lo estoy en los dos sentidos. Creo que lo mejor es normalizar. Indiscutiblemente, si uno u otro tienen problemas hay que tratarlos, pero si no, hay que dejarles hacer su vida. Mis hijos tocan el piano, montan a caballo, hacen yoga, danza, artes plásticas....
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La vida no es todo cerebro y ese criterio lo aplico para todos mis hijos. Igual que a Álex le ponía a hacer los deberes, le llevaba a esas otras cosas que te dan tantas satisfacciones en la vida como un espectáculo de danza, un buen concierto. Y participar en todo: el festival del pasado junio en que Álex bailó fue una pasada». Lo recuerda su profesora Reme Martí, de la Escuela de Danza María Carbonell: «En abril empezamos a preparar la función, una coreografía con música africana y cierta dificultad. Dos semanas antes, Álex me cogió de la mano, me llevó a un aparte e hizo el baile completo. Llegó el gran día y le volví a dar la opción de bailar con el resto del grupo o sólo conmigo como hacíamos todos los días al final de la clase cuando él era mi príncipe y yo su princesa. Decidió que sería un dúo. Puso al teatro en pie; él, el niño más feliz del mundo, y yo, la princesa más orgullosa. Uno de los momentos más bonitos de mi vida. Había venido a clase incluso con el aparato en las caderas que tuvo que llevar durante un tiempo y consiguió saltar, correr y hacer todos los ejercicios. ¡Increíble! Y no sabe cómo era la relación con las niñas del grupo: consiguió que todas quisieran bailar con él. Y él, no se crea, que se aprovechaba y escogía: tenía sus favoritas».
Todo un carácter
Como dice José Romero, su profesor de kárate durante las dos últimas temporadas, «era todo un carácter. Un niño con mucha personalidad». Estamos ante un «fabricante» de campeones. Dos de sus chicos, con síndrome de Down, y ya con 30 años, son cinturón negro. «Un niño no entiende de límites y Álex progresaba deprisa». Más que a patadas, dice Romero que Álex ganaba combates pegando abrazos.
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A los tres años, el primogénito de los Villoch-Carrión ya estaba preparado para empezar a ir a la escuela infantil. «Como todos los niños, cogió sus primeros constipados. Ese invierno, Álex estuvo gruñón, se pasó casi todo el tiempo tomando antibióticos. Fue una temporada durita. Empeoró. Una laringitis lo llevó a la UCI. Bueno, a él y al conejo Simón -que ahora guarda sus cenizas, que siempre veló sus sueños, abrazados entre las sábanas del hospital valenciano La Fe, donde la sonrisa de Álex no se borraba.
Volvió a casa. Debutó el lunes con su hermana en la escuela infantil Patufet. Volvieron las toses. Vuelta al hospital. Una analítica revela una leucemia linfoblástica aguda tipo estándar, con un porcentaje de curación del 60%; pero las estadísticas no funcionan para los síndromes de Down. Inmediatamente se le coloca un portacard, y al día siguiente llegan los bombazos de quimioterapia. El tratamiento duró un mes. Salió hecho una piltrafilla. Tres adultos debían sujetarle para que un cuarto le administrara nutrientes. Había que recuperarse y no era fácil comer sin apetito y con la boca llena de llagas.
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Besos entre las telas
Sangrados, transfusiones. Demasiados patógenos en el ambiente cálido del hogar, lejos de la asepsia hospitalaria a pesar de que todos, hasta la pequeña Patricia, sólo se le acercaran con mascarilla. Simón también. Fue cuando aprendió a dar y robar besos entre las telas esterilizadas. Nueva recaída. Regreso a la UCI. Intubación. A Javier y a Ana les pusieron un psicólogo para afrontar la muerte de Álex que los doctores creyeron inminente. Pero mejoró, siempre sonriendo, y subieron a planta -él y el conejo-. Volvieron los ciclos de quimio. Y pudo retornar a casa.
Qué días aquellos cuando Esperancita -el tercer brazo de Ana, y que hoy está rota- se empleaba a fondo con santa paciencia para que el niño comiera. Qué sesiones de duro entrenamiento, de extenuante rehabilitación. «Entonces me quedé embarazada de Marta y pensé, bueno, lo ideal es que Álex de mayor sea autónomo, pero si su hermana tiene que echarle una mano y, además, tiene en quien apoyarse, mejor. Los hermanos -subraya Ana- son muy importantes».
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Y llegó septiembre. De nuevo, el cole. Porque Álex si no ha tenido fiebre o no ha estado ingresado no ha faltado nunca. Como dice su madre, «sí, estás hecho unos zorros, lo mismo que en casa, pero en el cole además estás entretenido». Mati Romero, que fue su profesora en Patufet desde los 3 hasta los 7 años cuenta que Álex «era un alumno aventajado que intentaba sortear todos los obstáculos porque no quería quedarse atrás. La familia fue clave y le proporcionó el refuerzo de logopedas y de muchísimos otros profesionales que le colocaron a la cabeza de la clase. El niño, además, había entrado con la fuerza de su madre y con una carta de presentación que Ana nos leyó a todos sobre cómo era Álex, qué síndrome tenía y lo que eso significaba para el resto de los niños. No pudo entrar con mejor pie. Luego vino al colegio en silla de ruedas, con un aparato en las piernas, bajo el tratamiento de la leucemia...
