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«Posee un valor destacado por su interés histórico, arquitectónico (tipología compositiva representativa), ubicación y viabilidad futura». Ese es el escueto comentario con el que ... Santiago Sánchez Beitia, profesor de la Escuela Técnica Superior de Arquitectura (ETSA) de San Sebastián, cierra la ficha que dedica al faro de la isla de Santa Clara en el 'Catálogo de faros con valor patrimonial en España' (2017). Se trata de una publicación realizada por encargo del Ministerio de Cultura en la que el profesor e investigador de la ETSA analiza las características de 134 torreones repartidos por el litoral peninsular, una obra de referencia para cualquiera que quiera aproximarse a tan singulares elementos arquitectónicos.
Doctor en Física, responsable del máster de Rehabilitación y Restauración de Patrimonio y también del programa de Doctorado de Patrimonio Arquitectónico, Civil y Urbanístico, Sánchez Beitia lleva tiempo dedicado a la investigación y estudio de los faros. Su autoridad en la materia hizo que el equipo de Cristina Iglesias le sondease hace un año con el propósito de que colaborase en su proyecto de instalar una de sus esculturas en el interior de la Casa del Faro de la isla donostiarra. «Les dije que vaciar el faro me parecía una barbaridad, les envié las directrices de la Unesco y de otros organismos internacionales sobre la conservación del patrimonio industrial y no he vuelto a tener noticia de ellos», indica.
El faro de la isla adquirió el pasado día 7 un doble e inesperado protagonismo. Mientras en la bahía daban comienzo las obras para su vaciado, un equipo de la Escuela de Arquitectura de San Sebastián encabezado por Sánchez Beitia le dedicaba una ponencia en un congreso internacional de arquitectura de Sevilla como ejemplo de lo que no se debe hacer a la hora de proteger el patrimonio industrial. «Se trataba de demostrar y difundir que para entender los valores patrimoniales de un faro hay que analizar la tecnología, la construcción y la distribución interior de huecos. Se presentó el caso del faro de la isla de Donostia como un ejemplo de análisis de faros históricos y se hizo referencia al proyecto escultórico como algo a no realizar o contrario a la conservación de valores patrimoniales».
Sánchez Beitia es consciente de que los faros ejercen un gran poder de seducción. «Son elementos arquitectónicos singulares que resultan atractivos porque suelen estar en parajes de gran valor paisajístico. Pero, además, son fábricas de señalización porque más allá de iluminar por la noche también activaban señales acústicas en días de niebla, servían como atalayas para alertar del contrabando o de posibles incursiones enemigas e incluso se utilizaban para avistar bancos de pesca».
Como fábricas que son, añade el experto, forman parte del patrimonio industrial y por lo tanto son susceptibles de ser protegidas. «No es que lo diga yo, es lo que dicen las recomendaciones del Consejo de Europa, de la Unesco y sobre todo de la Carta de Nizhny Tagil para la protección del patrimonio industrial, que establece que las intervenciones, en caso de que tengan que hacerse, deben ser reversibles y tener un impacto mínimo».
Sánchez Beitia se remite a las recomendaciones de esos organismos internacionales y recuerda que el valor patrimonial de los faros tiene componentes tangibles e intangibles. «Dentro de los primeros están la arquitectura y la tecnología. Entre los intangibles se encuentra la relación del faro con profesiones desaparecidas o en fase de desaparición, la del farero o torrero. Es la relación con una cultura del trabajo que tiene su origen en la Revolución Industrial; el trabajador y su taller conviven en el mismo edificio; la circulación interna del faro, es decir, la conexión entre espacios dentro del edificio, responde a un plan necesario; los huecos y las plantas existentes eran necesarias; su sistema constructivo de forjados y el acceso a la torre eran necesarios. El valor histórico de un faro no sólo es la fachada o la torre, su valor es integral. En muchas ocasiones precisamente lo que menos valor tiene es la fachada».
