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La serie 'Balenciaga' muestra cómo el modisto de Getaria creó su negocio en París. Allí llegó durante la Guerra Civil. Previamente se había instalado en ... San Sebastián, inicialmente en la calle Bergara, en 1917, y cinco años después en la Avenida 2. Tras inaugurar dos talleres más en Madrid y Barcelona se instaló en la capital francesa en 1937. Cristóbal Balenciaga buscaba la excelencia y sus costureras tenían que ser las mejores. Las donostiarras Hortensia Virgala y Rosario Ramos fueron dos de ellas. Entraron, como la mayoría, muy jóvenes, y fueron ascendiendo de categoría hasta ser reclamadas para trabajar por temporadas en la Maison Balenciaga en la Avenida George V de París. Podrían haber sido alguna de las oficialas que aparecen en la serie con sus batas blancas cargando telas, cogiendo dobladillos o colocando mangas, entre las muchas tareas que hacían. Se conocieron en el taller de San Sebastián, se hicieron amigas, viajaron juntas, Hortensia se casó con Marcial y enviudó. Siguieron siendo inseparables y ahora, con 93 años ambas y con la salud un tanto quebrada, viven juntas y se hacen compañía, «y eso que somos como el agua y el vino, completamente diferentes».
Ninguna de las dos ha podido ver aún la serie: su 'Balenciaga' es el que vivieron de cerca. Rosarito Ramos fue la primera en entrar a trabajar, por mediación de su prima Nieves, que era maniquí. Entonces tenía 14 años y vivía con sus padres en la calle Matia. «Yo no conocía San Sebastián, nunca había pasado el túnel». Como la mayoría comenzó como chica de los recados, llevando las cajas con las prendas a las clientas. La experiencia del primer día no le gustó nada, así que al día siguiente se quedó escondida en el balcón de su casa con la mala o buena suerte, según se mire, de que su prima pasó por debajo y la vio. Le obligó a bajar e ir a trabajar. «No me gustaba nada el taller. Me parecía horrible. Juanita, la del almacén, nos gritaba y yo no quería eso».
Un año después entró Hortensia Virgala. Su padre era ebanista y trabajaba en la tienda de muebles casa Amilibia de la calle Loiola. «Los propietarios conocían a alguien de la Casa Balenciaga y me colocaron. Yo tampoco había ido nunca a San Sebastián».
Poco a poco fueron aprendiendo el oficio de la aguja. «Empezabas sobrehilando y luego ibas avanzando. Nosotras llegamos a la categoría de oficialas. Pasaban lista todos los días cuando entrabas. Después cerraban la puerta y la que no estaba se quedaba fuera. Todos los días se rezaba el rosario; bueno, la que quería. El ambiente era muy bueno», comentan durante una charla en la que saltan de un recuerdo a una anécdota sin pausa.
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Cuando se hacían ropa para ellas o para alguna amiga o familiar «imitábamos el estilo Balenciaga porque no sabíamos hacer otra cosa. Eso sí, no podíamos copiar los patrones o llevárnoslos. Si te pillaban te despachaban enseguida».
Hortensia recuerda con gran cariño a su oficiala en Avenida 2, Margarita San José, que «tenía mucha paciencia y no levantaba la voz. Era muy perfeccionista. Una vez hice un traje de seda natural que tenía. Me hizo soltar una costura porque estaba torcida. De las veces que solté se rompió la tela».
Hortensia Virgala
A Cristóbal Balenciaga le veían los veranos, cuando volvía de París a los talleres donostiarras. «Estuve varias veces con él para coser una falda que le estaba haciendo a una de sus sobrinas», rememora Virgala. Hablan de él con reverencia porque, insisten una y otra vez a lo largo de la charla, «era un señor». Ponen un ejemplo: «La maestra probadora en París era Felisa Urdanibia, vecina de Rosarito de la calle Matia. Era ocho años mayor que nosotras. La tuvieron que operar. Como vivía sola el señor Balenciaga, que era muy católico, se la llevó a su casa para que se recuperara allí». Con Urdanibia coincidieron antes en el taller donostiarra. «Cantaba en el Orfeón, hacía teatro... Era muy trasto. Echaba un carrete de hilo por el suelo y gritaba ¡un ratón, un ratón!, y todas chillábamos. Se nos oía hasta en el puente».
Felisa Urdanibia llegó a ser jefa de sastrería en el taller de París y fue ella la que les reclamó para que acudieran a la 'maison' como refuerzo cuando las temporadas eran un verdadero frenesí. «Teníamos unos treinta años. Nosotras aquí nos aburríamos, así que no lo dudamos y nos fuimos».