Siempre respondía, era capaz de superarlo todo a pesar del cansancio, y de sus momentos de enfado. Pero también era un trasto. Corría que se las pelaba, con aparato y todo, se escondía, abría los grifos, y se moría de risa; un guasón de armas tomar. Lo peor era la comida». Pero esa barrera también la superó. Otro empeño de Ana: «La comida era una cuestión educacional, porque es muy cómodo y rápido coger la cuchara, darle la comida y a dormir la siesta; pero no se trataba de eso, y él con los compañeros comía mejor que en casa con su mamá haciéndose el interesante. Saber comer -enfatiza- es más importante que saber multiplicar».
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Le gustaban mucho los macarrones -y a qué niño no- y el arroz de Pepito, junto a la finca donde su padre, también veterinario, cría a mano con papilla loros exóticos. «Le divertía nombrar a todos los perros, a todos los pájaros... Hace unos meses tuvimos un guacamayo con una pata operada que se colocaba encima de Álex mientras veía la televisión. Había que andar con mil ojos. No había nada que se le pusiera por delante. Le podía pasar lo peor y salía adelante. Era pura energía, como su madre: unos ganadores. Los pilares de la familia».
Luego, aquel verano en la playa de El Perelló apareció la cojera. Otra vez al hospital. Diagnóstico: necrosis avascular de la cabeza del fémur. Tres meses de reposo. Al cole en silla de ruedas. Volvió a la piscina para no perder el tono muscular. Y justo cuando ya había empezado a controlar esfínteres le ponían un aparato desde las caderas. «Decidimos que seguíamos con el control, así que inventé un sistema de cremallera en los pantalones, desde el ombligo hasta la parte trasera de la cinturilla, para que pudiera ir al baño sin quitarse ni el aparato ni los pantalones. ¡Pobre! Alguna vez le pillamos la colilla, por no llevar calzoncillos».
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La segunda leucemia
Después de dos años de protocolo, acabó el tratamiento de la leucemia. Pasó un verano fantástico. No duró mucho la tregua. Ana, que como veterinaria está acostumbrada a palpar órganos, vio que el tacto de sus testículos no era normal. Le advirtió al oncólogo. Y Álex se volvió a quedar hospitalizado con una recaída extramedular aislada. «Quise que le hicieran un transplante de médula y, de hecho, cuando nació Marta congelamos el cordón, por si acaso. Los médicos eran reacios; tampoco en esto había estadísticas para un síndrome de Down. Entonces propuse que, teniendo en cuenta que los varones con síndrome tienen una fertilidad del 1%, y que además en el caso de Álex estaba minada por el tratamiento radiológico, que le extirparan los testículos y, con ellos, cualquier célula maligna. Se podría compensar con hormonas, podría tener relaciones sexuales, una novia... Álex tenía cinco años y medio y empezábamos otra vez. Hasta dos años después no acabó el proceso por la recidiva».
Me dice la tía Asun, que se ha hecho mayor en un hospital, que me hubiera gustado conocerlo. «Nunca estuve de acuerdo con asignar a los discapacitados dificultades insalvables. Cuando llegó Álex para sorpresa nuestra vimos la manera de apoyarlo y sacar el máximo partido a lo que tenía. Nos queríamos mucho y nos alegrábamos mucho de vernos porque habíamos pasado mucho juntos, bueno y malo, como las largas estancias en el servicio de oncología, peleando contra la leucemia con un valor y unas ganas de sobrevivir por encima de todo. Él estaba siempre con una sonrisa y pasábamos largas tardes leyendo cuentos, viendo deuvedés y cantando. Teníamos mucha complicidad. Si tu le dabas cien te devolvía un millón. Me acariciaba la cara y me decía «tía Asun, guapa» y se dormía pasando la mano por la bata estéril que llevas en el aislamiento. Otras veces, cuando estaba mejor y podía ir a la escuela que estaba en la misma planta le decía «venga, que te llevo en taxi», y se subía al palo del gotero con las bombas de quimio y echábamos carreras. A pesar de que la medicación lo dejaba arrasado, iba sin rencor a los tratamientos. La gente de Oncología de mi hospital, La Fe, es una gente maravillosa con una filosofía de la vida que hace que puedas sobrevivir a todo eso».
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«Queríamos que Álex se hiciera grande, que fuera independiente, que estuviera preparado para afrontar lo que hay fuera. Todo le interesaba. No tenía barreras. No entiendo qué le ha pasado a este saltador de obstáculos cuando estaba en su mejor momento». El día de la incineración la tía Asun eligió para él , de Mozart, que tanto había disfrutado frente al ordenador, y que Jerónimo le enseñó a dirigir con las dos manos y sacudiendo la cabeza. Así se lo imaginó para no desmoronarse. «Y corriendo a toda velocidad entre las estrellas, alborotándolas mientras cierra las nubes tras una puerta con pestillo que no piensa abrir». Y ahora. ¿cómo explicar a Carlota o a Joel, del colegio, que su compañero no volverá en septiembre?
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