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I
ntzenea, una casa de formas redondeadas que se asoma a la bahía desde la falda de Igeldo, fue el último hogar de Eduardo Chillida y Pilar Belzunce. También fue durante años el escenario de infinidad de reuniones familiares de los integrantes del nutrido clan que encabezaba el escultor donostiarra. «Los hijos y los nietos que residíamos en San Sebastián íbamos a comer allí todos los domingos», recuerda Mikel Chillida, nieto y uno de los ahijados del artista. «Nos juntábamos alrededor de una mesa de madera alargada, solíamos ser más de una veintena, y siempre había mucho barullo. Como éramos tantos no era raro que coincidiese la fecha de algún cumpleaños y lo festejábamos por todo lo alto cantando el cumpleaños feliz. El aitona participaba como uno más, todavía le recuerdo marcando el tono con su voz grave y una sonrisa de felicidad».
Pero la música, una de las grandes pasiones del escultor -especialmente Bach-, no era el único elemento de cohesión familiar. Mikel Chillida recuerda que a su abuelo le gustaba estimular a sus descendientes organizando pequeñas yincanas durante sus vacaciones en el Molino de los Vados, en la burgalesa Sierra de la Demanda, una propiedad ya desaparecida por la construcción de una presa. «En el entorno familiar era muy participativo, muy normal, no respondía para nada a ese estereotipo del artista que prefiere encerrarse en sí mismo. Cuando estábamos en el Molino, por ejemplo, nos organizaba por familias a tíos y primos para hacer pruebas de cualquier tipo promoviendo una competitividad sana. Tanto él como la amatxi, mi abuela, disfrutaban proponiendo juegos para que compitiésemos entre nosotros».
El patriarca Chillida recurría con frecuencia al deporte para reforzar sus vínculos con sus hijos y nietos. «Cuando nos quedábamos con él nos desafiaba a jugar al ping-pong o al frontón que teníamos en la casa de Villa Paz, en el alto de Miracruz», evoca Susana Chillida, a la que le gusta decir que es «la mayor de los hijos pequeños» del artista. «Incluso cuando estábamos en casa viendo juntos la tele solíamos pasarnos un balón entre nosotros jugando a ver quién lo blocaba mejor». «Al aitona -toma la palabra su nieto Mikel- siempre le gustó hacer ejercicio, fuese en el frontón o en casa, donde tenía pesas y otros aparatos para entrenarse. Era una persona muy disciplinada para todo y estaba en muy buena forma física, le recuerdo siempre cachas».
Guardó de sus años como portero de la Real una querencia especial por el fútbol, aunque no era de los que solían ir al campo. «Veíamos los partidos de la Real por la tele, íbamos mucho a su casa porque tenía una pantalla mucho más grande que la nuestra y además con el canal para ver el fútbol. Recuerdo incluso que yo me di cuenta de que le empezaba a fallar la cabeza viendo con él los partidos porque hacía una y otra vez las mismas preguntas».
Austero y de gustos sencillos, no era muy amigo de la vida social. «Digamos que toda su actividad social la agotaba en los acontecimientos relacionados con su obra: inauguraciones, charlas, exposiciones...», recuerda su hija Susana. «Cuando cumplía con esos compromisos se centraba en lo que realmente le importaba, que era su obra y su familia. No era tampoco de frecuentar bares: al acabar de trabajar en su estudio nos recogía a toda la familia y nos íbamos a dar un paseo por la playa».
«¿Que si me preguntaba por las notas? Creo que nunca lo hizo», rememora su nieto Mikel. «Lo que sí hacía era plantearme muchas preguntas. Venía con una escultura y me decía: '¿Qué nombre le pondrías?' Me dejaba veinte minutos para reflexionar y luego entre los dos la 'bautizábamos'».
C
ualquier aproximación a la figura de Eduardo Chillida que deje a un lado a Pilar Belzunce está condenada al fracaso. Eso explica los sinsabores de su hija Susana a la hora de enfocar la biografía en la que ha trabajado en los últimos años. «He publicado bastantes cosas sobre mi padre basándome en mi trabajo cinematográfico y en las conversaciones que mantuve con él. Sin embargo, cuando abordé la biografía sentía que algo no encajaba hasta que me di cuenta de que faltaba mi madre. Entonces empecé a escribir sobre los dos con la idea de llevar también su nombre al título». El libro, que verá la luz en los próximos meses, se llamará 'Una vida dedicada al arte. Eduardo Chillida y Pilar Belzunce'.
Pilar y Eduardo se conocieron cuando apenas eran unos niños. Hija de un estellés propietario de una gran hacienda y minas en Filipinas, nació en 1925 en Mindanao y se trasladó con su familia a San Sebastián siendo una adolescente. Se instaló en la calle Manterola, frente al domicilio de los Chillida. «El nuestro ha sido un amor larguísimo, eterno, y eso que no nos casamos hasta que tuvimos 25 y 27 años», recordaba la propia Pilar en una entrevista después de la muerte de su marido.
Ese amor cristalizó en un pacto que se mantuvo vigente hasta el fin de sus días. «Mi padre –relata Susana Chillida– empezó a estudiar Arquitectura pero lo que de verdad le gustaba era la escultura, así que le dijo a Pilar que si le seguía dejaba la carrera. Ella accedió porque estaban muy enamorados y también porque estaba muy convencida de su talento. No obstante, ese seguir fue muchas veces un llevar porque la realidad es que mi madre lo organizaba todo».
Pilar asumió el rol sin rechistar, tal y como reconocía en otra entrevista: «Eduardo no vivía en el mundo real, nunca se compró nada, los asuntos prácticos eran cosa mía. Jamás tenía un céntimo en el bolsillo. Cuando éramos novios me preguntaba al llegar a la taquilla del cine:'¿Llevas dinero?'. Y yo: 'Sí, ¿por?'. 'Porque yo no llevo nada'. Me quedaba alucinada porque en aquella época lo normal era que el chico le pagase a la chica».
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«Formaban un tándem indisoluble», resume Susana Chillida. «Si mi padre se pudo dedicar al arte fue porque ella se comprometió a hacerse cargo de todo lo demás. Y cuando digo todo lo demás me refiero absolutamente a todo, todo lo hacía mi madre».
La complicidad de la pareja era total. «Desde que nos casamos –confesaba Pilar, que se había criado en una familia numerosa– tuvimos claro que íbamos a tener muchos hijos y fueron ocho, deseadísimos y maravillosos. Eduardo solo había tenido dos hermanos, todos chicos. Y claro, él no había conocido todo ese lío que teníamos nosotros, pero le parecía precioso. Y a mí también».
En su orden de prioridades, eso sí, su marido siempre fue lo primero. «Si estuviérais ahogandoos y solo pudiera salvar a uno, salvaría a vuestro padre», admitió en más de una ocasión a sus hijos.
Texto Borja Olaizola
Narrativa visual y diseño Izania Ollo, Beatriz Campuzano y Maider Calvo
Edición de vídeo Ainhoa Múgica y Dani Soriazu
Desarrollo Gorka Sánchez
Edición Jesús Falcón
Material audiovisual Chillida Leku, archivo Eduardo Chillida, Fundación Maeght y Susana Chillida
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