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Ramón Andrés (Pamplona, 1955) es uno de los grandes intelectuales españoles. Autor de textos dedicados a J, S. Bach, Mozart, Monteverdi o Josquin, entro ... otros músicos, ha escrito también ensayos sobre el silencio, el suicidio o la filosofía de la música. Excelente aforista, es también un excelente poeta. En 'Oir las grietas' (Editorial Hiperión) se recoge de la mano de Francisco Javier Irazoki una amplia selección de los poemas de este autor galardonado con el premio Príncipe de Viana o el Premio Nacional de la Crítica, entre otros. Es miembro de la Reial Acadèmia Catalana de Bellas Arts de San Jordi y de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Después de vivir muchos años en Barcelona, actualmente habita en la localidad navarra de Elizondo.
– ¿Se ha encontrado con esta antología como quien coincide con un viejo amigo?
–La historia de este libro es tan insólita como llamativa. Un día recibí un correo de Francisco Javier Irazoki, a quien todavía no conocía personalmente, en el que me decía que había decidido preparar una antología de mis poemas. La propuesta me pareció tan fuera de lo común, tan generosa, que acepté tan sorprendido como agradecido. Este gesto, por lo desprendido, es tan inusual en los círculos de la literatura, que he vivido este proceso de selección de la antología, minucioso y desinteresado por parte de Irazoki, con una sincera e impagable gratitud. Debemos tener en cuenta, no me importa decirlo, que el mundo de la poesía acostumbra a ser muy cerrado, donde el resentimiento abunda como abundan las pequeñas capillas que se denuestan mutuamente. Un minúsculo universo de rencillas y vanidades. Así que la decisión de Irazoki me pareció de una gran amplitud humana, única.
–Irazoki lo define como «un poeta exigente». ¿Cómo se ha desarrollado esa cualidad en su obra?
–Es cierto, soy muy exigente, quizá es algo que heredé de mi padre, que tenía un sentido espartano del trabajo. Olvido las horas, el tiempo dedicado sin límite a la escritura, también a la lectura y la reflexión. Todavía estudio con el fervor de la juventud. He vivido en las bibliotecas y trabajado muy por encima de mis posibilidades, pero hoy puedo decir que estoy en paz conmigo mismo. No he dejado de pensar y pensar, de buscar, de aprender.
–Su enorme cultura, sus conocimientos musicales y sobre la música hacen que muchas veces se le tilde de sabio. Y usted lo rechaza.
–¡No soy un sabio! De haberlo sido, habría sabido evitar el dolor, me habría zafado de la mucha inclemencia que he tenido que padecer. Me he implicado a fondo con la vida. He sido y soy, como le he dicho, un buscador, he indagado en las civilizaciones de Oriente con el mismo ahínco con que he estudiado nuestro mundo occidental, no menos apasionante aunque controvertido y complejísimo. Hemos ideado el tiempo y el destino, que son dos fuentes que aseguran el dolor. He indagado también en el alma de lo humano sin detenerme un momento para descansar.
– En uno de los dos poemas inéditos que contiene la antología escribe: «No saber explicar aún, a mi edad, la nada». ¿La vida nos va desnudando más que arropándonos?
–La existencia es una contraposición de tiempos, hay un tiempo de siembra, otro de recogida. El Eclesiastés no se equivoca. Por lo que a mí respecta, siento un bienestar pleno al caminar cada vez más desnudo, menos interrogado, menos determinado. Vivir con lo mínimo me libera. No es que la vida no nos arrope, es que nos enseña, nos hace ver que apenas necesitamos nada. La necesidad de poseer es una de las formas del miedo. La inseguridad conduce a necesitar cada vez más cosas.
– Su poesía está llena de detalles del campo y sus habitantes humanos y animales, a los que observa siempre con respeto. Dice de los árboles que son «las obras completas del reposo».
–Nunca hablo de esa naturaleza que se acostumbra a sentimentalizar, a lo Rousseau. Al contrario, veo en ella un mundo físico, esa 'phýsis' de la que hablaban los griegos, pura y apasionante materia que nos acoge. Todo lo que hay en ella me interesa, porque es el mundo. No me considero un poeta paisajista, por así decir, sino alguien que tiene en cuenta lo que está más allá de la vida mecánica de las ciudades. No imagina cuánto aprendo de las gentes de donde vivo. Los ambientes, así llamados, del mundo de la cultura, apenas me han interesado. Huyo cuando me dicen de alguien que quieren presentarme «porque es muy interesante». Los círculos culturales suelen ser plomizos y están atestados de vanidosos y esnobs que trabajan poco, aunque, eso sí, están en todas las presentaciones y actos públicos. Por fortuna, tengo íntimos amigos músicos, poetas, artistas, escritores, actores, pero son la excepción de esa representación que es la cultura.
– ¿Se puede decir que sus textos caminan desde el detalle a lo universal?
–Y a la inversa también, porque, como pensaba Leibniz en el siglo XVII, en cada hoja hay un mundo, en cada escama el pez entero, en cada estambre la totalidad del jardín. Y viceversa, en cada tallo, la selva; en cada pez, los mares.
– «No querer oír es no asistir al mundo». ¿Cada vez estamos más ausentes de lo que nos rodea?
–La modernidad es un proceso de aislamiento, una estrategia de individuación. Hemos sido expoliados y reducidos a ser meros productores y competidores. Se ha logrado que el prójimo sea una abstracción, por más que se hable de solidaridad. Vivimos aislados. Hemos sido concebidos para un proyecto político, de rentabilidad, entregados a esa cada vez más pesada carga de la identidad. Y la identidad no es sino un fraude y una condena. Eso hace que perdamos tantas cosas que nos rodean, me refiero a cosas valiosas, que son pura vida. Cada vez más virtuales, cada vez más mecanizados, cada vez más solos y obedientes.
– Su relación con la música, como intérprete y estudioso, es enorme. ¿Cómo convive la música en sus poemas, los transforma de alguna manera?
–La música es primordial en lo que escribo, es mi bastón, mi cayado; me orienta. Los dos últimos libros de poesía decidí escribirlos en verso libre, huyendo de modelos métricos. Ha sido un difícil aprendizaje que no hubiera logrado sin la ayuda de la música.
– «Dios ya no es rentable», escribe. ¿Qué sentido tiene 'lo divino' en su poesía?
–Lo divino es algo humilde. Es lo que no somos nosotros, es la docta ignorancia de la que hablaba Nicolás de Cusa. Lejos de toda creencia, siento que lo divino es el reconocimiento de lo que desconocemos, y ese desconocimiento no tiene por qué ser un dios. Desconocer, presentir, nos hace humanos.
– Dejó Barcelona para vivir en Elizondo. ¿Es una forma de acercarse al silencio?
–Por supuesto, una fuga legítima, una huida sin mirar atrás.
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