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Caquexia
ARTÍCULOS DE OPINIÓN

Caquexia

SANTIAGO AIZARNA

Martes, 7 de octubre 2008, 04:05

E sto de vivir la vida es como una partida de póquer. O de mus, si lo prefieren. Lo importante es que no nos adivinen las cartas. Una vez que nos las descubren ya estamos ante la hecatombe (que no me refiero a las cien reses sacrificadas sino a muchas más, a toda la tribu despeñada, quebrada, hundida, acantilada (es decir, tirada por el cantil, por el acantilado, al mar, hervidero de espumas, «olas gigantes que os rompéis bramando» pero que desoyen la petición becqueriana de llevarnos con ellas). Sucede que todo cae, todo se desmorona. Se oye el crujir y «retumban las viejas catedrales» como escribió un poeta que nos fue muy cercano en la distancia (misma geografía, mismos saltimbanquis en horas de fiesta y hasta de siesta...) pero acaso no tanto en la idea que es la que manda, «la mala idea» sobre todo, pues que por ahí andan por el cerro desierto sus escritos y su nombre no suena, ¿cómo va a sonar si pertenece a la egregia «corte de los malditos»? (¿Corte o cohorte?... la también maldita ortografía que todavía nos colea, nos intercala la 'h' en travesura, nos va sesgando dobles sentidos, la mistagogia de los vocablos anfibios que se hacen reversibles y nos pueden deparar cualquier alucinación, el delirio de las palabras sonámbulas que ascienden hacia el hipotálamo trono de la personalidad, el reyezuelo Ego agitando las enclenques pernezuelas, a todo adefesio le peta repantingarse, echar el cuerpo hacia atrás, embuzarse -¿o embozarse?- en la apolínea grosura sainesca -¿también sainetesca?- del tiranuelo, los brazuelos extendidos, el dedo impertérrito del ordeno y mando). Lo dicho, la vida es como una partida de póquer. O de mus, si se prefiere. Se han repartido las cartas pero sólo es una la contingencia y quedan más. Seguimos barajando...

Jesús, el banquero. Se podría hablar del huevo de la serpiente que en tan poco tiempo se incuba y si no se sabe ver a tiempo, como se supo de la mordedura de la madre así la de su retoño (o de su retoña, según la gramática de estas latitudes). Nos vienen a decir que el semen al uso, afortunadamente creo, es de baja calidad, y a ver si así se equilibra el poblamento y finan las guerras entre padres e hijos que tanto proliferan. De la ciudad en la que vegetamos y pernoctamos, aparte de ditirambos (suponemos que merecidos por su belleza refulgente que a todos nos impacta hasta el éxtasis), se buscan adjetivos atañentes: «La ciudad del euskera», «La ciudad de la cultura», «La ciudad de los festejos mil», y, por antonomasia, «La ciudad de la bicicleta» ¡cómo olvidarlo!... Lo que pasa es que, ante tanta arena movediza aunque también esplendor, uno se siente algo caquéxico, que se llama así, lo digo por si acaso no se tiene a mano el diccionario, a ese morbo, a ese estadio de vida de mostrencas calidades y que, aun librándonos de ella por enfermedad, no obstante estamos condenados a caer en su miseria incontable según vayan sumándonos los calendarios, flotando nosotros a su par como guiñapos en espanto aeriforme; en la caquexia, sigo diciendo, que es vocablo que bien pudiera confundirse, en consonancia y resonancia para el duro de oído, con disentería en vernáculo vasco, motor que flatea, hace plot, plot y ya no anda, nada anda. Pero lo verdaderamente importante es el dinero. Decía ha poco, en este mismo papel, un eximio columnista, que «ahora lo que urge más es salvar al dinero». Pero, ¿cómo? La senilidad tiene tatuada a su carne la lacra más pigre e impura de la avaricia; una tonta manía de apilar tesoros que se oxidan. De cuando Jesús se vistió de banquero, Lucas (19, 11-26) nos contó la parábola de las minas. La lección de Jesús, en palabras finales de la parábola, se hace buena para el dietario de cualquier banquero: «Os digo que a todo el que tiene se le dará, y al que no tiene, aún lo que tiene le será quitado». Según eso, ¿será ahora la hora de jugar en bolsa?...

Midas de zaquizamí. Para las ratas de barco que huelen el naufragio y al agua se tiran las primeras y que somos todos cuando de dinero se trata, es ahora la hora de ir a pensar en los calcetines y colchones donde los midas sin ínfulas de los oscuros y tétricos zaquizamís esconden sus ahorros. Un viaje al territorio de los avaros per se, nunca ahitos de dinero pero siempre con calcetines y colchones donde sepultarlo, que la posible inseguridad bancaria hace tiritar la fe de los ahorradores. Todos los reyes midas pueden declinarse como «rosae, rosarum», es decir, en nominativo, genitivo, dativo, acusativo, vocativo y ablativo. Para algunos, los más dadivosos en lisonjas, solamente en vocativo; en muy acusativo para otros muchos. Su número será, siempre, plural; pero plural elitista. Tienen, en lugares que sólo ellos saben, un lago en donde lucen sus cuellos los cisnes y un jardín donde los pavos reales pasean la belleza inmarcesible e inenarrable de sus irisadas colas; por entre la arboleda tan lineal como oblicua de los grandes troncos, se accede a una isla de verdor donde pacen ellos, los unicornios, los midas que solamente ellos saben de qué estremecedora calidad son sus calcetines y sus colchones. De siempre, otros calcetines y colchones, de peor calidad pero más míticos, poblaron la ilusa conciencia de los pobretones que solamente saben del fulgor del oro en sus orgías oníricas. Habla el eximio columnista antes aludido y a quien le leo con unción todos los días, que «qué está pasando con los previsores del porvenir», lo que me ha hecho recordar una historia de una secta así llamada, una especie de logia económica a la que mis previsores padres apuntaron a toda su prole según iban abriendo los ojos a los esplendores rosinegros de este pecador mundo, pero que mejor dejar esa historia en punto muerto antes de que mis labios musiten o barboteen el vocablo . Recuerdo también unas tardes de domingo tan irreales como inolvidables, un pasaje de la Historia Sagrada, un cura apuntando sobre nunca supe qué cuaderno una cantidad, supongo que exigua, que debería ir creciendo con el tiempo, pero que nunca creció al menos en lo que a mi humilde peculio toca. Al fondo de todo este tipo de historias, puede figurar la estampa bienintencionada, sin embargo tan cruel, de la fábula de la cigarra y de la hormiga que, no sé por qué casualidad, la aprendí antes en La Fontaine que en Samaniego, y todo me lleva a denotar este momento en el que atruenan los tambores de la inseguridad sobre prácticas ahorradoras. ¡Doble caquexia de los cuerpos sumidos en la vejez y un modelo de economía haciendo aguas!

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