Finalizaba la década de los 50. La Casa Balenciaga estaba en su máximo esplendor y Hortensia y Rosarito llegaron por primera vez a la estación de Montparnasse. «Nos vinieron a buscar dos hombrecitos para llevarnos al taller en coche. Era domingo y nos habían preparado un desayuno en una mesa enorme».
Rosarito Ramos
Los últimos días antes de la colección el trabajo era intenso y tenían que ir todos los festivos «porque el señor Balenciaga lo mismo te soltaba de pronto una cosa y tenías que pasarte horas volviendo a coser el traje. No sé cuántas veces hice un abrigo, estuve una noche entera. Era un verdadero caballero, perfeccionista, muy detallista, serio y muy atento con las empleadas. Era una persona muy silenciosa, nunca se presentaba a la prensa y la gente no sabía si detrás de la firma Balenciaga había un hombre o una mujer. Nunca salía por la puerta principal de la 'maison'. La primera parte de su vida se mató a trabajar, lo mismo que las personas que comenzaron con él. A la segunda generación también ayudó mucho».
Las oficialas solo tenían acceso al taller, no a la zona 'noble' donde se recibía a las clientas y se hacían las pruebas. Ese taller estaba dividido en varias secciones: modistería, donde básicamente se hilvanaban las prendas con hilos de seda para no marcarlas; sastrería, donde se llevaba a cabo el trabajo definitivo, y sombrerería. «Teníamos que llevarlo todo tapado».
Estas dos donostiarras hablan con mucho cariño de sus estancias de tres meses en París. «Fueron años muy bonitos. En el taller nos daban de comer a diario, pero si no nos gustaba el menú del día salíamos con las batas puestas al bar de la esquina de la plaza del Alma. Estaba lleno de trabajadores como nosotras. Era ir a París y estar como unas reinas, aunque trabajábamos mucho. Salvo los días antes del desfile, salíamos a las cinco de la tarde e íbamos a todas partes. Al día siguiente las chicas francesas del taller nos preguntaban con envidia adónde habíamos ido porque ellas no podían. Se pasaban todo el tiempo en el autobús o en el metro que las llevaba de sus casas al centro y al revés. Nosotras no teníamos ni cinco, no habíamos ido nunca de vacaciones».
No solo trabajaron para Balenciaga, también lo hicieron para Givenchy. En la serie se refleja la amistad que se fraguó entre los dos modistos y cómo el primero ejerció de padrino del francés. A veces no sabían cuál era su destino, si la casa de la avenida de George V o el bonito taller de Givenchy. «Según quién estuviera esperándonos sabíamos a dónde íbamos». En ocasiones era el propio diseñador francés quien iba a buscarlas. «Hubert era como un príncipe, alto, rubio. También estaba con él Philippe Venet, que era muy guapo en moreno, eran muy distintos».
Hortensia también cuenta que una vez, por el año 1960, animó a sus padres a que fueran unos días a París. Llevó a su madre, Adelina Sarasola, a uno de los desfiles que había en Maison Balenciaga. ¡La ama coincidió con los duques de Windsor que estaban viendo la colección».
Recibieron ofertas para trabajar en Estados Unidos o Alemania, pero «no quisimos dar semejante salto», sí fueron a los talleres de Casa Balenciaga en Madrid cuando al de Getaria encargaron el vestido de novia de Fabiola de Mora y Aragón. Tenían que hacer los encargos de las clientas habituales porque las costureras de allí estaban dedicadas en exclusiva al traje para la futura reina de Bélgica.
Cuando dejaron Balenciaga cada una se estableció por su cuenta. Hortensia montó una academia de corte y confección y Rosarito se hizo depiladora. «Fue mucho mejor. En el taller siempre te estaban soltando todo porque estaba mal, aquí depilabas y la clienta se quedaba tan contenta. Además cobrabas mucho más».
«La clienta o la modelo subida a un taburete y nosotras midiendo con la regla todo el contorno para hacer un bajo». Así describen Hortensia Virgala y Rosarito Ramos la perfección que les exigían. «Venía gente de las academias y enseguida querían hacer escotes y les decíamos que cómo iban a hacerlos si acaban de empezar». Destacan el contacto que han mantenido con otras compañeras a pesar de haber dejado Balenciaga hace décadas. Hablan de Tere Capa, «la prima de Mari Ocariz, la sombrerera de París, de Jexuxa Urreaga «que ganaba concursos de costura en Madrid», de Agustina Altuna o Encarna Ruiz.
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