El profesor considera que el faro de la isla, que se empezó a levantar en 1864, atesora valores patrimoniales que hacían aconsejable su protección integral. «Más allá de representar una hazaña constructiva por el esfuerzo que requirió levantarlo en la isla con los medios que había hace 160 años, el faro de Santa Clara era tecnológicamente relevante. Su valor deriva sobre todo de los componentes intangibles, de la relación del faro con el oficio de farero, algo que se ignora cuando se acomete su vaciado».
Sánchez Beitia incluyó el de Santa Clara entre los 134 faros con valores patrimoniales que incorporó al catálogo que realizó para el Ministerio de Cultura. «Es un faro de porte reducido, nada que ver con el de Palos o el de Chipiona, con torres de más de 60 metros, pero es un faro muy representativo de una época determinada que se merecía una protección específica. No estoy diciendo que no se puedan hacer cosas, pero siempre partiendo de la base del respeto a su integridad y su valor patrimonial».
El profesor considera que lo ocurrido en el faro de la isla demuestra el escaso interés por la conservación del patrimonio. «La del faro es otra más en San Sebastián, luego vamos a cualquier sitio de Italia o Francia que se preocupa por conservar su patrimonio y nos quedamos boquiabiertos». Sánchez Beitia recuerda en ese sentido que el faro de Tossa del Mar, en la Costa Brava gerundense, con unas características similares al de la isla, ha sido acondicionado recientemente como museo. «La mayoría de los faros de Portugal, Francia o Italia se están abriendo a las visitas manteniendo sus elementos originales».
El profesor lamenta además que se identifique el rechazo a la intervención en Santa Clara con las campañas contra el turismo que se llevan a cabo desde determinados ámbitos. «Eso es como decir que para potenciar el turismo en el Adriático hace falta vaciar todos los faros de allí. Precisamente lo que se está haciendo en todos los sitios para fomentar el turismo es abrirlos al público manteniendo sus elementos originales».
Se llamaba José Manuel Andoin y fue el último encargado del faro de la isla. Aficionado al tiro, llegó a tomar parte en cuatro olimpiadas y residió con su madre en Santa Clara hasta el año 1968. La de Andoin es una curiosa historia que quedó reflejada en el libro 'Los habitantes del faro de Santa Clara', escrito por Jesús Mari Palacios e Iñigo Jiménez. La publicación, que se abre con un poema que Gabriel Celaya dedicó a la isla y que empieza así: «Esta es mi isla,/mi solitaria alegría,/ mi peñasco/furioso de vida...», recuerda que el faro estuvo habitado desde su construcción en 1864 por los torreros y sus familias. El farero, se lee, desempeñaba una función «crucial en favor del marino donostiarra que atracaba de nuevo en puerto sano y salvo gracias a la señal luminosa de Santa Clara y la inestimable labor del torrero. Es patrimonio de todos y de todas».
En el libro se cuenta que «las familias de torreros no contaron con el suministro eléctrico hasta bien entrados los años 40, década en la que se aprueba el proyecto de cable submarino para la electrificación del faro». Empleaban candiles o quinqués. «En la isla, muchas familias han trabajado la tierra a modo de huerta, e incluso algunas contaron con animales domésticos para hacer más fácil su vida diaria. Así, sabemos que Zenón Acarreta (1906) tuvo una vaca, de la cual obtendría leche. Algunos torreros tuvieron gallinas y corderos; también perros, e incluso conejos. La mula Massiel permitía el transporte de las bebidas del bar situado en la terraza del faro, regentado por 'la señora María', la madre de Andoin. Esta conocida mula, que se ponía tensa cuando era transportada en la motora hasta la isla, salía despavorida una vez llegaba a tierra firme».
El libro, que fue editado por la Autoridad Portuaria de Pasaia, dio pie a un documental, 'Ur Artean', que recogía testimonios de personas que conocieron a la última familia que habitó la isla.
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